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Lupe Rumazo, una vida narrada por sí misma

Lupe Rumazo, una vida narrada por sí misma
08 de diciembre de 2014 - 00:00 - Fausto Rivera Yánez, Crítico cultural

Hay un solo camino para conocer a Lupe Rumazo y es a través de su obra. Pretender acercarse a ella por fuera de sus libros es una tarea poco provechosa. Sus voceros oficiales son sus letras y la escritora justifica esta posición citando a Mallarmé: “Para que nuestra satisfacción sea íntima y viva, para nosotros cuyas obras prefieren encontrar una recompensa en ellas mismas”. Rumazo es su propia creación textual y todo lo que se pueda decir al respecto está en papel (y en digital, por los tiempos modernos). Solo hay que leerla.

 

Lupe Rumazo (Quito, 1933) es una escritora ecuatoriana radicada en Venezuela que, a pesar de contar con una vasta obra ensayística y novelística que ha sido celebrada por autores de la talla de Leopoldo Zea, Juana de Ibarbourou o César Dávila Andrade, aún es poco conocida, y escasamente analizada, en el Ecuador. Una paradoja lamentable considerando que Rumazo es fundamental en la historia de la literatura latinoamericana, tal y como lo dijo Ernesto Sábato cuando comentó su tercer libro de ensayos, Rol Beligerante: “¡Qué coraje intelectual, cuánto honestidad espiritual respira cada una de sus páginas! Pienso que marcará un hito decisivo en la crítica continental y que de él en adelante habrá que tener mucho cuidado con ese pretencioso macaneo con que se abruma al lector de lengua castellana”.

 

Integrante de una familia de pensadores y artistas —su padre fue el escritor Alfonso Rumazo González y su madre la concertista Inés Cobo Donoso—, Lupe Rumazo residió en diferentes países de América y se nutrió de cada cultura. Estos tránsitos la convirtieron en una mujer de mirada y voz universales: “He realizado mis estudios en donde he residido con mi familia: en el Ecuador, en Colombia, en el Uruguay, en Estados Unidos, en Europa. Mi padre fue desterrado por la dictadura de Federico Páez y el exilio ha sido una imposición”.

 

Nada de lo que ella ha escrito se escapa de la realidad. Su universo intelectual no tiene fronteras geográficas, canónicas, ni disciplinarias. Sus libros, especialmente las novelas y relatos, forman parte de su paso por el mundo como mujer-extranjera-creadora, mientras en sus ensayos se revela una crítica literaria estricta y voraz. Su prosa crítica carece de eufemismos y la agudeza con la que analiza a ciertos autores, como Severo Sarduy y Julio Ortega, o corrientes literarias, como el estructuralismo, no escapa de ninguna controversia. Además, Rumazo le da un lugar especial a la literatura hecha por mujeres. Reflexiona sobre la escritura de autoras como Sidonie-Gabrielle Colette, Simone de Beauvoir o Marie Bashkirtseff y se dedica, en gran parte de su obra ensayística, al análisis de escritoras latinoamericanas que vendrían a formar parte del Intrarrealismo, teoría ideada por ella en su segundo libro de ensayos.

 

A pesar de que Rumazo dice no tener autores de cabecera, recurre con frecuencia a Platón, Nietzsche, Rousseau, Hermann Broch, Mallarmé, Rilke, Saint-John Perse, García Bacca, Camus, Alfonso Rumazo González, Espejo, Montalvo, Simón Rodríguez, Darío, Neruda, Gabriela Mistral, Faulkner, a la filosofía y a la poesía en general. Y en la contemporaneidad se detiene en Saramago, Sábato, Antonio Lobo Antunes, Mo Yan, Leopoldo Zea, Le Clézio, Todorov, Derrida, Saul Bellow, Musil, Beckett, Daniel-Henri Pageaux, Giuseppe Bellini, Jacques Lafaye y Alexandre Ritter, entre otros.

