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Representaciones simbólicas y visualidades dentro de la construcción de la ciudad americana

Mucho se ha hablado y escrito sobre el proceso por el cual las colonias americanas tuvieron que pasar para convertirse en repúblicas independientes. En su mayoría, la historiografía centra sus estudios en el ámbito político, nada más acertado cuando la configuración de una nueva organización social es de dicha naturaleza; sin embargo, alrededor de este entramado, es necesario profundizar otros ámbitos históricos que enriquecen la historia política de nuestras naciones. En este sentido, el componente cultural y con él las visualidades relacionadas a la resignificación de lo propio, de las nacientes Patrias, juegan un papel relevante principalmente porque la explicación integral del proceso independentista puede ser debatida desde distintos enfoques y disciplinas de las ciencias sociales.

 

A propósito de las celebraciones bicentenarias de las independencias americanas, entre 2008 y 2012 se realizó una gran cantidad de investigaciones sobre esta temática tomando como línea de partida la participación social de sectores urbanos representativos en las guerras de emancipación y su papel en la construcción de las repúblicas americanas. En el caso ecuatoriano, muchos trabajos se dedicaron al análisis puntual de los sucesos relacionados entre 1809 y la conformación de la Primera Junta de Gobierno de Quito, que dio paso a una serie de eventos de carácter político y que derivaron en la independencia de la Real Audiencia de Quito y su adscripción a la Gran Colombia.

 

Este artículo quiere apartarse de aquellos acontecimientos puntuales y debatir en torno a otros aspectos relacionados al ideal de soberanía y la construcción de un Estado independiente. La intención es analizar el proceso de formación de una sociedad americana de tradición barroca, que debe replantearse sobre la base de un liderazgo político, una delimitación territorial en ciernes y una estética urbana de representación social que se resignifica para adoptar una apropiación simbólica autónoma. Hablamos por un lado, de lo que representó la monarquía hispánica en la configuración de una sociedad heterogénea que se transforma en una colectividad política, en la que convergen nuevas formas de representación; y por otro, de la legitimidad de un pasado o una historia en construcción que validará de alguna forma la génesis de las naciones hispanoamericanas desde el mito de la independencia.

 

En el caso ecuatoriano, la independencia, como en muchas otras repúblicas, generó posibilidades de construcción de imaginarios nacionales, a través de la difusión de gestas heroicas locales o regionales, en las que las ciudades tuvieron un alto nivel de protagonismo. Sin embargo, no podemos pensar que estas identificaciones se hicieron posibles únicamente desde el fervor patriótico de la independencia, sino que fueron construyéndose en el tiempo y acrecentando una identidad local vinculada a diversas características propias como la estética urbana, la gastronomía, las formas de expresión, los lazos familiares y sociales, etc.

 

Para el indígena americano, el significado de las formas europeas era totalmente ajeno a su cultura y por lo tanto sus representaciones visuales se apegaban a lo que él entendía de los modelos (políticos, sociales y estéticos) que se copiaban. Aquí convergen factores que diferencian a la sociedad colonial de la europea o española: la sociedad americana tuvo que inventarse y además lo hizo como una actualización de Europa. Vio la necesidad de definirse y aferrarse a valores que consideraba propios, lo que la obligó a abandonar lo europeo y adoptar o cerrarse en su propias formas. A partir de la desarticulación de las estructuras físicas y simbólicas prehispánicas, el indígena mantuvo en su mente el recuerdo de sus experiencias ancestrales que posteriormente fueron rescatadas, utilizando el barroco como plataforma de interacción cultural. Dicho de otro modo, las representaciones visuales americanas tuvieron que adaptarse a un proceso de aculturación de lo indígena y apropiarse de lo europeo con el fin de ser el complemento mestizo de una sociedad cambiante que diversificó abiertamente la estratificación social.

