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Debate
Ocultismo nazi
El odio nazi hacia los judíos y sus ‘justificaciones’ pseudofilosóficas —odio orientado además contra todos aquellos considerados ‘inferiores’ por un régimen brutal—, se remontan mucho antes del nazismo. Uno de sus orígenes más próximos es una corriente de pensamiento que envenenaba las conciencias de Austria en el siglo XIX. Se trata de la ariosofía o armanismo: una corriente esotérica centrada en la “sabiduría de los arios”. No es una coincidencia que apareciera justamente en la misma época y el mismo país en el cual nacía —en 1889— el pequeño Adolf, hijo de Alois Hitler y Klara Pölzl.
Jörg Lanz von Liebenfels y Guido von List, dos antisemitas extremos y ultranacionalistas, fueron sus ideólogos. Pregonaron, entre otros lances megalomaniacos, la unión de todas las poblaciones europeas de lengua germánica bajo la dirección de Alemania (el horror nazi de años venideros, de este modo, los convertía en profetas a seguir). Entre sus evocaciones delirantes estaba la de una prehistoria dorada en la cual una orden de sacerdotes ocultistas gobernaba nada menos que sociedades compuestas de superhombres. Estos líderes espirituales del pasado habrían practicado el gnosticismo pagano, una creencia seguida por sectas heréticas que aseguraban poseer la gnosis, un conocimiento esotérico especial. El concepto del dualismo gnóstico era particularmente cercano a List: el contraste entre luz y sombras, héroes y villanos, mal y bien... Así, la cocina filosófica (o pseudofilosófica) del nazismo empezaba a encender sus hornos.
Según los ariosofistas, quienes mejor sintetizaban este ideal pagano eran las tribus teutónicas que habían habitado el norte de Alemania y Escandinavia en la antigüedad. Lanz y List, entre otros teóricos racistas del siglo XIX —pues se trataba de todo un movimiento alimentado por siglos de antisemitismo—, se referían a los teutones muchas veces como “indo europeos”, “nórdicos” o “arios”. No interesaba la confusión que estas teorías disparatadas podrían producir en las personas que les prestaban oídos pues el objetivo era atribuir a un pueblo antiguo, supuestamente ligado a los alemanes, las marcas de la superioridad racial. El ocultismo, de esta manera, se volvía la forma privilegiada de recoger y aprovechar la fuerza milenaria de aquella raza superior y su ascenso a la cima del poder mundial.
El historiador británico Nicholas Goodrick-Clarke, autor de Las raíces ocultas del nazismo, escribe que la idea de crear un imperio pangermánico se debía a la necesidad de recuperar la gloria y el poder perdidos debido a una supuesta conspiración de intereses antigermánicos orquestada, principalmente, por (como era de esperarse) judíos. La consecuencia habría sido una decadencia racial que jugó en contra de Alemania, tanto en guerras como en crisis económicas. La propuesta de la ariosofía, por lo tanto, era la necesidad de recuperar las enseñanzas esotéricas y la virtud racial de los antepasados alemanes para así recobrar la gloria de la superioridad y encaminarla hacia la creación de un gran imperio alemán.
List fue quien asumió el papel de gurú del ocultismo. Para conseguirlo y convencer, se le ocurrió apropiarse de una serie de símbolos ancestrales. Una de ellos fue la esvástica, cruz gamada que representaba la buena suerte entre los antiguos pueblos hinduistas y budistas. List manejó el símbolo de acuerdo con sus necesidades mitológicas y su talento para la arbitrariedad y las atribuciones erróneas. Predicó que se trataba de un símbolo sagrado ario derivado del Feuerqidrl, la escoba de fuego empleada por el dios germánico Mundelföri para crear el cosmos a partir del caos. El gurú en cuestión, además, lo vinculó todo a los Edda, compilación de mitos de la antigüedad nórdica y a las runas, escritura nórdica usada en amuletos y rituales. Para completarlo todo, y condimentar la ensalada mitológica hecha en casa con ingredientes épicos, List se proclamaba un devoto de Wotan, el dios teutón de la guerra.
