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Dramaturgia
Sarah Kane, la crueldad de lo posible
Cuelga su cuerpo sin vida dentro del diminuto baño de un hospital en Londres. Días antes de morir, terminó su última obra de teatro,4.48 Psicosis, cuya línea final implora ¡por favor, abran las cortinas! Dijo, también poco antes de morir, que su grupo favorito era Joy Division porque encontraba que sus canciones eran vivificantes, porque crear algo hermoso a partir de la desesperanza es la mayor afirmación de vida que el arte puede ofrecer.
Reconoció en esa misma entrevista que su mayor influencia literaria, al haber sido su familia cristiana, era la Biblia, de allí la atrocidad y la violencia de sus obras.
Dijo además que el teatro está vivo y por eso creía en su poder transformador como creía en la música y en el fútbol. Aceptó también, en otra entrevista, la influencia de Samuel Beckett y Bertolt Brecht, de la banda The Jesus and Mary Chain y de la poesía de T. S. Elliot. Repitió varias veces que detestaba que se la compare con Tarantino. Leyó con fervor a Harold Pinter. Dirigió Macbeth y Woyzeck.
Dijo que sus obras, al contrario de lo que dice la crítica, iban sobre una fe rotunda depositada en el amor, porque solo el amor puede salvar; pero claro, el amor también destruye, en nombre del amor se destruye todo, basta con mirar la historia del cristianismo.
Afirmó, también, que sus obras no son feministas aun cuando en cada una la violencia del poder masculino —blanco, heterosexual— se manifieste con desnudez brutal. Se resistió a toda identificación, a toda categoría. Fue actriz, pero se reconoció principalmente como dramaturga y luego como directora.
Escribió Ansia (1998), su gran obra, con el seudónimo de Maria Kelvedon para distanciarse del escándalo con el que ya se asociaba su nombre. Lo hizo reinventándose en una escritura liminal que transita libremente entre el drama y la poesía, alcanzando con ello una voz dramatúrgica única. Un par de años antes escribió Depurados (1998), obra en la que ha cortado lenguas y brazos en escena y ha mostrado el incesto como la forma más pura del vínculo amoroso.
Hizo una sátira de la realeza inglesa en una reescritura de Fedra (El amor de Fedra, 1996), su segunda obra, cuyo escándalo ha sido solo un poco menor al de su primer texto Condenados. Estrenada en 1995, esta última concentró como pocas en la historia inglesa la atención de la prensa y la crítica: una mujer de 23 años se atrevía a mostrar la atrocidad de la guerra de Bosnia cifrándola en la intimidad de personajes decadentes que inundarían de sangre y semen el pulcro escenario británico.
Se mató a los 28 años, ahorcándose con los cordones de sus zapatillas blancas. Llegó allí tras otro intento de suicidio.
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Sarah Kane escribió cinco obras de teatro y un guion cinematográfico —del cortometraje Skin, dirigido por Vincent O’Connel en 1995— en un lapso de cinco años.
Quizá lo más remarcable de su trayectoria fue el modo en el que subvirtió su propia escritura —y el modelo dramático vigente— en corto tiempo. Un fenómeno comparable —o una continuación tal vez— del recorrido de Samuel Beckett, quien, a pesar de haberlo hecho en un período más largo (treinta años en los que escribió casi exclusivamente para el teatro), logró un salto de enorme alcance entre sus primeras obras, y aquellas últimas en las que, diluido el texto y despojado el cuerpo de toda voluntad, quedaban los personajes (si aún pudiéramos hablar de personajes) arrojados al arbitrio de un misterio capital.
Beckett y Kane comparten también —entre otras cosas— el hecho de haber llevado al límite la forma dramática, y comparten adicionalmente el haberla hecho estallar desde su elemento fundacional: el lenguaje. Son las palabras las que mutan, se retuercen, desaparecen, se atropellan, se reconfiguran en un sistema en el que el significante va ganando terreno y termina por imponerse sobre cualquier intento de significación. Son las palabras las que en el escenario agujerean a su vez las presencias: los cuerpos aparecen encarnado despiadadamente la disolución del lenguaje —y del sujeto—. Ese es el trayecto de Godot hacia Qué Dónde, última obra de Beckett, uno sucedáneo es el que transita Kane desde Condenados (1995) hasta 448 Psicosis (representada póstumamente en el año 2000, en el Royal Court).