 

Más allá de la influencia monárquica española, la construcción de la sociedad civil en la Real Audiencia de Quito, se evidenció y fortaleció a fines del siglo XVII, no solamente cuando vio la necesidad de definirse, sino al aferrarse a valores que consideraba propios, adoptando formas características de gobernabilidad y generando dentro de las principales ciudades centros de poder político y económico, desde donde circulaban modelos de sociabilidad con propiedades locales. Así también, la idea de orden social fue caracterizada por una insistente marginalidad a partir de parámetros de clasificación interracial.

 

Así mismo, se fueron desarrollando vínculos particulares que venían siendo debatidos desde la propia iglesia y desde sectores sociales (criollos) descontentos con los efectos económicos producidos por el ejercicio de presión fiscal por parte de la monarquía borbónica durante el siglo XVIII. La identificación con el territorio se contrastaba además con una difusión y registro del mundo urbano, cuya finalidad era delinear estrategias de poder, administración, contabilidad y distribución de recursos materiales y simbólicos que incorporaban formas visuales de dichos sistemas. En estos contextos, podemos afirmar que la estética urbana fue cobrando dimensiones propias con el establecimiento paulatino de edificios públicos, iglesias, conventos y áreas residenciales que posibilitaban una “apropiación”, no solo de carácter físico, sino también simbólico del territorio que, conjugadas con una participación social colectiva, lograron un desprendimiento progresivo de lo que el sistema monárquico representaba o dejaba de representar.

 

En medio de esta compleja estructura social la figura del “criollo” fue la que determinó una posesión territorial urbana, desarrollando una pugna entre dos culturas similares pero en total disociación debido a las confrontaciones de poder. Por un lado, estaba la imagen del español que llegaba a América con serias propuestas de delinear los espacios económico-sociales, en base a una política burocrática de desmoronamiento de las establecidas culturas criollas —que se fortalecían con la separación institucional entre gobierno y cabildos— ; y por otro lado, el criollo poseedor del poder económico gracias a la formulación de redes familiares de fortalecimiento social, que le otorgaban dominio sobre los sectores de comercio, producción agrícola, minera e inclusive al interior de las comunidades religiosas.

 

Un elemento que delimitó las enormes diferencias sociales en el caso de Quito fue la propagación de una aristocracia ennoblecida que trataba de igualarse a la establecida en Lima. Por supuesto Quito era capital de la Real Audiencia y por lo tanto no podía competir con la capital del Virreinato; sin embargo, la carrera por la compra de títulos nobiliarios se convirtió en una forma de ganar estatus social que solamente involucraba la inversión de fuertes sumas de dinero. Así pues gracias a las grandes fortunas amasadas durante el siglo XVIII, muchas familias criollas, que posteriormente se visibilizarán en los procesos independentistas, pudieron crear sus propios registros de nobleza. Hablamos por ejemplo del Conde de Selva Florida, el marquesado de Miraflores (1751), marquesado de Solanda (1753), marquesado de Maenza (1705), marquesado de Viracocha y Lises, marquesado de San José, marquesado de Selvalegre, el de Villaorellana y de Villarrocha, entre otros.

 

Además, las élites sociales delimitaron esquemas de disgregación con respecto a la creciente migración de la población campesina hacia las ciudades, y a la población mestiza que aumentaba su representatividad especialmente desde otros espacios laborales. No obstante, este último grupo supo incorporarse dentro del entorno urbano ya que al igual que en los grupos de élite, también generó redes de intercambio social y económico conformando un estrato con cierto nivel de movilidad social, llegando a integrarse dentro de la cotidianidad citadina y en ella asumiendo para sí la tradición barroca. Es importante anotar que las diferencias étnicas y raciales eran un problema creciente en una sociedad que todavía no asimilaba el mestizaje, razón por la que las luchas de estatus y poder se promulgaban dentro de diversos contextos sociales. Pese a que los grupos dominantes y la población mestiza mantenían sus diferencias jerárquicas, ambas compartían tradiciones, fiestas y prácticas religiosas que les permitían interactuar en el entorno urbano, generando una apropiación del espacio. La iglesia, la plaza, el mercado y otros escenarios fueron propicios para el afianzamiento de identidades, el intercambio de información y el surgimiento de nuevas ideas de representatividad colectiva y por tanto política.

