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Música

Sonata para rebeldes en si bemol

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Es difícil convencer a alguien de que un género musical basado en el desencanto de los negros que padecieron el apartheid gringo pueda ser una obra de arte con raigambre en la música clásica. Sin embargo, el blues lo es. Más difícil aún es convencer a alguien de que un género musical basado en las correrías de motociclistas pueda ser una obra de arte con raigambre en el blues —y, claro, en la música clásica—. Sin embargo, el heavy metal lo es.

Quizás imaginarlo sea complicado pero el metal pesado, el soundtrack de los rebeldes sin causa, puede ser la moderna caja de resonancia que Richard Wagner soñó y quiso montar en auditorios de hace 2 siglos.

 

Opus 32 N°. 1

Es verano y estás intentando descubrir qué hay bajo la alfombra que cubre el piso de tu casa. Sobre la alfombra hay una mesita de sala y, alrededor, estantes de libros, junto a un equipo de sonido que permanece en silencio. Te sientes muy pequeño en medio de ese conjunto de grandes objetos que te han prohibido tocar. Uno de tus primos mayores, ya entrado en la adolescencia, cruza la sala dándote una palmada en la nuca. No culpas al tipo por arrogante, es casi un deber permitirle que te enseñe algo. Cosas de la edad. Es de esos chicos nacidos en los años setenta que no conocerán Internet hasta la adultez y que en los noventa verán los discos compactos como milagros efímeros.

Ese primo —que lleva tenis, jeans y camiseta— es la oveja negra de la familia, a quien los mayores no pierden de vista porque temen que te enseñe a fumar a escondidas. Pero lo que va hacer está lejos de ser una travesura, algo que él no recordará en unos años pero que a ti te marcará de por vida, más que la adicción a la nicotina.

Entonces escuchas algo, un zumbido, y el tedio desaparece tras una sensación que, hasta ese momento, no habías conocido. Empiezas a sentir una especie de placer por algo que te penetra los oídos. Tu primo —el rebelde sin causa al que recién le han brotado espinillas— ha cruzado la sala con un sobre grande de cartón del que saca un disco también grande y negro, para colocarle una aguja encima, sin rayarlo. Sube el tono del volumen, los parlantes polvorientos se activan, el zumbido del acetato irrumpe junto al sonido de la lluvia sobre hojas secas, campanadas y lo que parece un maullido, garras de animal sobre una pizarra que te atraen por su ritmo.

Tú no sabes qué sentir ni cómo reaccionar pero te emocionas, das saltitos sobre la alfombra. El sonido te envuelve y el zumbido, que parece necesario, va despareciendo cuando un tipo empieza a gritar. Su aguda voz canta en inglés y empiezas a sentir un leve temor, miedo a lo desconocido como el que te embargará cuando el mismo primo te muestre, en unos años, una película porno, o cuando recibas, mucho después, tu primer beso, de una prima, su hermana quizá. Entonces te reconforta saber que él, mayor y experimentado, te ha envuelto en esa música porque algo bueno debe tener. Querrá aleccionarte tal vez, mostrarte algo que ya te está permitido disfrutar. Algo que, quieras o no, recordarás para siempre.

Así empieza mi relación con Black Sabbath que está entre los grupos que escucho desde la infancia. Con el pasar de los años me di cuenta de que esas melodías no solo me emocionaban sino que se metían en mis venas haciéndome sentir que retumbaban dentro de mí como un eco del pasado. De un pasado lejano. De otra vida. Parece difícil convencerlos de que unos unas canciones oscuras, junto a letras basadas en películas de terror puedan llegar a ser tan excitantes. Pero pueden. Conforman piezas magistrales que yo no cambiaría por nada, por ningún otro género y por ningún otro pasatiempo. Y para que esto no termine siendo un elogio a un arte que pocos comprendemos, o una simple lisonja a algo que amo, contaré qué tiene que ver esta música con el pasado, con esos registros fonográficos encerrados en museos de coleccionistas a los que el frac les es inherente.

 

Opus 32 N°. 2

Mientras crecemos, nos damos cuenta de que viajar en el tiempo es imposible. Y, para colmo de males, al cineasta Robert Zemeckis se le ocurrió jugarle una broma pesada a Chuck Berry cuando puso la canción ‘Johnny B. Goode’ en las manos de Marty McFly (Michael J. Fox) en su filme Back to the Future. La treta: Marty entonó su guitarra de una forma desconocida en la década de los cincuenta, adonde había regresado-viajado. Marvin, un primo de Berry, lo escuchó y telefoneó: “Chuck, ¿recuerdas el sonido que estabas buscando? Bueno, pues escucha esto”. Treta que confunde porque Chuck Berry tenía en la sangre —en su historia genética— el ritmo acrobático que hace sensual a la música(1).

