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Sabina intertextual: “Nada repugnante me es ajeno”

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En 1990 Joaquín Sabina casi no existía como personaje público en América Latina. Fuera de un pequeño grupo de iniciados en el disfrute de su obra, en Argentina muchos nos sorprendimos cuando Juan Carlos Baglietto —LA voz de la ‘Trova rosarina’ que aterrizó en Buenos Aires a mediados de los ochenta, con un jovencísimo Fito Páez como tecladista— grabó una balada que no respondía al registro habitual de los autores de rock locales: ‘Eclipse de mar’. Meses después se supo que el autor de esa canción era un artista español del que no sabíamos nada más que aquella colección de versos incitantes, donde las putas estaban en huelga de celo y el ser humano regresaba a su origen simiesco en un todavía futuro y apocalíptico año 2000. No tardó demasiado en llegar a las radios latinoamericanas el fenómeno de ‘Y nos dieron las diez’, envuelto en un disco sin desperdicio como Física y Química, y seguirle los pasos a las malas-buenas artes del cantautor nacido en Úbeda se nos hizo costumbre.

Al principio comprendíamos poco de aquello que la voz del andaluz —erosionada por el tabaco, el alcohol y otras pasiones— casi cantaba. Sus canciones semejaban esos chistes internos de ciertos grupos de amigos, que hacen sentir ‘extranjeros’ al resto de los mortales no familiarizados con ellos. Fue lícito suponer, entonces, que así como Sabina llegó hasta nosotros ‘por boca de otro’, bien podía suceder lo mismo con lo que sus maltrechas cuerdas vocales nos daban a escuchar. Había por allí guiños, emboscadas, insinuaciones de otros mundos, libros y autores que yo no conocía. Celadas o puentes tendidos por alguien que, cada vez que dice algo, siempre está diciendo algo más. O todo lo contrario. Alguien que tienta al oyente-lector a recorrer un camino sinuoso que suele llamarse intertextualidad: esa cornisa delgada y elegante sobre la cual atravesar el tentador abismo del plagio. Aunque la intertextualidad de Sabina es lo bastante amplia como para que en ella quepan poetas, novelistas, cineastas, músicos y pintores, por allí también pasan actrices porno, camellos, toreros y futbolistas. Un sendero donde cada pista falsa oculta coordenadas genuinas, y donde cada elogio puede y debe leerse como diatriba. “Nada repugnante me es ajeno”, le dijo el ubetense a su biógrafo Javier Menéndez Flores, algo más irónico que de costumbre. Sus canciones dan velados testimonios de ello. Seguirlos es un rastreo sin final y sin retorno, con mil bifurcaciones hacia ninguna parte.

Malas compañías

Si algo le gusta a Sabina es hacer listas, catalogar elementos y especialmente personas, influencias y ejemplos nada recomendables. No en vano desde el nombre de su primer disco —Inventario (1978)— lo sobrevuela, implícito o no tanto, el aire de las malas compañías, que son las mejores para él: desde Lope de Vega y Francisco de Quevedo a su admirado Georges Brassens, pasando por la melancolía del Barroco español, Jaime Gil de Biedma, Bob Dylan, la pornstar ochentera Lili Marlene, el cine, los tangos, los boleros y las rancheras. Todo, aderezado con un buen chorro de sorna y varias pizcas de cinismo.

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,/ áspero, tierno, liberal, esquivo,/ alentado, mortal, difunto, vivo,/ leal, traidor, cobarde y animoso”, escribe Lope de Vega en Esto es amor, quien lo probó lo sabe. Y no hay cómo negar la ascendencia de esos versos sobre los de ‘40 Orsett Terrace’, que el de Úbeda firma en su debut discográfico: “Escupo, voy al cine, me cabreo,/ escribo, me suicido, resucito/ afirmo, niego, grito, dudo, creo,/ odio, amo, acaricio, necesito”. Sigue siendo amor, pero más impaciente y descorazonado. Habla por su boca la generación del desencanto español, con el ácido humor quevediano escurriéndose entre los dientes de la bronca.

La sombra anarquista y socarrona de Brassens no se aparta casi nunca de los pies de Sabina, incluso desde antes de iniciarse como cantautor. Pero es más que evidente en canciones como ‘Manual para héroes o canallas’, que le debe unos cuantos favores a ‘La mala reputación’. “Si en la calle corre un ladrón/ y a la zaga va un ricachón/ zancadilla doy al señor/ y aplastado el perseguidor”, escandaliza el francés en los cincuenta. Y su colega español, amparado en unas décadas de ventaja, sube la apuesta: “Aprender a fruncir el entrecejo,/ a enfadar a las monjas y a los niños,/ a poner zancadilla al guardia urbano,/ a escupir sin piedad por un colmillo”.

