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Especial
Rocinha, una favela en la encrucijada
Roçinha es un lugar que no debió existir. Sus enemigos hicieron de todo para que no existiese, pero ahí sigue, de pie. Nació y se educó por su propia cuenta, por un acto de creación espontáneo y orgánico, que acumula las vidas anónimas que fueron ocupando la ladera empinada del Morro de los Dos Hermanos. Primero los pequeños campesinos que talaron el bosque para cultivar mandioca, zapallo, berro. Después las oleadas de nuevos pobres urbanos, gente del norte que llegaba atraída por la gravedad de Río de Janeiro.
Para ellos, Roçinha es un comienzo.
Creció con muy pocas intervenciones del Estado. Sus habitantes, conforme llegaban, construían sus propias calles, casas e identidad cultural: una forma personal y única de sobrevivir en comunidad.
Hoy tiene más de 143 hectáreas de extensión y alrededor de 100 mil habitantes (el baile de cifras va desde 70 mil a 120 mil) lo que la convierte en la favela más grande de Brasil. Además, es un eje importante de comercio y, a pesar de las bandas criminales que funcionan como poder paralelo al Estado, es uno de los lugares que más visitas turísticas recibe en la ciudad.
Roçinha y su forma de vida única se encuentran en una encrucijada: el Estado, tras casi un siglo de indiferencia, busca reconquistar este espacio autónomo a través de los llamados procesos de pacificación, amenazando el delicado y fértil balance sociocultural de la favela.
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‘Favela’ es un símbolo complejo y poderoso, que existe más allá de Brasil. Es un nombre más, de origen discutido pero significación precisa, para ese apéndice que le crece a las ciudades grandes del mundo: siempre existirán villas, chabolas, arrabales o guetos donde los excluidos del derecho a la ciudad se acumulan y apoyan, intentando crear lazos y germinar la vida que les niega la sociedad oficial. Sin embargo, solo en las favelas de Río existe esa combinación sutil que en dos callejones te lleva de la creatividad y el talento a la violencia y la pobreza. Muchas veces ambas caras son inseparables: granadas y samba, fútbol y cocaína, muerte y carnaval.
Quizás por eso muchos nos sentimos atraídos por el concepto vago o romántico de que algo parecido a lo que imaginamos como ‘la vida real’ puede ser encontrado en esas calles pobres pero llenas de energía. Quizás tiene algo que ver con la autonomía, esa existencia independiente que atrae a todos los que buscan una forma de libertad que difícilmente se encuentra en otros lugares. Quizás tiene que ver con esa fascinación humana por la violencia o la brutalidad, o quizás resulta de la imagen creada por el cine y la fotografía: la favela como mito estético.
En todo caso, el ambiente cautiva: la primera vez que llegué a Roçinha fue por casualidad, la segunda vez me planté con una grabadora y una cámara, determinado a comprender esa aura que había percibido tal como otros visitantes casuales durante décadas.
Tenía mi lógica: Roçinha es un mundo entero dentro de una ciudad, un lugar complejo y diverso en sus infinitas historias, imposible de comprender incluso para los que viven ahí. Solo existen fragmentos superpuestos e inseparables. Por eso, a lo único que puede aspirar un reportero es a hablar con la gente y escuchar sus historias y opiniones, para desde el crisol proyectar la imagen del todo.
La historia se escribiría a sí misma, me decía, con las voces propias de la experiencia.
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Cuando Erik camina por las calles, la gente le saluda. Se dice nacido y criado en Roçinha y lo repite con orgullo. Tiene una relación íntima, de afecto, con la realidad de la favela y su gente, tras muchos años de alegrías y decepciones. Es un joven talentoso, como muchos otros en las favelas, que por su cuenta y en contra de todo aprendió teatro y poesía, además de un inglés lo suficientemente fluido como para empezar su propia iniciativa turística: Rocinha by Rocinha, una alternativa comunitaria al turismo depredador, el ‘turismo da miseria’ cada vez más común, de rubios en jeeps blindados paseando por las favelas.
“La única interacción con la gente de la comunidad es su visualización como animales en un safari”, dice Erik. “Es una estética que agrede a las personas, es un safari humano, que solo sirve para reforzar los prejuicios sobre las favelas como un lugar de violencia y decadencia social”.
El rechazo a este tipo de prácticas, cuyo trasfondo es la idea de destruir el estigma social de la favela, es el signo de la época de transición que se respira en la comunidad. Como dice Erik con pasión: “Estamos en un momento en que la gente de la favela se cansó, quiere demostrar que es parte integrante de la ciudad, tener protagonismo y no ser solo explotada por los que vienen de fuera, quiere tener espacio y ser gestora de sus propias acciones”.
Al preguntarle por el tráfico de drogas y el funcionamiento del crimen organizado, Erik se muestra reacio a contestar. Sin embargo, con un poco de insistencia, se lanza a contar la historia de su concepción y funcionamiento.
