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Arte
Modernidad del símbolo
¡Olvídame, Naturaleza!
Soy apenas un fantasma en tu silencio
Alfredo Gangotena
Si existe una palabra metafórica, en el sentido de mostrar el camino para comprender lo real, es sin duda la palabra símbolo. Como sabemos, el símbolo se trataba de un objeto, como una tablilla o una moneda que los antiguos griegos, cuando albergaban a alguien en su casa, rompían por la mitad, siendo entregada al amigo o al huésped por parte del anfitrión como prueba de unión y amistad. Si en algún momento alguien apareciera por la casa, la unión del symbolein propiciaría ser tratado con hospitalidad.
De alguna manera, el símbolo es la materia del arte, tanto como de los sueños, una especie de artefacto para comprender hasta el paisaje, como escribiera Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos. Si el símbolo posee una utilidad, está relacionada con la unión de los extremos, en un sentido espiritual y terrenal, uniendo lo celeste y lo telúrico.
De esta coincidencia de los opuestos surge una nueva visión que propicia lo poético, lo imaginario en su sentido más cotidiano y real, alcanzando también a la creación artística, histórica y política. Esta puede ser una razón romántica para esa recuperación de lo mitológico y lo exótico durante la modernidad, como lo es el hecho de recuperar el pasado desde el presente para devolverlo a un futuro cercano.
Lo moderno no deja de hacer referencia al presente y a la actualidad, pero es también, como obra de arte, algo que muestra la quiebra entre el deseo y la realidad. Ese carácter partido del símbolo, precisando una unión próxima, nos conduce a conocer cuál es el verdadero carácter del arte, sabiéndose nostálgico y melancólico, en decadencia, como la misma vida que trata de transmitir.
Esta unión del símbolo y lo moderno es una manera de adentrarnos en la historia del arte ecuatoriano, en el cual un movimiento tardorromántico como el simbolismo tuvo una gran fortuna. Para ello, Alexandra Kennedy Troya y Rodrigo Gutiérrez Viñuales organizaron el año pasado la exposición titulada Alma mía, Simbolismo y Modernidad (1900-1930), donde incidían en mostrar que la creación ecuatoriana no estuvo al margen de un movimiento que se extendió de manera internacional, que tuvo en Latinoamérica un espacio de especial relevancia a un nivel artístico y estético. Por otra parte, uno de los objetivos de esta muestra necesaria está en ofrecer a los ciudadanos un patrimonio que, si no fuera por estos estudios y exposiciones, pasaría desapercibido o, peor aún, desconocido. Una muestra ambiciosa que ha dado lugar a un libro en el cual podemos encontrar una herencia moderna y simbólica que aúna la comprensión del arte de una manera democrática y útil, junto a la elevación propiciada por el símbolo.
En el libro podemos encontrar valiosos textos e imágenes que contribuyen a ampliar el sentido de un concepto contemplativo como el alma en relación con un simbolismo que bascula entre el disfrute de la vida y la emergencia de la noche, entre los que cabe destacar las aportaciones de Trinidad Pérez, Ángel Emilio Hidalgo, Cristóbal Zapata o Rodolfo Kronfle, entre otros. Un libro-exposición que reivindica la obra de creadores ecuatorianos como Enrique Díaz, Camilo Egas, Gangotena, Pedro León, Víctor y Luis Mideros, Nicolás Delgado, Eduardo Solá-Franco, Emmanuel Honorato Vázquez o una artista precursora como Josefina Ponce.
Así deviene un modelo de artista moderno, ofreciendo la creación como un símbolo de la realidad del flanêur que pasea entre la gente, una ciudad iluminada por la luz artificial y por los símbolos del presente identificados con el vértigo y con la reconstrucción de un imaginario que no deja de ser la reunión de la vida y la muerte en un espacio de ausencia y melancolía.
Pero, más allá, es significativo que aún podamos encontrar espacios de ensoñación o de fuga, como una huida hacia espacios a los que pertenecemos sin saberlo. El arte modernista es simbolista porque aúna lo más alto y lo más bajo, a través de la lucha entre el amor y la destrucción que proyecta una ausencia melancólica en el presente, optando por la recuperación de un espacio que hospeda y rechaza, como un símbolo del tránsito fantasmático donde se adivina la pesadilla de la modernidad.
El artista convertido en transeúnte vacila en un espacio urbano noctámbulo y gozoso que será anuncio de una aurora maldororiana y poética que influye decisivamente en el rumbo de las artes internacionales desde el siglo XIX. Esta separación de la naturaleza, salvo para reclamar una lectura esteticista o poética, es prueba de la ausencia de fundamentos que dará lugar a la I Guerra Mundial y servirá de argumento para potenciar un pensamiento técnico y racional, claramente opuesto a una razonable pasión por lo imaginario o el sueño. No es casualidad que los intereses en el descubrimiento del inconsciente también se movieran en espacios como el eros y la muerte.
Si bien el simbolismo tuvo una particular incidencia en el plano estético y vital, la profusa aparición de revistas ilustradas creó también esa modernidad que hacía que la sociedad se transformara y donde las ciudades se metamorfosearan en las urbes actuales. Una realidad que propiciaba la ensoñación y las correspondencias con la nueva naturaleza del ser humano, capaz de convertir al ciudadano en paseante de las ruinas del presente, a través de la fuga hacia un paraíso artificial apropiado al simbolismo decadente, como corresponde a esa presencia dual entre el optimismo y el nihilismo que estará bajo esa alteridad propia de principios del siglo XX.
Walter Benjamin subrayó que el conocimiento de la realidad no podía darse de forma directa. Además, que la modernidad conllevaba realizar una vista hacia el pasado para volverlo presente de una manera ilusoria. El símbolo y el tránsito hacia ella podían encontrarse en las ruinas de un pasado a veces impostado.
En la plétora de textos e imágenes que presenta Alma mía, podemos adivinar el esfuerzo dedicado a descubrirnos un espacio propio de las artes ecuatorianas que contribuye a engrandecer un espacio latinoamericano propio, con relación a los movimientos artísticos europeos. Se trata de subrayar la particularidad del caso ecuatoriano, en el cual sobresalen intereses epocales vinculados al paisaje y a la historia, pero también involucrados en un presente donde aparecen grupos literarios pioneros de gran influencia póstuma, como los escritores que se agruparon bajo el nombre de Generación Decapitada (Arturo Borja, Humberto Fierro, Ernesto Noboa y Caamaño y Medardo Ángel Silva).
Es importante señalar también el alcance de las artes decorativas, las revistas ilustradas, el diseño o las propias artes aplicadas a modernizar la realidad de un mundo en aceleración.
Esa deriva en el mundo, buscando un ideal más luminoso, es el signo de un tiempo que no ha perdido su sentido, sino que ha otorgado la posibilidad de alcanzar al simbolismo ecuatoriano de un lugar propio en la historia del arte latinoamericana.