Ritmo que con pasos de pato saltó el charco rumbo a los oídos de un guitarrista inglés que trabajaba en una fábrica de Birmingham. Tony Iommi, un tipo con el cabello negro, rizado y bigote mexicano es el responsable de las notas que te electrizan e imantan a la alfombra de tu casa, el día de tu niñez en el que descubres el heavy metal de mano de la oveja negra de tu familia. Quizá tu primo —al que por ningún motivo llamaremos Marvin— no llegue a contarte esto pero a Tony una guillotina industrial le cercenó los dedos un día de finales de los sesenta. El inglés continuó rasgando las cuerdas de acero de su guitarra pese a que varios médicos se lo prohibieron. En unos años lo verás en documentales de la BBC contando que se puso plástico fundido en el dorso de la uñas y que tuvo que afinar de una manera particular las cuerdas de su guitarra para, al fin, componer y grabar las notas que te cambian la vida.

La astucia de sir Tony Iommi no es un dato menor en la historia de la música. Canciones que erizan la piel y que solo le resultarían indiferentes a un sordo, construidas sobre bases cadenciosas que parecen demoníacas cuando la aguda voz de un Ozzy Osbourne las apostilla, solo pueden salir de sus dedos mutilados y de sus cuerdas, distintas a las de cualquier otro músico.

 

Opus 32 N°. 3

Al envejecer nos aferramos a la idea de que viajar en el tiempo puede ser posible. Si, todavía niño, sobre tu alfombrada sala, cierras los ojos mientras escuchas a Black Sabbath, verás a Iommi caminando sobre las cuerdas flojas de su guitarra eléctrica. La cuerda de este funámbulo imposible servirá lo mismo para un violonchelo medieval que para una guitarra eléctrica —hasta el Renacimiento, una de esas notas estuvo prohibida. El tritono, la nota del diablo, diábolus in música(2): aquella sonoridad siniestra y de entonación dificultosa en la canción ‘Black Sabbath’ —o ‘N.I.B.’ por nombrar una de las ocho contenidas en el disco que te desvirgó los tímpanos—, era un intervalo(3) prohibido por la Iglesia en el Medioevo(4). Quizá por su pesadez, por su sensualidad y tensión se creyó que su ejecución representaba una premonición fatal, una manera de invocar a la Bestia.

La mítica nota musical llegó a oídos de Iommi a través de un puente, una cuerda tensada a través del tiempo: el blues. En concreto, el si bemol en tritono —que abarca tres tonos enteros, de allí su nombre, y que puede clasificarse como intervalo de cuarta aumentada o de quinta disminuida— está contenido en clásicos de la música negra americana como los que compuso e interpretó el cuasi terapeuta de grupo Little Richard. Música que llegó a oídos de Tony Iommi motivándolo a formar una banda que recogiese lo más rabioso del blues, distinguiéndose del frenético y romántico Jerry Lee Lewis o de Elvis Presley, ambos timoneles de la ‘negrificación’ de la música joven en Estados Unidos que, a su vez, tomaría un rumbo esquivo y ácrata cuando un actor llamado James Dean protagonizara —convirtiéndose de inmediato en un divo subversivo— la película Rebel Without a Cause (Rebelde sin causa), en 1955.

Lo del rebelde sin causa es relevante porque identificó a toda una generación de jóvenes blancos marginados que empezaron a hacerse notar a su manera, junto a las reivindicaciones de los negros que se sentían relegados y con un solo recurso a sus expensas, las tradiciones culturales de las que la religión no los despojó. Entre estas la música que, al tener un origen pagano, secular, incluía sin tapujos la nota del diablo que un día de los ochenta llegó a la sala de tu casa.

 

Opus 32 N°. 4

Es invierno y estás intentando entrar a un estadio en medio de una lluvia pertinaz, con tus amigos y el primo que te mostró las notas de Sabbath en la infancia; chicos del rock que aguardan un concierto. Adentro, sobre el césped mojado, las luces del escenario iluminan a la banda Grave Digger, un grupo de alemanes que han recorrido siglos a través de sus acordes y letras sobre personajes como el Rey Arturo, Morgan Lefay, William Wallace y hasta Enola Gay. Te sientes como alguien que ha logrado viajar en el tiempo a la velocidad del sonido, hacia teatros inmensos donde a determinado tipo de música clásica también se la tildó de oscura. Imaginas que la amalgama energética que derrocha el grupo de heavy metal sobre el escenario no es cosa de estos tiempos.