Pero a la mescolanza pseudomitológica de la ariosofía le faltaban aún más elementos. Incorporó, además, las ideas de la fundadora rusa de la teosofía, Helena Blavatsky. Esta corriente filosófica, por su parte, estaba compuesta de hinduismo, gnosticismo, esoterismo y espiritismo, además de que incluyó su propia versión de la teoría evolucionista de Charles Darwin. Una ensalada dentro de otra. Blavatsky, en el fondo, buscaba exaltar la pureza de la raza aria. De hecho, había creado una sociedad teosófica en Estados Unidos en 1875. Cuatro años más tarde se embarcó hacia la India donde pasó una larga temporada dedicada a explorar asuntos tan suyos como la inmortalidad del alma, el karma y la reencarnación. El año cumbre de su carrera fue 1888. Publicó La doctrina secreta, texto que rastrea los orígenes de la humanidad y la relación de las razas que habrían vivido hace millones de años en continentes mitológicos como Lemuria, Hiperbórea y la tan cacareada Atlántida. Las ideas de Blavatsky encajaban como un traje hecho a la medida del ideario ocultista de Lanz y List.
Así, el continente perdido de la Atlántida había sido habitado por grandes guerreros de cabello claro y ojos azules, así como de sabios que pertenecían a la estirpe supuestamente superior de los arios. Cuando el continente se hundió en el océano, algunos de aquellos sacerdotes lograron salvarse y se habrían establecido en el Himalaya así como en el extremo norte de Europa. Los arios existieron realmente pero no eran ni rubios ni de ojos azules, ni habían salido de un continente legendario como la Atlántida. Los arios, en realidad, habitaron el Medio Oriente alrededor de 3000 a.C. y, más tarde, poblaron el subcontinente indio. Irán, nombre moderno de la antigua Persia, proviene de “ario”. Los nazis y los ideólogos de la ariosofía debían saber esto muy bien. No obstante, la alteración del pasado para crear un presente y un futuro adecuado a ciertos intereses suele ser una constante en la historia. Al argumentar que los alemanes descendían de aquella sociedad superior, los nazis justificaron el exterminio de todos aquellos a los que consideraban inferiores, principalmente, aunque no exclusivamente, judíos.
List y Lanz, profetas de la “nueva era” del dominio alemán permanecieron al margen de la vida política del país —carecían del maquiavelismo y la habilidad política para saltar a la acción—, pero sus ideas fueron absorbidas por líderes antisemitas y nacionalistas del recién iniciado siglo XX. Uno de ellos fue el barón Rudolf von Sebottendorff, fundador del movimiento Reichshammerbund (Liga del Martillo), el nombre provenía del periódico El martillo que el barón había empezado a editar en 1902. El objetivo del tabloide, en efecto, era martillar a los supuestos culpables de los problemas de toda Europa: el pueblo judío.
La “inferioridad judía”, se atrevía a argüir la prensa del barón, tenía raíces biológicas. La Liga del Martillo era, al final de cuentas, un proyecto de partido político que el barón complementó con la fundación de una especie de secta, la sociedad secreta Germanenorden (Orden Germánica) que reproducía los grados de iniciación de las órdenes masónicas. Varias sedes de esta sociedad se instalaron en toda Alemania y diseminaron los ideales trastocados de su orquestador.
El símbolo de la orden, que en 1912 ya contaba con 316 ‘hermanos’ diseminados por el país en misiones de monitoreo antijudaico, era una esvástica curva superpuesta a una cruz. Fue la influencia de esta orden, seguida de su sucesora la Sociedad Thule, la que convirtió al símbolo en el emblema que emplearían posteriormente los nazis. Efectivamente, la Sociedad Thule, que originalmente se llamó Grupo de Estudio de la Antigüedad Alemana, patrocinó al Deutsche Arbeiterpartei que Adolf Hitler convertiría más tarde en el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, más conocido como Partido Nazi.
Los rituales de la Germanenorden incorporaron símbolos como el santo grial y, como si se tratara de una banda sonora del antisemitismo, utilizaron las óperas de Richard Wagner y su exaltación de la mitología y el carácter de los antiguos teutones. Desde entonces, más allá de su carácter genial y artísticamente revolucionario, esta música quedó asociada al horror nazi. Como dice Woody Allen en una de sus películas: “Cada vez que escucho a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia”.