“Durante casi un siglo Roçinha era parte de Brasil solo por ubicación geográfica y cultura, no por pertenencia al aparato o del Estado”, dice. “Era un reino independiente y claro, en toda comunidad, reino o nación tiene que haber un sistema de gobierno: este lugar de poder lo ocuparon las bandas del tráfico de drogas”.
Antes no era como ahora, con bandas armadas que compiten por territorio, ostentando su poder de forma arbitraria y matando a sus rivales brutalmente. En su origen, las mafias solo organizaban las apuestas ilegales y eran parte integrante de la comunidad, a la que ayudaban reinvirtiendo las ganancias y actuando como poder organizador de facto.
Sin embargo, con la entrada de las armas y el mercado de la droga, poco a poco se fueron desconectando del interés común, y el sistema se convirtió en un autoritarismo impulsado únicamente por las ambiciones de poder y dinero de los distintos comandos, dirigidos por una implacable jerarquía.
“Ya no se preocupan por ayudar a la comunidad, desarrollarla o incluso participar. Entran solo en una lógica de explotación y violencia por la búsqueda de la dominación”, sostiene Erik.
Durante años el Estado ha luchado contra estas milicias por medio de las armas, con éxito dudoso, ya que el tráfico no es solo una banda armada, es una cultura que se replica a sí misma. Mientras los traficantes viven en la opulencia, alimentada por valores ultraconsumistas de la sociedad actual, los que van por el camino del trabajo honesto y la legalidad sufren para juntar el dinero que necesitan como porteros en los edificios de Copacabana, cuidando de las familias de sus vecinos ricos o trabajando con uniformes en los shoppings donde sus jefes gastan el dinero.
Quienes entran al tráfico ganan más dinero con menos trabajo, y además se divierten cargando armas y riendo todos los días en las calles con sus amigos. Están drogados con el poder y las drogas. Dinero rápido. Sexo, drogas y funk carioca. Formar parte del tráfico no es solo una decisión de bienestar económico: tiene mucho de lujuria vital, altivez política y la dulce sensación de la libertad.
En 2008, con los ojos puestos en los grandes eventos internacionales que sucederían en Brasil y en Río, el Gobierno cambió de estrategia. El llamado proceso de pacificación, con la instalación de Unidades de Policía Pacificadora (UPP) dentro de las favelas, ya no solo busca combatir las bandas armadas: quiere conquistar el terreno autónomo para ponerlo bajo la autoridad y legalidad del Estado ausente. Por eso, lo que sucede en Roçinha no es solo un tema de seguridad pública, se trata de un cambio profundo a nivel social y cultural. Las favelas, como las conocemos, pueden estar a punto de desaparecer.
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TV Tagarela es una de las muchas televisiones piratas que existen dentro de Roçinha. Comenzó a operar en 1997 como una serie de talleres de producción de video para jóvenes. No tenía grandes pretensiones: en la oficina original no había ni una sola cámara, y usaban una caja de zapatos para jugar con los niños, aprovechando para enseñarles a pensar críticamente.
El primer trabajo del colectivo fue estrenado en la calle principal de la favela, sacando una televisión vieja por una ventana con un amplificador. Pero entre la masa de gente que se juntó empezó un tiroteo y todos salieron corriendo a una iglesia cercana, dejando atrás el equipo. El video era sobre el preconcepto, racial y social, que existe hacia las comunidades como Roçinha.
Augusto Pereira, fundador del grupo, empezó el proyecto como una forma de hacer política comunitaria. “En la medida en que discutimos problemas relacionados con la comunidad, estamos haciendo política. Vemos los problemas y buscamos soluciones en comunidad. El objetivo es educativo”.
Como activista, intelectual y promotor cultural durante más de 20 años, sus palabras tienen un peso especial. “Roçinha cambió mucho con la cuestión de la pacificación.
Antes vivíamos en la informalidad, algo que no es siempre malo, ya que si un artista quería montar un evento en la calle lo hacía y ya. Ahora con toda esa historia de que somos parte de la ciudad —aunque siempre fuimos— te exigen permisos y licencias, sin distinguir entre un evento pequeño y una fiesta en Copacabana”, dice.
En este sentido, su mayor preocupación es que la militarización del territorio traiga una imposición ideológica a la población: el toque de queda, el estar dentro de casa, el que la calle no es más de la gente, así como otras tácticas que buscan conseguir la aceptación del brazo armado. De esto hay varios ejemplos.
En una favela vecina el tradicional Papa Noel era de la policía. En Roçinha se celebró una carrera de agentes del BOPE. En el Morro da Providencia, en sus fiestas de 15 años, las niñas bailaron con policías en uniforme militar.
“La cultura de la favela siempre fue negada”, recuerda, “a pesar de que esa haya sido la más simbólica de Río de Janeiro. La samba, por absurdo que parezca, era prohibida. Hoy tenemos el ejemplo del funk carioca”.