  Comprendes por qué bandas como Rage nos introducen a una de sus obras maestras, el redondo Secrets in a Weird World (1989) con un fragmento de la Sonata para piano Opus 32 de Serge Prokofiev, el enfantterrible de la música rusa de la primera década del siglo XX. El disco Secrets... contiene melodías llenas de color, trepidantes que desdicen aquella idea, muy extendida, de que el power metal es una barahúnda de distorsiones melosas. Rage es una banda compleja que no se hizo global a pesar de su incuestionable calidad musical. En medio de los riffs que despiden las guitarras sobre la telaraña sonora de un bajo, junto a una voz grave y grandilocuente que trepida en los golpes de la batería, recuerdas a Richard Wagner (Peavy, el cantante y bajista de Rage también lleva ese apellido) y su reestructuración orquestal: tubas, contrabajos, y un instrumento enorme que tocaban dos personas —el octobajo— saturan el ambiente al punto de hacer temblar las paredes cuando La cabalgata de las valquirias ha empezado.

La grandilocuencia wagneriana sobrecogía a quienes la apreciaban hace dos siglos. La sonoridad era enorme aunque no contaba con amplificación en escena sino con otros recursos como la multiplicidad de instrumentos, orquestación, y técnicas vocales que ahora solo emplean los cantantes del heavy metal. Aunque hoy hay micrófonos, tú sabes que a un vecino de Iommi, llamado Rob Halford, no le importa desgañitarse en cada agudo de la pieza ‘Screaming for Vengeance’ del grupo Judas Priest en una puesta en escena operática que haría vibrar sin dificultad cualquier auditorio del Renacimiento. O que al también londinense Bruce Dickinson le encanta proyectar su voz sobre las cabezas de decenas de miles de roqueros que van a verlo cantar, en especial luego del solo de ‘Bring Your Daughter... to the Slaughter’, mientras un par de actores simulan mutilaciones que parecen obra de la Inquisición(5).

La música clásica también comparte con el blues y el heavy metal el que muchos de sus autores más virtuosos —Johann Sebastian Bach o Wolfgang Amadeus Mozart— no fueron a la universidad y lograron dejar un legado siendo autodidactas y maestros de la improvisación, al igual que los guitarristas contemporáneos Ritchie Blackmore o Eddie Van Halen. Este último fusionó la dureza de sus cuerdas de acero con melodías hechas para violín y piano gracias al sonido infinito que le permite la distorsión.

La conjunción otrora orquestal de la música por antonomasia hoy está basada en la distorsión pura y en la armonía de un conjunto de instrumentos eléctricos. El tritono medieval fue un lujo de pocos, porque sus misterios siempre fueron relacionados con la libertad. Lujo que el blues, la música de los oprimidos en la primera mitad del siglo XX, heredó al heavy metal.

 

* * *

Es verano y lo que sea que haya bajo la alfombra que cubre el piso de tu casa no interesa tanto como la música. Es una curiosidad insaciable y legítima en un niño y luego lo será en un joven que querrá estirar su juventud a través de los héroes que descubra sobre los escenarios donde se despliega el arte vital que suele relacionarse con la catarsis de la Generación X, con rebeldes imprevisibles y renegados que, como público, se convierten en un espectáculo alterno, el telón de fondo de una generación que se extendió como una sombra sobre la industria musical que aún no dimensiona sus alcances. Algo que Wagner no alcanzó a imaginar pese a su grandilocuencia planificada.

Sigue siendo difícil convencer a alguien de que un género musical basado en las correrías de motociclistas pueda ser una obra de arte con raigambre en el blues —y, claro, en la música clásica—. Sin embargo el heavy metal lo es y, a medio siglo de su nacimiento, parece dejar a su paso un legado imposible de igualar para cualquier otro género o tendencia.

Notas:

1.- Un sentido universal que pudo tener su cuna en instrumentos africanos y una evolución itinerante que la llevara a la antigua Grecia, donde se originaron las primeras formas de notación musical (registro), para luego perfeccionarse en el Medioevo y a través de todo el éxodo civilizatorio de Occidente.

2.- Nombre con el que describió esta nota el compositor austriaco Johann Joseph Fux (1660-1741) en su libro Gradus ad Parnassum (1725) y cuya traducción literal es “el diablo en la música”.

3.- Distancia entre notas.

4.- La primera prohibición expresa de su utilización, de la que se tiene registro, que fue la del monje italiano Guido de Arezzo (991-1050), quien en su sistema hexacordal hizo del si una nota diatónica que en el caso de la escala de fa se convertirá en si bemol para su remplazo.

5.- Ver el montaje que hace Iron Maiden en dos escenarios durante la gira Raising Hell, Londres (1993). La Doncella de Hierro debe su nombre, justamente, a una forma de tortura medieval y a la película homónima que cuenta la historia de este artefacto.

 

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