Estas reuniones de la Orden Germánica y de Thule atrajeron a personas que posteriormente formarían parte de la cúpula del nazismo. Entre ellos se encontraban, por ejemplo, Dietrich Eckart (mentor de Hitler durante sus primeros años de carrera política), Anton Drexler (fundador del Partido Nazi), Alfred Rosenberg (teórico del Partido Nazi), Max Amann (general de las SS, la guardia personal de Hitler y una organización militar, política, policial y penitenciaria) y Rudolf Hess (vice de Hitler en 1933). Pero el más convencido de todas estas teorías delirantes era Heinrich Himmler, el número dos de Adolf Hitler.
Himmler nació en 1900, era hijo de un profesor de literatura y de un ama de casa profundamente católica. El historiador Peter Longerich, uno de sus biógrafos, resalta el hecho crucial de que Himmler perteneció a aquella generación que enfrentó la Primera Guerra Mundial en plena adultez y cuya vida fue transformada por la derrota alemana. En 1923, luego de estudiar agronomía, Himmler se integró al Partido Nazi. Para entonces ya había abandonado el catolicismo y se interesaba en la astrología y los mitos paganos. Dos años más tarde, ingresó en las SS (la Schutzstaffel, el mega escuadrón que podemos ver cada vez que se emite algún documental sobre la Segunda Guerra Mundial) y se convirtió en el jefe de la sección de Baviera. Cuanto más alto llegaba en su meteórica carrera, más se envolvía en el ocultismo.
En 1929, ya promovido a cabeza de las SS, decidió convertir a su tropa en la élite del futuro Reich. Transformó el grupo en una especie de secta a la cual solo podían integrarse oficiales seleccionados por estrictos criterios de ‘pureza racial’. En 1932 ya contaba con 52 mil integrantes, el año siguiente llegaría a los 210 mil, su misión era eliminar todo foco de resistencia u oposición al recién instituido régimen nazi. La SS, bajo el mando de Himmler, adoptó el modelo de la Orden de los Caballeros Teutónicos, una milicia alemana que había luchado contra los musulmanes en Jerusalén y que estableció un reino monástico en la Prusia del siglo XII. Una pequeña diferencia separaba a su orden de aquella del pasado: no sería cristiana. Es más, Himmler consideraba al cristianismo como una fuerza destructora de naciones. Según quien se convertiría en uno de los mayores criminales nazis, los caballeros teutónicos habían cometido un error garrafal al adoptar esta religión.
Quien más influencia ocultista ejerció sobre Himmler fue Karl Maria Wiligut, exmilitar austriaco disfrazado de brujo y que aseguraba ser descendiente del dios nórdico Thor. Su doctrina era una ariosofía reencauchada que situaba el pasado alemán en medio de un embrollo propio de ciencia ficción barata. La cronología de Wiligut comenzaba en el año 228000 a.C. cuando en el cielo podía apreciarse el brillo de tres soles, cuando la tierra estaba poblada de gigantes, duendes y otras criaturas fantásticas. Wiligut ingresó a las SS usando el nombre de Karl Maria Wiesthor (ojo al Thor del apellido) y, gracias a su ‘erudición’ astronómica y antropológica, asumió un singular puesto dentro del gobierno nazi: jefe del Departamento de Prehistoria.
Wiligut, como si su delirio mitológico fuera poco, le habló a Himmler de la idea de que el Tibet había sido el refugio de una civilización avanzada, probablemente la misma que antes había habitado el continente perdido de la Atlántida. Asimismo, era un devoto de la Teoría del hielo cósmico según la cual todo lo que sucede en el universo es el producto del antagonismo entre soles y planetas de hielo. Todas las catástrofes globales del mundo antiguo y moderno quedarían así explicadas.