Tanto Esperando a Godot como Condenados fueron obras descalificadas por la crítica en el momento de su estreno. Una descalificación que llega, como la mayoría de veces en las que los críticos se descolocan y no encuentran desde dónde responder a una obra, bajo el juicio “eso no es teatro.”
La obra de Kane, estrenada en enero de 1995, horrorizaba —supuestamente— por la violencia de las imágenes que presentaba en escena y que, sin embargo, era la misma a la que cotidianamente nos someten los medios de comunicación. Nada nuevo. El problema no era (o por lo menos no únicamente), como manifestaba cierta crítica, las violaciones y mutilaciones que ocurrían en el escenario —esa violencia arbitraria, innecesaria, a la que hacían alusión— ni la agresividad extrema de las palabras. Lo verdaderamente virulento, aquello que la crítica no soportó, fue la desintegración que afectaba a la estructura dramática, y que todavía de manera tímida ponía en jaque al realismo dominante en la escena inglesa.
La poética de imágenes violentas, pero posibles, entra en crisis, en realidad, cuando lo no contemplado, aquello no probable, asalta la escena propiciando sentidos que resultan paradójicos, dando saltos temporales imprevistos, atacando aquello que constituye el limitado espectro de lo que aceptamos como verosímil y que siendo el eje sobre el que se edifica la dramática dominante es también la manera con la que hemos aprendido a relacionamos con la realidad.
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El efecto de la dramática aristotélica alcanza la vida misma: la temporalidad, la cronología, el sentido de unidad que se nos ha impuesto somete la forma de nuestra experiencia vital. Por eso, atentar contra esa dramática resulta una apuesta política de consecuencias peligrosamente emancipatorias.
Condenados permite que se instale sobre la poética de Kane el halo de un sensacionalismo peligroso. Las expectativas sobre su trabajo crecen entonces. En medio de una ‘cool Britania’ postacheriana que convertía en marca sus productos culturales, las voces del llamado in yer face theaterque lideraba Kane se debatían entre la provocación que fácilmente se podía acomodar a las nuevas tendencias y la auténtica búsqueda por revitalizar una escena sometida por demasiado tiempo al régimen de lo políticamente correcto, a un realismo social moribundo.
La dramaturgia de Kane logra también sacudir el escenario inglés con sus dos obras posteriores El amor de Fedra y Depurados, en las que cuaja un lenguaje brutal permeado por imágenes de belleza pasmosa. Las obras de Kane anudan violencia y ternura, arrojando un sentido de extrañeza que complejiza hasta el límite la cuestión del amor —y la perversidad que siempre, necesariamente, inexorablemente, cohabita en él—.
Sin embargo, es Ansia, escrita a sus 26 años, la obra con la que su gesto auténticamente renovador se materializa de manera definitiva. Ansia es una obra que transgrede, como lo hicieron ya las obras de Beckett (e intentaron en su momento las obras de M. Maeterlinck y las ideas de A. Artaud), el centro de la dramática aristotélica: desprovista de una fábula que asegure nuestra comprensión del conflicto (y la progresión de la acción), desprovista de la unidad de una acción totalizante, desprovista de personajes cuya consistencia nos remitan a un lugar de enunciación concreto, la obra encuentra su dramática fuera de la noción de representación y replantea la relación entre leguaje y teatralidad.
El texto se abre para que la teatralidad encuentre su lugar, y su lugar es el cuerpo. La violencia que en sus primeras obras se manifestaba en la mutilación de brazos y la extracción de ojos, en escenas de violación y sexo explícito, da paso a una crueldad que se revela en el tratamiento del lenguaje y que solo la potencia expresiva del cuerpo del actor habrá de traducir en el escenario para que el espectador viva una experiencia.
El texto y el cuerpo aparecen fragmentados, altamente poetizados, asaeteados por la repetición, por voces que no llegan a encontrar su unidad y en cuyo ritmo (otra vez Beckett) se halla lo auténticamente dramático (es decir: lo que muta).