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Entre el barrullo habitual de la calle 1, aparece un grupo de personas que se agolpan con cámaras y grabadoras alrededor un hombre gordo y de pelo blanco. Suben todos agitados por el paso peatonal que cruza la carretera de Gávea, los periodistas gritan preguntas, los asistentes controlan que nadie se lastime, y el gobernador de Río de Janeiro, Luiz Fernando Pezão, guía el enjambre desde el centro. Es época de elecciones.
Cuando llegan a la mitad del puente, Pezão se coloca de espaldas a la ladera abarrotada de casas, en un ángulo inmejorable para las cámaras, y escucha las preguntas.
—¡Gobernador! ¿Cómo va el proceso de pacificación aquí en Roçinha?
—Si hubo un gobierno que enfrentó la criminalidad y las milicias, fue el nuestro. Tenemos más de 1.800 policías en las calles y cientos de criminales presos. Roçinha es un ejemplo de su éxito. Yo entré en febrero de 2007 y la diferencia es enorme: ahora tienen complejos deportivos, una biblioteca, casas nuevas. Vamos a continuar con las políticas de pacificación y no vamos a recular en el combate contra la criminalidad.
—¿Qué les diría a los que critican el proceso?
—Yo siempre estoy por aquí en Roçinha. En la campaña es la primera vez pero siempre he venido. Frecuento este lugar 7 años y medio, con tráfico y sin tráfico. Yo sé cuál es la diferencia entre ambos, sé lo que piensan los que me abrazan cuando vengo y me piden al oído que continúe con la pacificación. Nada me inhibe, sé que donde voy estoy en el corazón del pueblo.
—¿Y por qué se hizo justo hoy un operativo policial en Roçinha, cuando usted...?
—¡Se hacen cualquier día que haga falta! Ah, hmm, yo no… Eh… ¡Yo estoy gobernando! La policía, eh… Siempre tuvo su autonomía. No hay interferencia política, hacen sus operaciones sin ninguna dirección política.
¡Eso es una cosa del pasado!
Tras el murmullo incómodo, contesta unas preguntas más y sigue su camino.
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La primera vez que llegué a la boca fue por casualidad. Cuando vi que la situación era tranquila, a pesar de las armas, compré 10 reales de marihuana para empezar una conversación. La segunda vez me costó más de una hora volver al mismo lugar.
Roçinha puede ser un laberinto.
La boca está a pocos metros de una UPP con gigantes de chaleco y ametralladoras, de pie junto a la puerta, aparentemente tranquilos. Después, tierra de nadie. Casas tristes. Y entonces, con toda la naturalidad posible, encuentras a un adolescente empuñando un rifle de asalto, apuntado al cielo, riendo con el cinturón cargado de granadas mientras otro le sonríe con un chaleco antibalas de la policía, un trofeo de guerra imposible.
Ese día, al otro lado de la calle, un grupo de bandidos jugaba a las cartas haciendo alarde de ruido y pistolas. Algunos tenían las caras desencajadas de esnifar. Eran las 16:00. Decidido, me acerqué a la mesa. Por lo general, los extranjeros son bien tratados por los traficantes: lo suyo son los negocios y eres un potencial cliente. Sin embargo, esta vez se pusieron nerviosos y me cachearon para ver si estaba armado (ese día hubo un tiroteo con la policía). Les dije enseguida que era periodista extranjero y que me interesaba saber su opinión sobre las UPP. Me dijeron que no podían hablar.
Estaban reacios pero no hostiles.
Entonces apareció uno mayor en una moto con la jerarquía suficiente para hablar. Me presenté y le di la mano, le enseñé mi grabadora. Le dije que quería su opinión, sin interferencias, sobre lo que está sucediendo en Roçinha, que yo no era como los otros periodistas. Con un poco de conversación se relajó, y entonces, cuando empezó a hablar, encendí la grabadora.
—¿¡QUÉ HACES!?, me gritó. ¿QUIÉN TE DIO PERMISO PARA USAR ESO?
—Eh, nada, perdón, ya la apago, tranquilo, le dije nervioso.
—Encima te pones nervioso, eres un MARICÓN, ¿nos tienes miedo o qué?, dijo saboreando su superioridad.
—No, no, solo me pongo un poco nervioso a veces, soy así, le mentí.
Cuando vieron que el jefe ya no me aceptaba, los más jóvenes —que habían sido relativamente agradables— empezaron a insultarme y reírse, amenazándome con las manos abiertas.
—Ahora te largas de aquí si no quieres que te mate, me dijo el jefe apuntando a la pistola que tenía en el cinturón.
—Ok ok, me voy, le dije, y empecé a caminar hacia las escaleras del fondo, siguiendo mi rumbo hacia abajo.
—¡POR AHÍ NO!, me gritó. Te vuelves por donde viniste, me dijo con desprecio.
Me di la vuelta y sin mirar atrás volví por el camino hasta que no se escuchaban las risas.