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Ruta Mario Benedetti: gracias por el fuego

Pocos libros han marcado tanto mi vida personal y literaria, como la edición de los Cuentos completos de Mario Benedetti que encontré a inicios de la década del noventa. Y es que descubrí en las páginas del escritor uruguayo, orfandades, despedidas, nostalgias, es decir, la cosas que me habían conformado siempre. Más aún, por aquellos años universitarios en que uno redescubre el amor, me conmovieron profundamente las historias de burócratas montevideanos derrotados, rebeldes ocultos en la vecina orilla, torturadores que escuchan a Mozart, el amor de los feos, el sexo de los ángeles, aquel que puede hacerse únicamente con palabras.

 

Benedetti, por los años de formación, me demostró que los marxistas podíamos escribir sobre ese opio del pueblo que era el fútbol. Más todavía, logró escribir con estupendos resultados, cuentos, novelas, poemas políticamente comprometidos, sin atentar contra la calidad ni la belleza literarias.

 

Cuentos como La noche de los feos, Un boliviano con salida al mar, Réquiem con tostadas forman parte fundamental de mi bagaje literario, y no tengo que revisarlos para recordar sus argumentos.

 

Benedetti estuvo junto a mí cuando intentaba escribir mis primeros cuentos, y muchas veces, cuando más aburridamente técnico me ponía, acudía en mi ayuda para decirme que no olvidara la emotividad ni la ternura, que era mejor conmover que escribir un mal poema con buena forma de paraguas.

 

Y como Benedetti es también y, sobre todo, poeta, no puedo evitar decir que trabajos suyos como Te quiero, hicieron del amor individual una cuestión social y los jóvenes lo usamos tanto, que le borramos el lustre. Es necesario señalar; sin embargo, que otros poemas suyos, como No te salves, han atravesado ilesos el fuego del tiempo. No puedo evitar el deseo de transcribirlo:

 

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
solo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

 

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
solo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo. 

 

Después lo escuché, en la voz de Joan Manuel Serrat, recordándome que el Sur también existe, y con la guitarra de Daniel Viglietti, explicándome por qué cantaba. Y vi su nombre escrito por Joaquín Sabina en el libro comentado de canciones, Con buena letra. El cantautor de Jaén se admira de que el poeta uruguayo haya citado versos suyos para el poemario El olvido está lleno de memoria, eso que dicen: “Más vale que no tengas que elegir, entre el olvido y la memoria, entre la nieve y el sudor”.

 

Y me quedé con Benedetti, incluso por razones extraliterarias; por la ternura que inspira en la portada de los Cuentos completos de Alfaguara, con su chaleco, su chaqueta a cuadros, su folio, su cartera de mano.

 

Tres años después de su muerte, Benedetti se me apareció en la televisión de un hotel de Viña del Mar, para ayudarme a recuperar el sueño y librarme de los fantasmas que no me dejaban dormir, me robaban la almohada, me quitaban las sábanas y le subían demasiado la temperatura al calefactor.

 

“Tres años después de su muerte, Benedetti se me apareció en la televisión de un hotel de Viña del Mar...”.

 

A todas estas no he dicho que mi descubrimiento de Mario Benedetti ocurrió por los días en que vi por primera vez El lado oscuro del corazón, película de Eliseo Subiela, de inicios de los noventa, en que Oliverio, un poeta de negro riguroso, confronta a la muerte, busca a una mujer que sepa volar y declama poemas de Juan Gelman, Oliverio Girondo y Mario Benedetti, y en la que el mismo Benedetti interpreta a un marinero que le recita en el burdel Sefiní, versos en alemán a una aburridísima prostituta, incapaz de entender poesía ni otras lenguas, y ni siquiera, como debería, soledades. Después de esta película lo decidí, yo quería ser como Oliverio, pararme en un semáforo, decir un verso y recibir a cambio unas monedas. Yo también quería encontrar una mujer que supiera volar, que le gustara la poesía. Yo también quería atravesar el Río de la Plata al anochecer, de Colonia a Buenos Aires, con un poema en la memoria. Yo también quería vivir envuelto en una gabardina, en una melancolía oscura, extralarge, de poeta. Yo también quería (continúo queriendo) vivir de la literatura y, sobre todo, literariamente.

 

Por Mario Benedetti, El lado oscuro del corazón y todas las otras razones que he expuesto, perdón el romanticismo, deseaba conocer Montevideo. Y quise hacerlo como lo hace Oliverio en la película de Subiela, con el alma llena de poemas y a bordo de un Buquebús.