Haciendo justicia a esa idea de crueldad artaudiana —que está lejos de significar sacrificios sangrientos en el escenario—, el lenguaje como soporte es violentado hasta su límite, se erige como poesía que se vuelve material teatral para encarnarse también visceralmente.
La obsesión con el tema del amor —solo el amor puede salvarme y el amor me ha destruido— encuentra la consistencia de una forma que contiene la paradoja que lo constituye y que alude a la pérdida, a la locura, a la manifestación de esa escisión fundante en el ser que lo lleva a pensar equívocamente que ha de superar su discontinuidad en/con el otro (Bataille). Un otro que en Ansia se va desconfigurando y que en 448 Psicosis, último texto teatral de Sarah Kane, finalmente se disuelve: al no haber ya objeto de deseo entonces la muerte es acaso la única vía que encuentra el amor para desplegarse.
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Cuenta su hermano que entre los libros que se encontraron en su velador, al momento de su muerte, se hallaban Los sufrimientos del joven Werther (Wolfang Goethe), El mito de Sísifo (Albert Camus) y La campana de cristal (Sylvia Plath). Los tres textos refieren a la creación, al amor y al suicidio. Afirma también que, sin duda, estos textos informaron la escritura de 448 Psicosis, obra que terminó de escribirse apenas unos días antes del suicidio y que llevaba adjunta una nota en la que la autora declaraba: “hagan con ella lo que quieran, solo recuerden, escribirla me mató”.
Perseguida por una depresión que había ido intensificándose con los años, Sarah Kane había ido vertiendo esa desolación en su obra, hasta que fue esa misma la que la arrojó a la muerte.
Hoy en día, a dieciséis años de su suicidio, los mismos críticos que descalificaron con vehemencia su primer texto son quienes se afanan por encontrarle un valor a su dramática por sobre el aura efectista que produjo sobre ella su trágica desaparición. Hay una necesidad manifiesta por reconocer el valor dramático de 448 Psicosis más allá de que esta se considere su carta de despedida. Al fin y al cabo, la obra recoge la desesperación de una voz precipitándose a la muerte, pero lo hace afianzando un estilo posdramático de enormes posibilidades teatrales (como lo han demostrado sus múltiples escenificaciones).
Sin embargo, ese afán por intentar leer la obra más allá de los acontecimientos de una vida resulta un ejercicio inútil. El potencial inmenso de esa obra, su belleza más íntima y honda, aquella que verdadera nos implica, se encuentra calibrada sin duda por la honestidad con la que el artista recrea su sombra. Así pasa también con la poesía de Sylvia Plath, tan importante sin duda para la misma Kane. Sucede también en el caso de Anne Sexton.
No hay necesidad de reivindicar el mérito de su trabajo más allá del tormento que acompañó sus vidas creativas. Más allá incluso de sus suicidios. Sus decesos, provocados por su propia mano, son el punto culminante de su obra y se encuentran emparentados con ellas de manera inapelable. Anne Sexton ya hace mención al abrigo heredado de su madre muerta oprimiendo su cuerpo en su primer libro de poesía escrito desde el hospital psiquiátrico en el cual se recuperaba de su primera crisis suicida; es el abrigo que usará el día en que le pondrá fin a su vida, 15 años más tarde. Ese gesto poético que la escolta hasta la muerte —su muerte— acompaña toda su vida creativa, es el sino de su poesía.
Así como en el drama de Sarah Kane el gesto de su muerte se permea en medio de una violencia que va afinando y alcanza en su último texto su relato justo y posible. La coralidad lírica de 448 Psicosis remite a la poesía y a la tragedia, logra una contaminación exquisita entre ambas y manifiesta la desesperanza de la autora con una honestidad que nos perturba justamente porque en ella se juega una vida y se alcanza cierta culminación. Tal como precisa el poema ‘Filo’ de Silvia Plath, su último poema escrito poco antes de matarse:
La mujer ha alcanzado la perfección
su cuerpo muerto
tiene la sonrisa de la consumación (…). (F)