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Sixto Rodríguez: la historia de un mito resucitado

La primera vez que escuché el nombre de Sixto Rodríguez fue en agosto de 2012, gracias al tatuaje de un tipo que comía pollo asado en un restaurante de North Beach, en San Francisco. El  tatuaje no era del rostro del músico ni de ninguno de sus versos, se trataba más bien de una palabra que jamás olvidaré porque es algo que padezco: hipergraphia, necesidad compulsiva de escribir.

Fue esa palabra la que me hizo levantarme de mi mesa y preguntarle más al respecto. El tipo -que en sus brazos mostraba al menos cinco tatuajes más, todos relacionados con la Literatura- resultó ser un amable novelista que llevaba prisa porque, según dijo, iría a ver un documental sobre un misterioso músico de Detroit con raíces mexicanas.


—¿Has escuchado de Rodríguez?, me preguntó.
—¿Rodríguez? ….
—Sí, Sixto Rodríguez. ¡“Sugar Man”!
—No. ¿Y tú?, le pregunté a Mark, quien también era de Detroit con raíces mexicanas y sabía de músicos difíciles de encontrar.
—Tampoco, respondió.
—Pues tienen que conocer su música y su historia. Es alucinante. No se van a arrepentir.

 

Varias semanas después, Mark y yo asistimos a la última función de “Searching for Sugar Man” en el Clay Theater (uno de los teatros más antiguos de la ciudad). El documental nos atrapó de principio a fin y  pese a que la película estaba muy bien realizada, era la historia de Rodríguez y toda su magia lo que la sostenía con fuerza. No soy crítica de cine, pero sé que una película es buena cuando logra sacudirme por dentro. El verdadero arte transforma. Por eso ni Mark ni yo salimos siendo los mismos. Acabábamos de presenciar la historia de un hombre-milagro que, a diferencia de Jesucristo, había sido crucificado por la música y el tiempo. Pero fue por la música y el tiempo que también había resucitado, no tres días, sino cuarenta años después.

Anónimo en su tierra, ídolo en Sudáfrica

Si la realidad supera la ficción, y el tiempo es el justiciero que pone todo en su lugar, como diría Voltaire, la historia de Sixto Rodríguez es una prueba irrefutable de ello.

Sixto Díaz Rodríguez (1942-) es un músico y compositor nacido en Detroit (con raíces mexicanas e indígenas) que inició su carrera en los años 60. Tras cantar folk ácido en bares de los barrios obreros de su ciudad, grabó el sencillo “I’ll slip away” en 1967, bajo el nombre de Rod Riguez, lo que le permitió firmar un contrato con la discográfica Sussex que más tarde sacó dos álbumes suyos de una tremenda calidad poética y musical: “Cold fact” (1970) y “Comming from reality” (1971).

Lamentablemente ambos pasaron desapercibidos, por lo que Rodríguez acabó retirándose de los escenarios para seguir trabajando como lo que había sido hasta entonces: cargador en demoliciones, albañil y empleado en gasolineras; alternándolo con su activismo por el desarrollo cultural de los niños o sus estudios de Filosofía en la Universidad de Detroit, en cuyo campus organizaba con frecuencia actividades en contra del racismo.

Mientras tanto, al otro lado del mundo, en Sudáfrica, una muchacha llegó con el álbum del misterioso Rodríguez y en poco tiempo se convirtió -sin que él lo supiera- en un verdadero mito, vendiendo miles de copias piratas y sonando en todas las estaciones radiales, llegando a ser más reconocido que Los Beatles, Elvis Presley o Los Rolling Stones, además de ser fuente de inspiración, a través de sus letras, para los movimientos en contra del Apartheid y las nuevas bandas independientes de Sudáfrica, Nueva Zelanda y Australia. Pero jamás supieron nada sobre su vida. Incluso se llegó a creer que Rodríguez se había inmolado sobre el escenario mientras cantaba, como lo sugería una de sus composiciones.  

Sin embargo, casi 40 años más tarde, dos fanáticos de su música: Stephen Segerman, un antiguo joyero que regentaba una tienda de discos,  y Craig Bartolomew, un periodista; extrañados de que fuera un tipo tan desconocido en su propio país, deciden realizar su propia investigación. Después de meses de búsqueda infructuosa reciben un misterioso correo de la hija de Rodríguez: “¿de verdad quieren saber de mi padre?”. La sorpresa fue doble: por un lado, sus seguidores se enteraban  que Rodríguez estaba vivo; y por otro, Rodríguez descubría que allá, en el lejano continente africano, era casi un dios.

La fama 40 años después de “muerto”

En 1998, Rodríguez -todavía escéptico- viaja a Cape Town para una gira que le prepararon Segerman y Bartolomew luego de que descubrieron que estaba vivo. El músico creyó que con suerte acudirían 20 personas, pero para su sorpresa el evento se llevó a cabo en un estadio totalmente lleno, con gente de todas las edades que coreaban sus canciones. Como es lógico, Rodríguez quedó conmovido al ver la magnitud que su música había logrado, sobre todo cuando en su tierra, a duras penas, había vendido seis discos.