Wiligut, ya transformado en Weisthor, mago personal de Himmler, afirmaba que el castillo de Wewelsburg, donde se montó el ‘templo’ de las SS, solo podía compararse con Malbork, la mayor fortaleza gótica de Europa que había sido construida por los caballeros teutónicos en la Polonia del siglo XIV. Wewelsburg también funcionaba como museo y centro de adoctrinamiento para oficiales de las SS. Weisthor, imbuido de la autoridad que le otorgaba el cargo diseñado a su medida así como de sus ‘poderes’ ocultistas, presidía una serie de rituales. Allí, en el norte de Alemania, se realizaban ritos paganos de casamiento entre los miembros del grupo; se celebraba el solsticio de invierno —tal como hacían los antiguos pueblos germánicos—; se ornamentó el piso de una gran sala con un sol negro compuesto por doce runas que se combinaban para formar tres esvásticas superpuestas (el engranaje solar oscuro); y Himmler bautizó varias salas del castillo con nombres de personajes y objetos mitológicos como el Rey Arturo o el santo grial. Una serie de documentos encontrados una vez terminada la Segunda Guerra Mundial indican que Himmler planeaba transformar esta fortaleza para convertirla en una especie de Vaticano del Tercer Reich.
A Hitler, más allá de si creía o no en estas pseudomitologías, le interesaba que el resto del mundo estuviera convencido de que las tesis racistas tenían fundamentos científicos. De esta manera, incluso montó una estructura para fabricar las evidencias arqueológicas que requería. El Departamento para el Estudio de la Herencia Ancestral (Ahnenerbe), que nació subordinado a las SS, reunió a investigadores enteramente comprometidos con el régimen nazi. Dieciocho grandes expediciones, que se alargaron hasta 1942, trataron de excavar y hallar pruebas para respaldar las tesis racistas. Cavaron en el norte de Alemania, analizaron inscripciones rupestres en Suecia, investigaron ruinas en Iraq y visitaron templos tibetanos, ente otras empresas similares. No hallaron evidencia en ninguna parte pero lo que interesaba no era lo que los arqueólogos buscaban sino lo que el régimen quería que sea hallado.
Por supuesto, los científicos alemanes se reían de estos disparates monumentales. Una nación que había producido a Johannes Kepler, quizá el mayor astrónomo de la historia, se veía en medio de charlatanes y fantasiosos sin el menor rigor científico. Pero quien contaba con las ametralladoras de las SS a la mano era Himmler y él apoyaba con absoluto fervor todo este bestiario teórico. El investigador británico Alan Baker, autor de Águila invisible, la historia del ocultismo nazi, afirma que entender las motivaciones de Himmler es muy fácil puesto que, apelando al ideario ariosofista y sus extraviados alrededores, era posible refutar la ciencia materialista encarnada por el judío Albert Einstein.
Entre los dislates del líder de las SS aún había cabida para los cátaros, la célebre secta herética perseguida por la Inquisición medieval. Se trataba de una secta dualista que creía en la oposición entre una divinidad buena y una divinidad mala. Para ellos, el dios maléfico era Jehová, deidad de los judíos en el Antiguo Testamento. Esta creencia agradaba profundamente a Himmler. Otto Rahn, el mayor ‘especialista’ en cátaros de la SS, era capaz de jurar que la secta había guardado el santo grial en los pirineos franceses.
En la actualidad, nadie cuestiona el gran interés de Heinrich Himmler en el ocultismo. Sin embargo, lo que aún se sigue discutiendo es hasta qué punto llegó a estar envuelto en el asunto y de qué manera este delirio ocultista influyó en el régimen nazi. El historiador Longerich apunta una teoría interesante: la mitología germánica, y su refuerzo con toda una serie muy variada de ‘ideas ocultas’, se convirtió en una especie de religión sustituta para Himmler.
A pesar de que cientos de personas lo consideran la mismísima encarnación del demonio, el caso es que Adolf Hitler no le prestaba la menor atención a los misticismos. En las reuniones y conversaciones informales era habitual que el Führer ridiculizara la fascinación de Himmler por el ocultismo. Sin embargo, la verdad es que Himmler llevó el mito de la superioridad aria, así como la paranoia antisemita, a niveles que Hitler supo aprovechar muy bien. Es decir, de manera horrorosa.
Las consecuencias, por supuesto, fueron más inimaginables y sobre todo más graves que todas estas teorías juntas.