 

Lupe Rumazo, quien en 2013 fue incorporada como Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, lleva a sus espaldas una gran cantidad de libros publicados y varios inéditos que verán la luz pronto, como Escalera de piedra, Temporal o la última llave del destino y Documentos prescindibles e imprescindibles.

 

 

¿Por qué empezó a escribir y qué libros recuerda que fueron los primeros en aterrizar en sus manos?

 

Por rebeldía, por reacción, porque tenía que realizarme. La expresión ‘realizarme’ me la decía a mí misma. Leí desde antes de los cinco años y no me he detenido. Empecé con los clásicos, Monteiro Lobato, María Bashkirtseff, la biografía de María Curie, Juan Ramón Jiménez, la Generación del 98, la literatura rusa y mucha latinoamericana.

 

¿Cómo marcó su devenir como escritora la presencia de sus padres?

 

Fundamental en todo momento, en las dos vertientes, en la de mi padre Alfonso Rumazo González y en la de mi madre Inés Cobo de Rumazo. Soy su obra en todo sentido.

 

 

En su libro de ensayos, En el lagar, usted afirma algo que se convertiría en la hoja de ruta de su futura producción literaria: “Ni realismo ni formalismo puros (…) Ni realismo que excluya el libre juego de lo creativo, en sentido estricto; ni formalismo que trate de volar sobre las cosas como desasido de ellas”. ¿Cómo llegó a esa postura frente a la literatura?

 

Si bien mi determinación por escribir ha sido siempre total y en cada libro he entregado la mayor autenticidad, no me he guiado por una ‘hoja de ruta’ ni por un planteamiento previo para mis textos porque me ha parecido que eso es contrario a mis convicciones. Los libros se van formando, como nos enseña Mallarmé. Creo en la facticidad, en la probabilidad y, sobre todo, en ‘la novedad en ser’ que es lo creador. Esto lo he mantenido desde siempre y ahora en forma más acentuada. Me he guiado por la hermenéutica heideggeriana que exige un “estar en marcha de sí mismo hacia el existir”.

 

 

Se ha declarado como una mujer ‘esencialmente anticanónica’ y en su literatura eso se pone de manifiesto, no solo porque es difícil identificarla con cierta generación de escritores latinoamericanos, sino porque en todos sus libros hay un cruce de varios géneros literarios, hay una constante movilidad que apunta hacia una universalidad de su escritura. ¿Por qué esa rebeldía en sus letras?

 

Siempre he sido rebelde y esa rebeldía no la he perdido. Pero no es esa la razón para mostrarme y ser anticanónica. El hecho de haber sido, como todos, ‘arrojada en el mundo’, como nos enseña Heidegger, me llevó a la beligerancia intelectual, a la afirmación negativa, por ende reveladora, al impulso de rastrear muy dentro. Es el ejercicio de una propia teoría del conocimiento. Y si no pertenezco a determinada generación de escritores o si hay una polifonía en mis textos de diversos géneros literarios vale atribuirlo, en el primer caso, a que entrego una originalidad y, en el segundo, a que experimento la vida como una totalidad, no como una división.

 

 

En sus libros la realidad no se escapa del lenguaje y, por ello, su literatura forma parte del testimonio de su vida, entra en el juego de la ‘autobiograficción’. ¿Cómo es el proceso de traslado de la realidad a su literatura, hasta qué punto la ficcionaliza?

 

No busco hacer explícitamente ficción, aunque tal esté en mis novelas y en mi relato en general y es que no he querido dejar escapar ni dejar de asumir ninguno de los momentos que han posado su impronta en mi ser. No solo he buscado conocerme o reconocerme y así lo señalo en el ensayo La autobiografía en el relato de Lupe Rumazo, sino que he pensado que desde mi testimonio vital, que nunca es solamente individual, hablo de temas universales, de la condición humana. Es una manera de entregar una vida narrada, pero no simplemente una que transcurre, sino una que trasciende. Al respecto en la ampliación de ese ensayo hablo de la bíos/biografía como la entiende Hannah Arendt.

