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Rufino Tamayo: Cartas para Olga
I
Olga, me asalta la impresión de que una ola es la suma de la muerte de otra ola, espuma sobre espuma, nada. ¿Será la memoria que reinventa y transporta pero no me mueve de esta silla? Bajo por los escalones del recuerdo hasta este renglón donde veo florecer el patio de la infancia, el limonero que llenaba con su verde aroma a mi habitación. Siempre te dije que Oaxaca me gustaba mucho. No solo porque ahí nací, sino porque hay un velo marrón que en la tarde, con el sol a punto del suicidio, lo cubre todo. Si pudiera pintar las palpitaciones de la calle por las que mi madre caminaba, tocaría de nuevo esa felicidad infantil. La veo en este renglón ataviada con su aire de flor, envuelta en un huipil blanco, corriendo de acá para allá porque “el hijo, esto, y el hijo, aquello”. Un vendaval de ternura. No, mi madre nunca hubiera cabido en otro nombre, tenía la piel hecha a la medida de Florentina. ¡Ah! Cuánta memoria. Un jabón de lavanda pasando por las costras de mi alma, limpiando el silencio que se instaló en mis ojos la mañana en que mi padre cerró la puerta de la calle y, para mí, se murió. Mi Olga, aunque de él supe luego por rumores y zumbidos, para mí su ausencia fue un hueco que ahogaba mi voz. Por eso, cumplidos los 11 años y con la rabia de ver a mi madre marchitándose por la tuberculosis, decidí mutilarme la única mancha que me quedaba de él: no más Rufino Arellanes Tamayo, el hijo abandonado. De ahora en adelante, me dije, hijo absoluto de mi madre: Rufino Tamayo. Cuando ella supo, no dijo nada. Era cómplice de mi nuevo nacimiento. Tendida en la cama, mi madre gastó sus últimas fuerzas en acariciarme la cabeza como si tratara de disculparse por dejarme solo (qué helada esa palabra) en el mundo. Yo, ni un reproche. Florentina, flor, anís, codorniz… allá donde esté descansando le llegará la luz de la veladora que prendí para recordarla. ¿Recuerdas, Olga?, ¿recuerdas?
México D.F. 1935
II
Olga mía, una vez dije que mi gran tesoro siempre estuvo retratado en cada cuadro. ¿Dónde?,me preguntaban asombrados, sin darse cuenta de que hablaba del gran sentido de libertad que me llevó a pintarlos. No sé si la palabra “libertad” signifique lo mismo para todos. Yo la veo como a un par de alas con las que puedo despegar al infinito. Las tuve desde siempre y estuvieron ahí para auparme en los peñascos de los que estaban a punto de caer. Recuerdo, por ejemplo, cuando nos mudamos con tía Amalia a la capital. Nunca antes había visto una ciudad tan grande, un cielo lacrimoso bajo el cual miles de personas iban y venían de todas partes. Me tocó vencer el gris con el que nos tiñe el miedo y caminar de la mano de la tía las cuadras que separaban el paradero de camiones de la casa. Tampoco le di oportunidad al miedo cuando trabajé en el mercado. Tía Amalia tenía un puesto de frutas en el que yo hacía los mandados, cuidaba, vendía. Todo un administrador, figúrate. Eso hasta los 17 años, porque entonces se me metió en la cabeza esta ola de hacerme pintor. ¿De dónde la habré sacado, mi Olga? Lo cierto es que ese deseo no llegó solo: lo acompañaba una terquedad invencible. Nada pudo detenerme en mi intento por crear. Sí, es cierto, había más de un profesor en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos que me decía que mi trabajo era premonitorio. ¿En verdad?, preguntaba emocionado; “sí”, decían, premonitorio del fracaso. No les hice caso y cuando se pusieron más valerosos los dejé dentro de sus paredes. Renunciar a la Escuela no fue tan malo. Afuera, supe el valor de la disciplina propia para alcanzar las cosas que uno anhela. Levantarme temprano, leer hasta el mediodía, dibujar y pintar hasta que los ojos me ardieran como brasas, era parte de la rutina. Lo juro, mi Olga, así fueron apareciendo los primeros cuadros como milagros. Me dormía cansado en el taller y al amanecer la luz del nuevo día los desvestía para mostrármelos: formas, grietas, planicies, rostros que no tenían nada que ver con la realidad pero que en su deformación eran los rostros que había guardado en el alma. Creo que en alguna ocasión te lo conté, ahora mi recuerdo es un poco disperso por el calor que inunda la habitación, por eso me disculparás si vuelvo a inquietarte con esto: cuando me mudé a mi primer taller yo sentí un mal presagio. No podía creerlo, hasta en las cosas más mínimas me perseguía mi fantasma oaxaqueño: la ventana de aquel taller daba a una calle llamada “De la Soledad”. Cuando uno nace para maceta, decía mi madre, no sale del corredor.
New York, 1927
III
Olga, hace días me persigue un sueño: tú y yo caminamos por un prado lleno de flores y, de rato en rato, me agacho para arrancar una y llevarla hasta la altura de tus ojos. Suuuuuu, soplo suavemente los pétalos, minúsculos suspiros blancos, que te bañan el rostro. De repente el cielo se pone amarillo y detrás de las montañas dos sombras gigantes emergen. A medida que crecen se las puede distinguir: son los contornos que retratan a un jaguar y a una serpiente.¡Quetzalcóatl y Tezcatlipoca!, te digo inmediatamente. Tú guardas silencio, mirando con los ojos encendidos ese espectáculo misterioso. Las figuras animales se enfrentan, garras y dientes sirven para empujarse y morderse en busca de la victoria. Mientras tanto, al fondo el universo estalla, yo tomo tu mano y siento que por primera vez el aire tiene sentido. Somos dos y uno, como las rocas. Así acaba el sueño. He pensado que aquellas figuras podrían representar una dualidad conocida por las culturas precolombinas, encarnadas en los mundos de arriba y de abajo, de noche y de día. Algo que vengo buscando desde hace tiempo, es darle el peso de significado a cada uno de los objetos que pueblan mis telas. ¿Sabes? Me gustaría pintarlo y me tienta titularlo: “Lucha del día y la noche”. ¿Qué dices?, ¿te suena a algo?
