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Sobre moradas provisionales: La novela como teoría del deseo

Sobre moradas provisionales: La novela como teoría del deseo
Foto: Archivo / El Telégrafo
16 de junio de 2018 - 00:00 - César Eduardo Carrión. Escritor

Esta es una novela acerca del cuerpo. Cris aparece en escena jugando entre las flores y las bestias, como una ninfa del bosque. Repentinamente, se queda huérfana y se interrumpe su idílica vida infantil. Ya en su adolescencia, la encontramos convertida en un niño que ha vivido bajo la protección de su tutor. Esta es la principal sorpresa que nos depara la novela más reciente de Santiago Páez: el cambio de la identidad de género del héroe novelesco. Y no es un rasgo menor, porque esta transformación sucede una y otra vez a lo largo de la historia, y porque el novelista no se limita a experimentar en el nivel de la anécdota. Esta transformación se lleva a cabo también en la materialidad del texto; es decir, ocurre tanto en la narración de los acontecimientos como en la concreción lingüística. El cuerpo de Cris se transforma una y otra vez, tanto como las mismas palabras de esta novela cambian repentinamente.

El dios de esta novela es Proteo, su religión es la metamorfosis. De allí que el título que lleva determine el derrotero del lector: las moradas provisionales son los cuerpos de los protagonistas de esta historia, pero son también las palabras que tejen la narración, párrafo por párrafo, capítulo tras capítulo. Y así se observa cuando el narrador cambia de tono, según se concentre en la narración de los eventos —cuando se comporta escueto y elíptico— o según describa a sus personajes —cuando es más adjetival, casi lírico—. Por esta misma razón, pasa de oraciones llenas de subordinaciones gramaticales a frases más cortas y eficaces.

Este juego de recambios estilísticos es constante a lo largo de toda la novela, de manera que, por momentos, el narrador explicita los numerosos detalles de los encuentros amorosos de los personajes y, por otros, se enfoca en la exhibición eficaz de las acciones.

Esta es una novela sobre la identidad. Si bien el narrador muta constantemente, de una actitud descriptiva y morosa a una más veloz, la primera es dominante y la impresión final que queda en la conciencia del lector es la de haber leído una historia contada con demora sobre las experiencias de los cuerpos, que se encuentran en el amor o se separan por alguna pasión inexplicable. Este cambio de funciones afecta inusitadamente a los actores de la trama, no solo porque su identidad sexual cambia una y otra vez de la mano de sus genitales, sino porque las posiciones que ocupan en el mundo social también se trastocan. El protegido pasa a ser el protector; el tutor, pupilo; el varón, mujer; y, así, hasta que las posibilidades combinatorias establecen una sola regla: ninguna identidad constituye una esencia, porque toda identidad es un proceso.

Esta es una novela acerca del deseo. Ocurre que Cris y Valcárcel, luego de un extendido y mutuo asedio, inician una relación erótica y, con ella, rompen el tabú que separa a los hijos de sus padres o madres putativos.

Los personajes de esta novela son como los peces payaso: hermafroditas secuenciales que cambian de sexo según lo necesite la comunidad, para mantener el número perfecto de hembras y machos, de modo que no se afecte el equilibrio ecológico indispensable para la supervivencia de la especie. Ambos personajes son también como los dioses que cambian de sexo por voluntad más que por necesidad. Estos personajes se distinguen de los animales por el deseo, por el poder que el deseo ejerce sobre sus cuerpos. El deseo los transforma, para que los fluidos y caricias fluyan por los intersticios de la piel con delicadeza, como el agua del río que reclama su torrentera.

En apariencia, estos personajes de Páez son como lo ajolotes: mitad reptiles, mitad peces, pero jamás plenamente anfibios, porque no constituyen un tercer género, porque son intergenéricos por definición, porque están en transición permanente, porque su identidad es líquida como la saliva o el sudor, como las excrecencias amatorias. Y esta liquidez, que define el comportamiento del narrador y los personajes, determina también el espacio que los alberga: una ciudad llamada Quito que, siendo plenamente andina, tiene salida al mar. Esta Quito imaginaria es una ciudad ajolote, un espacio transgenérico, un pez payaso en mutación. Cris y Valcárcel, Cris y todas y todos sus amantes alternan posiciones, intercambian roles: hombre y mujer, mujer y mujer, hombre y hombre, ajolote y pez payaso, anfibio volador, ornitorrinco textual. Moradas provisionales bien podría leerse como una novela queer.