 

Luego de la introducción de la modernidad borbónica y la descomposición del sistema colonial español a través de las guerras de independencia, las ciudades sufrieron un periodo de abandono de la reforma urbana, que había estado en auge durante la segunda mitad del siglo XVIII, atendiendo a un concepto de modernidad ilustrada trasladado y copiado desde las grandes metrópolis como Francia, Inglaterra e Italia. Una de las finalidades de este auge urbanístico de naturaleza neoclásica, fue la promoción del poder monárquico en las colonias americanas —desplazado por el de la iglesia y el de las élites criollas— y por ende una aceptación justificada de la presión fiscal. Como contraparte y para demostrar que la nueva empresa administrativa era un ejemplo de eficacia, se dedicó mayor atención al desarrollo urbano de las ciudades americanas, incorporando soluciones respecto a la imagen, ornato y salubridad, impulsadas mediante disposiciones reales que favorecieron al establecimiento de nuevas propuestas estéticas que debieron ser ejecutadas en todo el imperio español. Claro que las intenciones de modernización urbana fueron orientadas a la transformación de las ciudades principales ya que se intensificaron las diferencias entre centro y periferia, relegando masivamente a las clases empobrecidas hacia las afueras o extramuros. Es probable entonces comprender que la empresa borbónica llevaba consigo una intencionalidad de recuperación de la fe en la institución monárquica que se estaba perdiendo dentro de las comunidades americanas.

 

Pero la ilustración no solo trajo consigo una transformación del pensamiento y de las formas estéticas, sino también un rechazo a las representaciones de tradición e identidad que se habían conformado durante todo el periodo de construcción de las sociedades americanas. Es probable que el mestizaje provocara un afianzamiento de los modos de apropiación de diversas identidades y por ello, las ciudades que tuvieron un componente mestizo mayor —México, Lima, Quito, Chacras (luego Sucre)— experimentaron una nueva fusión cultural entre la tradición barroca (popular y vulgar para las élites) y el neoclasicismo que otorgaba un aire de modernidad y estratificación social.

 

Posterior a las guerras de independencia, el interés exclusivo de las sociedades de poder se centró en las defensas militares de los territorios y la delimitación de fronteras, produciendo lo que Gabriel Ramón Joffré denomina la ruralización de las capitales 1. La inestabilidad política y económica generó en la población un sentimiento de zozobra que derivó en constantes enfrentamientos entre los nuevos grupos dirigentes. El orden social que se promulgó abrió una herida profunda de disociación entre Elite dominante y pueblo marginado, ejecutando un modelo piramidal de gobierno que se manejó mediante el ejercicio de los poderes económicos criollos dando inicio al mito de la independencia.

 

La crisis política institucional de las nuevas repúblicas americanas, sugirió diferentes modelos de gobernabilidad, pero el patrón de pensamiento que desarrolló la ilustración se mantuvo por encima de la actitud de rechazo que significó el paradigma español. La concepción de la idea del Estado-nación se convirtió en una conjunción de intereses, creados por un grupo de actores, cuya acción impositiva prevaleció sobre la nación histórica, ejerciendo un aplacamiento consciente de una comunidad que se constituyó a través de matices complejos de culturas plurales y tradiciones étnicas. Dentro de este aspecto, el arte y la arquitectura se vieron obligados a reinterpretar el nuevo imaginario nacional y a canalizar la representación del neoclasicismo, esta vez universalizado gracias al aporte de recetas francesas e italianas. Y es que ciertamente había que utilizar de alguna manera el germen de progreso urbano que habían implantado los borbones, deteriorando de una manera simplista una compleja construcción de trescientos años de historia. El lenguaje estético del poder debía mantener el estilo neoclásico para proyectar su imagen de estabilidad.