 

 

Río de la Plata

 

He visto, en Cartagena, mares a los que les brotan catedrales; en Livingston, mares cuyos nombres se pronuncian en todas las lenguas y en ninguna. Mares a desnivel en Panamá; mares cortantes en Brasil; mares mortales en Costa Rica; mares apacibles en El Salvador; mares fantasmas en El Callao; mares con alma de lago en Bolivia; mares náufragos en Chile; pero nunca había visto un mar color café, de peces sin vista. Y sobre sus aguas navegué, contrarrestando el mareo con tragos de Jack Daniels a cinco dólares la botella de bolsillo.

 

Plaza Fabini

Después, dos horas más en autobús de Colonia a Montevideo, a una estación central, para ser más preciso, que tiene centro comercial y en el que encontré una librería con la biografía de Daniel Chavarría y un stand en el cual se venden, empacadas en plástico y decoradas con hojas verdes y amarillas, pipas para la marihuana recién legalizada por Pepe Mujica, que incluyen paquetes de yerba para cinco vuelos. Cuando le pregunté a la vendedora si podía fotografiar el paquete, me miró como si el extraterrestre fuese yo.

 

Me dirigí entonces hacia una agencia de turismo en la cual pregunté por la Ruta Mario Benedetti, pues sabía que la Dirección Nacional de Cultura de Uruguay, en relación con la Fundación Mario Benedetti, ha convertido los lugares de los que el autor habló en sus obras, en sitios turísticos. Veamos la ciudad con los ojos del poeta.

 

 

La ruta

 

El recorrido por el Montevideo de Mario Benedetti empieza en la Plaza Independencia, donde un moderno edificio sirve de marco para el monumento de José Artigas, bajo el cual, dicen algunos, están los restos del libertador. La plaza es el escenario en La tregua, novela de la siguiente estampa porteña: “… a una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos”.

 

A un costado está la Casa de Gobierno, o Museo Palacio Estévez. En El cumpleaños de Juan Ángel, novela que el autor le dedicó a su amigo y compañero tupamaro, Raúl Sendic, hay un paraje que dice: “…la caballería de la metro que bostea / ecuánime y sin complejos frente a la casa de gobierno”.

 

También en la Plaza Independencia se encuentra el Palacio Salvo. Sobre este, uno de los más singulares edificios del mundo entero, Benedetti dice en La tregua: “…monstruo folclórico… Es casi una representación del carácter nacional: guarango, soso, recargado, simpático”.

 

En la avenida 18 de Julio, principal arteria de la ciudad, se encuentra el domicilio de Brenno Benedetti y Matilde Ferrugia, los padres del escritor. Este lugar no ha sido recreado en obra alguna, pero en su estudio Benedetti escribió buena parte de su obra. Más aún, acogió a Raúl Sendic cuando era perseguido por sus acciones guerrilleras.

 

Plaza Fabini

Camino entre los cientos de montevideanos que salen de sus trabajos y llenan los restaurantes y bares de la ciudad oficina, siempre con un mate en la mano y un estuche con agua colgado del hombro. Escucho, de hecho, que el vicepresidente de la nación ha visitado al recién elegido Papa Francisco y que este le ha preguntado qué hace un uruguayo sin su mate. Pero no nos distraigamos: en una esquina, un edificio de siete pisos cuyos negocios tiñen de amarillo la plomiza noche porteña. Me emociona ver, en una delgada columna recubierta de piedras de río, la dirección: 1295. Convención, pues allí es donde el escritor vivió desde 1973 hasta el retorno de su exilio en Perú, Cuba y España. En su poemario Salutación del optimista, el autor recuerda este lugar en los siguientes términos: “…allá en el paisito quedó mi casa / con mi gente, mis libros y mi aire”.

 

Volviendo a la avenida, hacia la izquierda, la Plaza Ingeniero Fabini. En El cumpleaños de Juan Ángel, Benedetti dice sobre la misma: “…figúrese qué linda quedaría la ciudad / sin monumentos / o sea sin carreta ni gaucho ni diligencia / ni avizorando ni entrevero…”.

 

En la Paraguay 1429 se encuentra la Contaduría General de la Nación, lugar que Benedetti no menciona en su obra, pero en el que trabajó entre los años 1940 y 1945.

 

También en la avenida 18 de Julio está la Plaza Cagancha. En su obra Las baldosas, el escritor dice: “Esta plaza se llama Libertad / y por eso le quitaron las baldosas…”.