La teoría queer defiende que la identidad sexo-genérica es un fenómeno líquido, en permanente construcción. Cuestiona por tanto las nociones de sexo y de género tal como están concebidas desde la mirada heteronormativa del patriarcado. Esto significa que no solo existen dos géneros —hombre y mujer— y por tanto no existen solamente dos preferencias sexuales —una homosexual y otra heterosexual—, sino que entre ambos polos existe una gama variada de posibilidades. Más aún, esta teoría de género postula que el modo en que concebimos nuestro propio cuerpo está trazado por convenciones y acuerdos dictados desde el poder. De manera que el sentirse macho o hembra es ante todo una construcción social, un discurso que bien podría cuestionarse desde la disidencia cultural o política.

En esta novela, el cuerpo podría ser leído como un espacio del poder, pero también como un territorio de la resistencia.

Moradas provisionales deriva hacia su primer tercio en la crónica de la atribulada vida sentimental de Cris, Cristian o Cristina, según se lea. En ella se relatan diferentes formas del amor y de cómo el cuerpo amante o amado se transforma. En principio, se pensaría que todos los cuerpos convulsionan en igual intensidad y medida y de formas muy similares. Pero, en este relato, una es la tensión amatoria del varón y otra distinta la de la hembra y, por lo tanto, otra es la tensión amorosa de ese cuerpo en tránsito hacia su rival o complementario. ¿Cómo salir de las identidades binarias? ¿Y si es uno solo el cuerpo que experimenta ambos lados del amor? ¿Qué le pasa entonces a la psiquis? ¿Cómo representar la experiencia de este tránsito corporal en la escritura? ¿Es posible una escritura transgenérica o múltiple? ¿Es acaso la novela el género literario dispuesto por su misma naturaleza a expresar lo retorcido, lo anormal, lo queer?

Lo cierto es que el proteico personaje de la novela experimenta varios, si es que no todos, los roles en el amor: la sumisión y el dominio, la súplica y la imposición, la fraternidad rota y la sororidad imposible, la energía de la búsqueda y la desolación de la derrota… Muy convenientemente, los nombres de los personajes son a menudo asexuados o andróginos: Cris, Miranda, Valcárcel, Álix, Amaury… Muy convenientemente, este desafuero pasional que se nos presenta enferma y envejece prematuramente el cuerpo de Cris, Cristian, Cristina o Cristo, el cordero del sacrificio que reclama todo amor, que es el único ritual inevitable o la íntima hecatombe o la carnicería del espíritu. Lo cierto es que esta novela no nos relata solamente la transformación del cuerpo en bazofia, o del deseo sublimado en pulsión destructiva, porque son las palabras mismas las que cambian de color y rostro frente a nuestra mirada.

Todo lo que he dicho podría ser el producto de una lujuria interpretativa, cuestionable en más de un sentido. Podría ser una revaloración del mito platónico del andrógino, que nos cuenta que en el principio de los tiempos los seres humanos éramos cuerpos esféricos, hembras y machos a un tiempo. Y que después de ofender a los dioses fuimos castigados con la separación de esa otra parte, que buscamos a lo largo de la vida para volver a ser esferas completas. Quizás esta novela sugiere que el amor es como un castigo que nos impulsa a buscar a nuestro complementario. Y que en el trayecto erramos muchas veces y nos lastimamos mutuamente y ponemos en peligro el equilibrio que reclama la ecología de la reproducción y conservación de la especie. Tal vez esta narración insinúa que el deseo es como el síntoma de una enfermedad, que no es anómala, porque nos hace ser lo que somos.

El cuerpo, el corazón e incluso el alma, como nos sugiere Santiago Páez en esta novela, apenas son un poco más que unas moradas transitorias. Todo se transforma, todo es como un líquido en continuo movimiento: nuestras vidas son ríos que van a dar a la mar que es el morir, que no es más ni menos que agua, pura y esencial agua. No sorprende, aunque angustia al lector, que el cuerpo marchito de Cris, acabado por la entrega a los ardores y la lucha contra los binarismos de la moral y las convenciones sociales, termine sus días deambulando en una ciudad igual de afligida que su cuerpo: Quito, sumida en el caos de la insurrección, que conduce a la debacle y la refundación social. Acaso el problema no consista en entender en qué medida las identidades son una imposición del poder. Acaso el verdadero reto consista en aceptar, de una vez, que nuestro propio cuerpo es el único instrumento de la dominación. (I)

Portada de moradas provisionales, de Santiago Páez, lanzada en junio de 2018.Portada de moradas provisionales, de Santiago Páez, lanzada en junio de 2018. Foto: Cortesía Cactus Pink

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