 

Lo interesante de este contexto es observar cómo se van conformando los discursos de poder frente al uso de imaginarios simbólicos y visualidades que servirán de herramienta de persuasión hacia la población, con el fin de entender una nueva forma de gobierno. Tal y como el barroco hizo uso de un ejercicio visual teatralizado para la adhesión obligada de fieles al catolicismo, las nuevas estructuras políticas intercambiaron alegorías y formas clásicas de representación para instruir a la población sobre las virtudes imaginadas de la patria. Si las imágenes relacionadas con la evangelización mostraban a Santiago apóstol matando moros, la nueva representación exigía la visualización de la gesta heroica de la mano de los “padres de la patria” decapitando al León que representa a la España —que de madre ha pasado a madrastra—. Pero a más de esta articulación que desconoce todo un periodo de aculturación y transculturación a través de la denominada leyenda negra, queda en entredicho una serie de esquemas de tradición social que se mantiene hasta la actualidad y que configura identidades locales o nacionales fusionadas con tradiciones indígenas y mestizas.

 

Las medidas políticas pretendieron mediante dicha alimentación estética, establecer una madurez republicana (que era desconocida inclusive para las repúblicas europeas), en una lucha de estatus nacionales en las que los diligentes prestamistas europeos encontraron un terreno fértil y de fácil acceso. La construcción del poder se basó entonces en la destrucción de la tradición hispánica que había ocasionado el atraso de las nacientes repúblicas con respecto a los países más adelantados. Desde el punto de vista estético, el mensaje que se intentó distribuir fue el imperioso desapego al modelo español, ensayando un error que llevó a América a negar su misma esencia histórica optando por la imitación de las grandes potencias económicas europeas.

 

Esta actitud de copiar sistemáticamente los nuevos modelos franceses e ingleses, dio como resultado un referente utópico de realidad nacional; es decir que la premisa de negación del pasado exigía la creación de una nueva historia de caudillos, héroes, y próceres que necesariamente debían exaltar su popularidad mediante las expresiones artísticas. Pero no todos los escenarios fueron iguales, a pesar de que la dialéctica política se convertía en una apología de la falsedad, los países emergentes manejaron su reconstrucción cultural con interesantes matices: México optó por un silencioso estancamiento de la producción monumental, puesto que la concatenación de tendencias en contraposición provocó una interminable cadena de enfrentamientos ideológicos. La Academia de San Carlos que abrió sus puertas en 1783, se mantuvo cerrada entre 1840 y 1843, fecha en la que comenzó a funcionar con el fin de restaurar su afamada labor. A pesar de que prevaleció el entusiasmo iconoclasta barroco, las nuevas manifestaciones arquitectónicas no sufrieron cambios estéticos sustanciales, pues la temática neoclásica de la escuela de Manuel Tolsá (1757-1816) se mantuvo. No obstante, se intercambiaron los escudos reales y nobiliarios de las casas por medallones con la imagen de los héroes de la independencia,(2) además se retiraron los altares callejeros y los retablos barrocos fueron sustituidos por los de estilo neoclásico.

 

La Gran Colombia de Bolívar logró unificar a los territorios de Venezuela, Colombia y Ecuador, pero su intento no llegó a buen término, pues los intereses regionales tuvieron más fuerza frente a la creación de la constitución bolivariana. El territorio que más sufrió el cambio de gobierno fue Venezuela, devastada especialmente por el terremoto de 1812, suceso que arrasó con la economía de la nación. “La separación de la Gran Colombia marcó a partir de 1830 largos años de bancarrota total, alzamientos, revoluciones, guerras civiles, anarquía y personalismo que caracteriza la historia de un periodo caótico en el cual brilla la luz nefasta de una pléyade de caudillos con vocación salvadora y actuación cada vez más desfavorable para los intereses de la República”.(3)

 

Colombia corrió con mejor suerte, el mayor representante de la continuidad neoclásica fue sin duda el arquitecto Thomas Reed (1817-1878) quien diseñó varios edificios que representaron a la República Colombiana: el edificio del Congreso de Nueva Granada, el Capitolio, el panóptico de Bogotá, y los puentes sobre el Apulo en Cundinamarca.