¿Pero qué generó tal abismo entre un lado y otro del mundo? Algunos sugieren la posibilidad de que Rodríguez era latino y que en esa época era un factor determinante para que los grandes promotores estadounidenses no tuvieran los ojos puestos en él. Por otro lado se trataba de un hombre muy aislado, sin teléfono en su casa, sin roce con los círculos artísticos, y que incluso en los conciertos solía tocar escondido entre el humo o de espaldas al público como una forma de lidiar con su introversión. Rodríguez no escribía canciones bailables o de rimas superficiales, sino temas en los que hablaba de la vida en general con una pluma afilada, sobre todo del amor, las calles, las drogas, la pobreza o el coraje que sentía la gente de Detroit, incluyendo las revueltas de los afroamericanos, por lo que canciones como “Poor boy”, “Cause”, “Inner city blues” o “I wonder” acabaron convirtiéndose en verdaderos himnos de la lucha en Sudáfrica.

(“Porque me dijeron que todo el mundo tiene que pagar sus cuotas / Y le expliqué que yo había pagado en exceso / Así lleno de deudas fui a la tienda de la compañía / Y el secretario me dijo que acababa de ser invadido / Así que puse una lágrima a navegar y escapé por debajo del umbral de la puerta // Porque el olor de su perfume resuena en mi cabeza todavía / Porque veo a mi gente tratando de ahogar el sol / En fines de semana de whisky agrio/ Porque, ¿cuántas veces puedes despertarte en este libro cómico y plantar flores?”)

Algunos lo comparan con Bob Dylan, pero yo creo que Rodríguez es mucho más potente en lírica y voz. Más auténtico. Me encanta su historia, su sencillez, su grandeza. Sigue en su misma casa de hace 40 años, prendiendo fuego cada noche. Ahora tiene 70, y nunca ha dejado de tocar.

Searching for Sugar Man

En 2006, el director y productor sueco Malik Bendjelloul renunció a su trabajo en una televisora de su país y se fue de mochilero por África y Sudamérica durante seis meses en busca de historias; pero fue en una tienda de discos en la Ciudad del Cabo donde encontró la mejor de todas: la historia de Sixto Rodríguez. Se la contó su dueño, Stephen Segerman, el mismo que en 1997 descubrió que Rodríguez estaba vivo, llevándolo más tarde a ese memorable concierto en Sudáfrica.

Bendjelloul quedó fascinado con el enigmático músico y creyó que su historia merecía ser filmada. “Al principio no le creí. Stephen me dijo ‘escúchalo, es tan bueno como Los Rolling Stones’. Pensé que eso creía porque era su fan, pero luego salí a recorrer las calles de Cape Town y pregunté al azar: ¿Alguna vez ha visto a este hombre? Dicen que es famoso aquí, su nombre es Rodríguez, ha escuchado de él? Y todos decían cosas como: “¿A qué te refieres con que si lo he escuchado?  Es como si me preguntaras si alguna vez escuché a Jimi Hendrix. !Claro que he escuchado a Rodríguez!”. Entonces escuché su música desde otra perspectiva, porque entendí que quizás era tan buena como decían y, en efecto, era muy, muy buena.”

En 2008, Bendjelloul localizó a Rodríguez. Seguía vivo. Trabajaba como obrero de construcción en Detroit y tenía tres hijas. El cineasta le explicó su propuesta y el músico aceptó embarcarse en la nueva aventura. Una aventura que también era nueva para Bendjelloul ya que se trataba de su primera película. El documental se llamaría “Buscando a Sugar Man” (en homenaje a una de sus canciones más reconocidas).

Bendjelloul cree que la película es más que un documental musical. También es una historia de detectives, un thriller político y la prueba de un milagro: la resurrección de un hombre. “Cuando Rodríguez toca en Sudáfrica es como si miles de personas estuvieran viendo al mismísimo Elvis Presley regresar a la vida.” El documental mantiene el suspense de principio a fin, y deja en claro que a pesar de haber estado alejado de los escenarios, por casi 40 años, Rodríguez nunca dejó de ser músico.

Hoy por hoy, varios de sus temas forman parte de la lista Billboard y han sonado en los programas de Jay Leno o David Letterman, pero Rodríguez sigue con su vida sencilla como siempre. “Es lo más extraño, o lo mágico de esta historia” -reitera el cineasta- “que, con todos los cambios y giros en la trama, su protagonista no cambia. No necesita más que comida. Ha estado viviendo así toda la vida y seguirá viviendo así”.

En enero de 2012 “Buscando a Sugar Man” fue premiado por la audiencia y el jurado en el Festival de Cine de Sundance, luego llegó a las salas de cine de algunos países y tras ganar el Bafta (Academia inglesa) y un premio del Sindicato de Directores de Estados Unidos (DGA), el 24 de febrero se llevó el Óscar al Mejor Documental. El Premio fue recibido por Malik Bendjelloul y el productor Simon Chinn, quien explicó al público por qué Rodríguez no acudió a la ceremonia en el Teatro Dolby en Hollywood: “No quería llevarse ningún crédito. Eso dice suficiente sobre este hombre y su historia”.