 

En el número 1337 de la calle Zelmar Michelín está el departamento al que Benedetti se trasladó, desde España, tras la muerte de Luz López, su esposa, para contrarrestar el asma y la tristeza. Benedetti murió en esta casa el 17 de mayo de 2009, poco después de las 18:00. Tenía 88 años de edad. Le habría gustado presenciar su funeral, no porque fue velado en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo, no porque el gobierno uruguayo decretó duelo nacional, sino por la inmensa cantidad de estudiantes, trabajadores y montevideanos que lo acompañaron al Panteón Nacional.

 

La siguiente parada es, nada más y nada menos, que San Rafael, el acogedor restaurante donde Benedetti comía. Tiene barra y diez mesas, y al menos tres camareros de camisas blancas y pantalones negros.

 

—Buenas noches. ¿Cuál era la mesa de Mario Benedetti? —disparo a discreción, sin perder tiempo.

 

Los camareros me muestran una que está junto a la ventana, afortunadamente desocupada.

 

En cuanto me acerco, miro un afiche tamaño A3, emplasticado y pegado al vidrio con una ventosa. A la derecha una fotografía del escritor, con las mejillas apoyadas en las manos, rostro dulce, grueso bigote blanco, y un texto que dice: “Por siempre en el corazón de los uruguayos”. A la izquierda, su poema Pasatiempo:

 

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía

luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era océano
la muerte solamente
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros

ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra

 

En cuanto se entera de que estoy en el bar removiendo el avispero, Miguel Braga, camarero que atendía a Benedetti, aprovecha para contarme que no quiere saber nada con la fundación que lleva el nombre del escritor.

 

Puesto que no quiero entrar en una situación propia de cuento del autor, de burocracias y rencores, cambio de tema. Le pregunto a qué hora solía ir a comer Benedetti.

 

—A esta hora (eran las 20:00)

 

—¿Y qué pedía?

 

—Era un hombre sencillo. Bifé, papas fritas…

 

“Réquiem con tostadas”, pienso yo, refiriéndome a uno de mis cuentos preferidos, aquel en el que un niño le cuenta al amante de su madre en un bar que podía ser el mismo en el que estábamos, que siempre supo de su relación y que; sin embargo, no le dijo nada al padre.

 

Si uno sale del bar y camina unos metros, se encontrará en la Jefatura de Policía de Montevideo, lugar que el escritor no puede dejar de nombrar en sus cuentos políticos. En La vecina orilla dice: “Ni siquiera calculé las patadas y piñazos que me dieron en San José y Yi”.

 

Tan solo dos cuadras después, se encuentra el ascensor panorámico de la Intendencia de Montevideo. Benedetti lo nombra en Andamios: “Tomaron un taxi y Javier decidió llevarla al panorámico, en la cumbre del Palacio Municipal… Nieves disfrutó contemplando la ciudad desde aquel piso 19. Nunca había estado aquí”.

 

El recorrido termina en la avenida Canelones, en el Cementerio Central. Lugar del que dice, en la ya citada Andamios: “Si alguna vez (por otra razón, claro) concurre usted al Cementerio Central, fíjese en esa tumba”.

 

 

Otros caminos

 

Benedetti y su obra no están; sin embargo, únicamente en la ruta que lleva su nombre. Sino en todo Montevideo. Cuando uno recorre la ciudad vieja, recuerda que el escritor dijo de ella en La tregua: “Pero está la otra ciudad…, la de los viejos que toman el ómnibus hasta la Aduana y regresan luego sin bajarse, reduciendo su módica farra a la sola mirada reconfortante con que recorren la ciudad vieja de sus nostalgias”.

 

El Teatro Solís aparece en Gracias por el fuego, con las siguientes palabras: “…con decirte que la otra tarde vino Chelita y me llevó al Solís, a lavermut, claro, porque de noche yo me duermo”.

 

Sobre la Plaza Constitución, dice en la ya citada novela La tregua: “Estuve contemplando el alma agresivamente sólida del Cabildo, el rostro hipócritamente lavado de la Catedral, el desalentado cabeceo de los árboles. Creo que en ese momento se me afirmó definitivamente una convicción: soy de este sitio, de esta ciudad”.

 

Y sobre el mercado, en Andamios: “El churrasco es exquisito; los restaurantes del mercado del Puerto, una preciosura con folclor incluido”.

 

Y habla de otros rincones de la ciudad como Las Misiones, parque y calle Capurro, calle Washington, peatonal Sarandi.

 

Pero bueno, como dice Oliverio a bordo del Buquebús que lo conduce en El lado oscuro del corazón, de regreso a Buenos Aires: “Basta por esta noche, cierro la puerta, me pongo el saco, guardo los papelitos donde no hago sino hablar de ti, mentir sobre tu paradero, cuerpo que me has de temblar”.

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