Andaluz más fugitivo que exiliado, Sabina ha elegido también la compañía de una frase de su vecino —de región natal y, sobre todo, de espíritu escapista— Luis Cernuda, en un doble juego intertextual que incluye a Gustavo Adolfo Bécquer y da título a la canción ‘Donde habita el olvido’. Con el verbo en presente del subjuntivo, esta línea es una de las ideas-fuerza de la rima LXVI de Bécquer (“donde habite el olvido,/ allí estará mi tumba”), de la que a su vez se desprende el poema cernudiano homónimo: “Donde habite el olvido,/ en los vastos jardines sin aurora;/ donde yo solo sea/ memoria de una piedra sepultada entre ortigas”. El flaco de Úbeda mantiene el concepto, pero se sacude las preocupaciones de sus antecesores por su propio destino y se las traslada a un amor de ocasión, que un amigo común encuentra allí mismo, “donde habita el olvido”.

Sin perder el cáustico desaliento de su autor, en cambio, en ‘El caso de la rubia platino’ el cantante maneja personajes y climas a la Raymond Chandler: “Philip Marlowe tiene tanta conciencia social como un caballo”, dijo el estadounidense de su personaje insignia, un detective que “nunca se queda con la chica, nunca se casa” y en ocasiones rompe las leyes porque “representa a la justicia y no a la ley”. Todo esto se corporiza en los versos de Sabina, cuyo investigador es “un huele-braguetas sin licencia/ quemado en la secreta por tenencia,/ extorsión y líos de faldas”, que acaba juzgado por enamorarse de la damisela en apuros “con premeditación, alevosía/ y más pena que gloria”.

También hay trabajos menos delicados, como la obviedad textual de ‘Mi primo el Nano’ y ‘Yo quiero ser una chica Almodóvar’; o la filtración de rasgos reconocibles de Antonio Machado (“ligero de equipaje”), Miguel de Unamuno (es el español que desafina en “El Coro de Babel”, una iniciativa cultural de la Residencia de Estudiantes madrileña a comienzos del siglo XX) y Juan Rulfo (“Comala”) en ‘Peces de ciudad’. Y otros en que juega a la ficción-realidad, como con Luis Buñuel en ‘Viridiana’: entre los coros de ese tema se oye un “¡y que viva la madre!” a cargo de la mexicana Alejandra Guzmán, justamente hija de la protagonista de aquel filme clásico, Silvia Pinal.

“Joaquín Sabina es cantante y poeta. Por ajustar más: no un cantante metido a poeta, sino un poeta metido a cantante”, lo definió el vate granadino Luis García Montero. Por lo tanto, cualquier semejanza de sus canciones con poemas propios o ajenos, no es pura coincidencia. Antes bien es un juego intencionado, como el que supo jugar con Luis Eduardo Aute. Sobre la métrica de ‘Pongamos que hablo de Madrid’, Aute compuso ‘Pongamos que hablo de Joaquín’, un sospechoso homenaje donde lo califica como “degenerado y mujeriego/ con cierto aspecto de faquir”. Y Sabina le respondió tiempo después, algo más afectuoso, con ‘¿Quién es Caín, quién es Abel?’: “De escuela mística y pagana/ canta acuarelas de Dalí,/ pinta novelas dylanianas,/ ¿quién es Abel, quién es Caín?”. Cosa de hermanos que se quieren tanto como para querer matarse.

Eva tomando el sol

La apelación al Génesis bíblico, siempre en una relectura/reescritura chacotera, es otro recurso frecuente en sus canciones. Tomarse a la ligera la religión y su aburrida carga de solemnidad es uno de sus pasatiempos predilectos. Desde ‘Eva tomando el sol’ —en que la supuesta madre de todas las mujeres acaba sus días en un supermercado vendiendo manzanas del pecado original— hasta ‘Los cuentos que yo cuento’, que remite una vez más al primer fratricidio de la historia: “A Abel lo liquidaron/ y el crimen nunca se aclaró”. En este último texto, además, el Edén se convierte en un “bodrio de urbanización” llamado Nueva York, no muy diferente de la “geometría y angustia” con que Federico García Lorca eligió describir a La Gran Manzana.

“Un dios triste y envidioso/ nos castigó/ por trepar juntos al árbol/ y atracarnos con la flor de la pasión,/ por probar aquel sabor”, arremete el ubetense en ‘Amor se llama el juego’. La idea de un ser supremo rencoroso y vengativo se corresponde con la de sus diosas paganas: la “Virgen de los Vientos”, que levanta la falda de su musa argentina y bostera (hincha de Boca) en ‘Dieguitos y Mafaldas’; la “de la Amargura”, cuyo nombre es el de una de las canciones escritas a cuatro manos con el poeta Benjamín Prado para el disco Vinagre y rosas; las “Cenicientas de saldo y esquina” de ‘19 días y 500 noches’; y la “Magdalena” que, sin alardes virginales, luce la hospitalidad de su corazón llevándose a Jesucristo con ella sin cobrarle por sus servicios.