Los consejos de un viejo solitario  

Conocí a Sixto Rodríguez el 30 de septiembre de 2012 en el legendario Club Bimbo’s 365 en San Francisco. Asistí al único concierto que daría en la ciudad convencida de que una noche así no se repetiría en mi vida. Iba a presenciar una leyenda viva, una leyenda de verdad. Me acompañaba Kim, una amiga de Kentucky, amante de la buena música, y Mark, que pese a su trabajo de beat cop del barrio de North  Beach, esa noche se dio modos para presenciar a un grande, con quien además compartía raíces. En la fila de espera la pregunta más enunciada entre los asistentes era ¿y cómo lo descubriste?.
La mayoría admitimos que fue gracias al documental. Sin embargo, había uno que otro que formaba parte de esa escasa legión de fieles seguidores. “Yo lo descubrí en el colegio, allá por los años 70” -comentó una mujer- “un compañero me había cruzado su LP y yo quedé fascinada, pero luego no supimos nada de él, era como si se lo hubiese tragado la tierra.” Habían otros que al no conseguir entradas buscaban alguien que les revendiera usando cartelitos como “I WONDER if you have an extra ticket?”, haciendo alusión a una de sus canciones.  

Una vez adentro, en medio de la oscuridad y la expectativa, Rodríguez ingresó al escenario, a paso lento, acompañado por una de sus hijas. Una vez instalado y con guitarra en mano, una luz intensa se encendió sobre él. Estallaron gritos, aplausos y ovaciones, pero Rodríguez seguía sereno. Llevaba sombrero, gafas oscuras y botas de  cowboy. Le tomó un buen rato afinar su guitarra, y luego de  varios minutos Rodríguez se justificó diciendo: “Por lo general se aprende primero a tocar y luego a afinar la guitarra. Yo sigo en la primera parte”.

Lo que siguió fue un concierto maravilloso. Poesía e intensidad musical. “—¿Alguien aquí es de Detroit?”, preguntó Rodríguez. A lo que Mark respondió: “¡Aquí! ¡Detroit rocks!” No tardaron los demás en hacer partícipe su apoyo desde los diferentes puntos del  planeta. Un joven gritó: “soy de Sudáfrica y he escuchado tu música por  30  años”, a lo que Rodríguez contestó: “sangre joven, mi corazón está contigo.” 

Una banda compuesta de guitarra, melotrón, bajo y batería le acompañó esa noche, pero había momentos en los que todos deseábamos que se callaran para escuchar únicamente la voz y la guitarra de Rodríguez, con su particular sonido lastimero y a la vez lleno de vida. Le llegó el turno a “Sugar man”, una de las canciones más esperadas, que hace alusión a un traficante de drogas de Detroit.

“Sugar man, wont you hurry,/?cause Im tired of these scenes.?/  For a blue coin, wont you bring back?/ all those colors to my dreams. / Silver magic ships you carry. /?Jumpers, coke, sweet Mary Jane.”

Y al terminar dijo: “Recuerden que esta es una canción descriptiva, no prescriptiva. Sean inteligentes, no comiencen.” 

De rato en rato Rodríguez intervenía; pausado, conciso, certero. “En breve cumpliré 70 años, algo sé de la vida. Si puedo darles algún consejo respecto al amor, es que nunca sean una pareja silenciosa, no se guarden lo que sienten. ¿Y sobre el amor libre?... sale demasiado caro. Todos echaron a reír. Rodríguez continuó: Si me preguntan cuál es la clave de la vida, yo les diré que respirar, así de simple, inhalar y exhalar, pero con conciencia. ¿Y el misterio de la vida? En que nunca sabemos cómo va a terminar.”

Aquella noche, en efecto, no se repetirá. Pero la voz de Rodríguez jamás se irá de mi mente. Han pasado varios meses y me encuentro con estos versos de Antonio Machado que le calzan perfecto: “Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;/ porque la vida es larga y el arte es un juguete./ Y si la vida es corta/ y no llega la mar a tu galera,/ aguarda sin partir y siempre espera,/ que el arte es largo y, además, no importa”.

Mientras termino este artículo suena “Crucify your mind” y no dejo de ver a Rodríguez tocando frente a mí. El escenario es un altar anacrónico. Las luces se encienden sobre un hombre que habita más allá de la luz. Rodríguez sostiene su guitarra y en ella el resumen de su vida. Me gustaría que Dios fuese como él. Moreno, encorvado, de sombrero negro y mirada limpia. Rodríguez sonríe. Sus manos son gastadas y hermosas, de ellas proviene su verdadera voz. Sé que es necesario tocar los límites para pulir los sonidos de la inmensidad. La realidad es una cárcel de la cual los sueños se escapan; y de vez en cuando hay justicia sobre este mundo.

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