México D.F. 1964
IV
Ha sido una muy mala idea no acompañarme a Sao Paulo. Acá, con el movimiento de la Bienal y el Premio todos quieren hablar conmigo, fotografiarse, pedirme un autógrafo, una firma, mi dirección. No los soporto. Cambiaría el esplendor de esta ciudad por estar en mi taller. En fin, luego de esta queja (no la vayas a tomar de mal lado, mi Olga), te cuento que encontré, entre los asistentes a mis charlas, a un tipo curioso: un crítico de arte que apellida De Souza. Lo interesante de este hombre es la visión que tiene de mi obra. Me ha dicho que ser zapoteca ha sido una gran ventaja para mí. Lo mismo pensaba yo cuando al famosito grupo de Los Tres (Siqueiros, Rivera y Alfaro) se les dio por creer que en la raíz indígena estaba todo el mito de nuestra pintura. ¿Cómo reconocerlo si no se es indio? Por eso, y aquí mi coincidencia con De Souza, creo que mi vínculo con la tierra me permitió buscar otras inquietudes, el arte europeo, la abstracción, las líneas más gruesas, como el crítico lo ve en algunas de mis obras. También yo, al igual que De Souza, creo que mi trabajo sobre el caballete ha sido el que ha recibido mayor dedicación: signos dispuestos en posición de combate sobre la superficie de la tela, objetos voluminosos forjados con capas de color, elaboradas con un colorido particular que las opone así como las complementa, lo frío en lo cálido y viceversa. ¡Qué manera de hablar tiene De Souza!, su entusiasmo no para cuando me dice que en mi pintura ve fluir mis lugares étnicos, los ve dialogar con el mestizaje mexicano, sin dejarse vencer por la obediencia al poder ni al discurso, sino huir de ellos en el sentido en que una obra debe tener libertad (las alas gigantescas, ¿recuerdas?). Naturalezas muertas, frutos exóticos, mujeres encueradas, personajes pintorescos, todos vistos por De Souza como los habitantes de mis telas, pero no transcritos en ellas como fieles copias, sino, reinventados, abstraídos, alejados del olvido y puestos en un espacio más próximo a la imaginación. Lo valioso de haber encontrado a este sujeto es la reafirmación de que, haga lo que haga, he logrado pasar la línea del nacionalismo y acercar mi creación a temas universales donde todo el mundo los puede interpretar como mejor crea. ¿Un ejemplo? El mismo De Souza, aparecido de quién sabe dónde, poniéndome a pensar todo esto.
Sao Paulo, Brasil, 1950.
V
Olga, es cierto que uno tiene preocupaciones en la vida que van más allá del qué comer o dónde dormir. Esas otras preguntas con el paso del tiempo se vuelven parte de nuestros nombres, se escriben con letras mayúsculas y remarcadas. Mi preocupación ha sido siempre la pintura. No en su dimensión meramente práctica sino en el contexto en el que tiene que ver con todo lo que la rodea. Desde 1921, recordarás, cuando hice de Jefe del Departamento de Dibujo Etnográfico;o en 1926, cuando expuse por primera vez en el Art Center en New York; o en 1929, cuando me llamaron para ser profesor de la Escuela de Bellas Artes –a la que, años atrás y como estudiante, renuncié–, entre ceja y ceja tenía la idea de que el arte no podía someterse a una ideología política. Su valor yacía en la libertad y yo he buscado impregnar en esa libertad mi herencia precolombina, experimentando con diversas influencias plásticas. Quizá por eso mi nombre ha sido tan manoseado, y en mi manifestación apolítica encontraron la mejor forma de criticarme. Pero como hombre paciente que soy, creo que finalmente el tiempo es el encargado de velar por la obra, de ubicarla –como en un altar– en el recuerdo de la gente. La Bienal de Brasil, la Bienal de Venecia e incluso esa Orden francesa por la que dicen ahora que soy Caballero de la Legión de Honor, son solo reflejos de mi incansable búsqueda por la preocupación artística, una vocación inquebrantable como los hilos con los que mamá cosía los vestidos que le encargaban. A mí me quedan sobrando las palabras, Olguita, siento que lo que quiero decir no tiene que ver con emitir sonidos, sino con producir imágenes. Quizá por eso hablo poco. Quizá.
México D.F. 1957
VI
Olga, tendido en esta cama no dejo de pensar en la paciencia. El tiempo que ahora me falta transcurre al otro lado de la ventana y lo veo alejarse con la resistencia de mi aliento. ¿Qué he tenido que aprender en estos 92 años? Adonde me lleve la historia quiero estar a tu lado. Se me ocurre, por ejemplo, descansar en un nicho ubicado en el museo que ambos fundamos, en la estela de una estrella, en el canto de un pájaro. En alguno de esos espacios que siendo eternos también son campos santos.
México D.F. 1990
Nota:
1. Olga Tamayo fue esposa del artista a partir de 1935. En los años de casados no tuvieron hijos, y ella representó una figura muy importante en la vida de Rufino.