Pero sin dudas, de entre las letras de temática ‘religiosa’ de Sabina, es ‘Mi amigo Satán’ la que muestra un trabajo intertextual más interesante y sutil. Primero, porque las sagradas escrituras a las que conduce son nuevamente las de Cernuda: el extenso poema ‘Noche del hombre y su demonio’, diálogo nocturno entre los dos personajes del título, es el seguro origen de la canción posterior. Segundo, porque también podría advertirse un lejano parentesco —propiciado por el viaje a través del tiempo y el espacio en compañía de una criatura de existencia incomprobable— con Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, hogar de los fantasmas que atormentan a Ebenezer Scrooge. Y tercero, porque su autor menosprecia al propio Belcebú mencionando la leyenda clásica alemana que se hizo drama en manos de Wolfgang von Goethe: “Búscate otro Fausto y déjame dormir”, se queja.

Hoy dice el periódico

“La verdad es que no he conocido en mi vida a otro consumidor de prensa como él, que tiene que comprar cada mañana cuatro diarios y que hasta que no los tiene encima de la mesa, no para de dar la lata”, ha escrito Benjamín Prado sobre Sabina. Lo lógico entonces es que parte de los contenidos de los medios de comunicación acaben colándose —o siendo el tema principal— en sus canciones. Una veta que comienza a explorar ya en su primer disco con ‘1968’, letra referida al Mayo Francés de la cual hoy preferiría no acordarse: “¿Qué queréis? Tenía 18 años”, se justifica de puño y letra en el volumen que reúne todas sus composiciones.

Claro que, como autor, el paso fundamental en este sentido fue el descubrimiento de una línea ‘marginal’ que se le daba muy bien a su pluma. Y que inauguró con ‘Qué demasiao’: “Macarra de ceñido pantalón,/ pandillero tatuado y suburbial,/ hijo de la derrota y el alcohol,/ sobrino del dolor/ primo hermano de la necesidad”. El retratado es José Joaquín Sánchez Frutos, ‘El Jaro’, un delincuente juvenil famoso en Madrid a finales de los años setenta, muerto a tiros a los dieciséis años. Como muchas otras personas, Sabina siguió con atención las correrías de “El Jaro” en las páginas de El Caso, un semanario sensacionalista de grandes ventas en la época.

Unos cuantos años después, de los reportes policiales a los bares de Madrid, la aventura de Dionisio Rodríguez se volvió leyenda en un instante. Custodio de un camión blindado, ‘el Dioni’ se esfumó con veinte millones de pesetas de entonces, sin disparos ni heridos ni amenazas. Lo atraparon en Río de Janeiro, poco antes de que Sabina grabara la canción ‘Con un par’, inspirada en aquel asunto: “Lo primero que hizo el Dioni al llegar a Río/ fue brindar con el espejo y decir ‘¡qué tío!’”. “Está visto como un caso nacional-folclórico más que una historia de novela negra”, relató el autor.

Algo menos logradas que las anteriores, ‘Pobre Cristina’, ‘El muro de Berlín’ y ‘Pájaros de Portugal’ comparten con ellas su origen real. En el primer caso, se trata de las desventuras de “pobre niña rica” de Cristina Onassis. La segunda exime de mayores comentarios: fue grabada en 1990, cuando los escombros del muro del título aun no habían sido removidos. Y la tercera, registrada en el disco Alivio de luto, recuerda a una pareja de niños de Galicia que huyeron de su casa y atravesaron todo Portugal haciendo autostop (variante española de ‘jalar dedo’) solo para conocer el océano. Tras mantener en vilo a media España con su desaparición, al llegar a la playa con la policía detrás y la prensa delante, les preguntaron qué les parecía el mar: “Me gustaba más en la tele”, dijo uno de ellos, dándole el pie perfecto al inicio de la canción. Que acaba con la melancolía de siempre: “Qué pequeña es la luz de los faros/ de quien sueña con la libertad”.

Y ya que la libertad del espacio en los medios también es restringida, nos bajamos en Atocha, nos quedamos aquí. Estas son, apenas, algunas pistas de los universos creativos que caben dentro de los textos de Joaquín Sabina. Hay muchas más, por supuesto. Igual de insuficientes para extraer alguna certeza, como no fuera la constatación de que cada palabra suya disimula influencias, lecturas, relaciones y situaciones con las cuales dialoga musicalmente. Para peor cuentan, quienes lo conocen, que el truhán del bombín y la levita suele reírse con ganas de las tesis o estudios críticos enfocados en su obra. En especial cuando no le parecen lo suficientemente repugnantes para sentirlos cómplices. A estas alturas, quizás, los vecinos de cierto piso madrileño estén quejándose por las carcajadas a deshora.

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