 

A Ecuador la separación Grancolombiana le condujo a una nueva rivalidad entre quiteños y guayaquileños, duras luchas de poder regionalistas estancaron cualquier intento de superación urbanística. Sin embargo, esta diferencia de poderes generó posteriormente una interesante construcción de valores estéticos que se confrontarían como consecuencia de las luchas entre liberales y conservadores. Pese a que la tendencia neoclásica se mantuvo dentro de la configuración urbanística de Quito, la tradición barroca ligada especialmente a la práctica religiosa marcó un escenario de identidad local que se mantiene hasta la actualidad y que se ha configurado como una de las principales características para la definición de lo que representa hoy su patrimonio cultural.

 

En Perú, se repite el mismo efecto de estancamiento arquitectónico, los seguidores de las influencias de Matías Maestro (1766 – 1835) generaron varias obras de interés para la ciudad. Pero al mismo tiempo radicalizaron la destrucción de muchas otras que identificaron como referentes coloniales, como si el barroco fuera una herida obligada a desaparecer.

 

“Es así que fueron derruidos balcones, portadas, altares y retablos mudéjares y barrocos, trayendo al suelo los decorados de pan de oro, la fina ebanistería, los enredados arabescos de las techumbres y celosías, destrucción realizada sin embarazo alguno pues se tenía la convicción de que los objetos derrumbados no tenían un valor artístico más allá del meramente histórico, actitud que ciertamente refleja el carácter austero y hasta radical del neoclasicismo”(4).

 

Lo que para las capitales americanas representó la independencia, con respecto al escenario físico urbano, se manifestó en el interés de las sociedades de poder por representar una modernidad que provocara realidad urbana, pero con la intención de fortalecer una práctica cultural. Sin embargo, esta intencionalidad de carácter político, generó una fisura entre la interpretación del poder como ilusión modernizadora, en contraste con la simbología mestiza que vio en la simplicidad del vacío neoclasicista una oposición a su principio cultural de exuberancia barroca.

 

En definitiva, podemos decir que tras las ciudades coloniales, se construyeron monumentos a ideas nacionales, que poco a poco se fueron transformando en realidades patrias gracias a los imaginarios urbanos. Realidades que tomaron forma de modernidad y poder, bajo la imposición de una modalidad constructiva limitada. Pero la tradición, cuyo vínculo irrompible permanece dentro de la sociedad mestiza, es la contraparte que invariablemente nos muestra el verdadero color de la ciudad latinoamericana. Así, volvemos la mirada a nuestros centros urbanos y observamos que en cada plaza, la esencia de la tradición barroca también nos vincula con un lenguaje natural lleno de significados que se construyeron a lo largo del tiempo.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

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DÍAZ MORENO, Félix, Fundamentos de la Arquitectura y Urbanismo del siglo XIX. Entre la tradición y la renovación, en E-exellence revista electrónica de Humanidades, Historia del Arte. Madrid 2007.

 

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NOTAS DE PIE

 

1. Magíster en Historia Hispánica por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas – Madrid-España
2. JOFFRÉ, Gabriel, Ramón, Cirugía Urbana de Lima, en, Ensayos de Ciencias Sociales, Universidad Mayor de San Marcos, Lima 2004, p.14
3. GUTIERREZ, Ramón, Arquitectura y Urbanismo en Iberoamérica, Op. Cit., p. 368
4. GUTIERREZ, Ramón, Arquitectura y Urbanismo en Iberoamérica, Op. Cit., p. 374
5. VELEZMORO MONTES, Víctor Rafael, La arquitectura Neoclásica en Lima (1820-1860), en: Alma Mater,  UNMSM. Fondo Editorial, 1998, p. 64.

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