 

 

Usted dijo en una entrevista que cree en la escritura cero, que es la del compromiso total. Roland Barthes, en el prólogo de su libro El grado cero de la escritura, plantea que la escritura no solo tiene la función de “comunicar o expresar, sino imponer un más allá del lenguaje que es a la vez la historia y la posición que se tome frente a ella”. ¿Cuál es su postura frente a la historia; tiene algún carácter ideológico?

 

Siempre y mucho antes de Barthes he sabido que somos seres históricos y que es necesario entregar un compromiso. En historia busco la Verdad y la Justicia. Es lo que pido en mis libros y lo que pide mi padre Alfonso Rumazo González en su novela excepcional Justicia, la mala palabra. No entrego necesariamente un compromiso ideológico, aunque es evidente que ese también aparece especialmente en mi novela Peste blanca, peste negra y en mis libros de ensayos. En mi obra inédita hay todavía un compromiso mayor.

 

 

Hay una necesidad de acompañar siempre en sus libros una introducción, un autoprólogo, como si pretendiera orientar al lector por un camino específico para que no se desborde. ¿Por qué esa insistencia de dotar al escrito de un contexto de explicación, de justificación?

 

Usted señala que mis autoprólogos buscan una justificación ante el lector o una orientación. No es ese mi deseo. Pienso que mi condición de ensayista lo exige y especialmente porque forman parte de una auto-vivisección. La crítica que de mis libros se haga puede decir algo distinto, pero yo ya he dicho lo mío. Pienso que a El proceso le sigue El castillo, como paso que consolida. Es decir que quien es juzgado termina siendo por su obra en sí el ‘Señor del Castillo’. Esto no ha sido visto antes así. Y yo quiero ser, frente a mí misma, el ‘Señor del Castillo’.

 

 

En su libro de ensayos Yunques y crisoles americanos plantea un sistema literario para agrupar a una generación de escritoras latinoamericanas del siglo XX, que compartirían una misma preocupación estética y existencial. ¿Por qué este interés por trabajar a las escritoras por separado? ¿Cómo entiende la escritura hecha por mujeres; cuáles han sido los costos históricos y sociales para que la mujer pueda escribir?

 

Escribí Yunques y crisoles americanos en Madrid cuando Carmen Conde me pidió que diera una conferencia en el Ateneo sobre la escritora en América. Ese estudio derivó en la Teoría del Intrarrealismo sobre la literatura femenina latinoamericana y en el encuentro de lo que resultó ser algo mucho más que un ismo. Finalmente no di esa conferencia en reacción al franquismo que ella representaba y a que se quería hacer a Rubén Darío español. Y yo soy fundamentalmente americana. Si bien existe una univocidad de todos los seres reales y una misma compenetración en el cosmos, como nos enseña Whitehead, en contraposición con la lógica cartesiana, es también indudable que la escritora como individuo ve el mundo y lo vive y padece de diferenciada manera. En Yunques... quiero mostrar cómo la escritora repele la violencia con la trascendencia, con la creación. Los costos sociales e históricos son conocidos, importa lo que la escritora construye. En la OEA presenté la ponencia ‘La violencia contra la mujer intelectual’ cuando se discutía la Ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer.

 

 

Y en el plano de su escritura, tanto novelística como ensayística, ¿cómo influencia su condición de mujer en su literatura? ¿Siente alguna identificación con el feminismo?

 

Ya lo indiqué antes e inclusive está analizado magníficamente por Julia Kristeva en su trilogía El genio femenino: Hannah Arendt, Colette y Melanie Klein, con el señalamiento específico de que “llamamos genios a quienes nos obligan a narrarnos su historia porque ella es indisociable de sus invenciones, de las innovaciones volcadas al desarrollo del pensamiento y de los seres”, etc. Y los ‘genios’ son hombres y mujeres. No creo en el feminismo porque me parece un sectarismo. Kristeva lo considera un nuevo globalismo.

 

 

En sus novelas hay un desarme del individuo. Usted llega a un punto extremo de la introspección de la condición humana, mostrándola con todas sus carencias, pero también con todas sus posibilidades. Este viaje introspectivo tiene un diálogo comunitario, como en Peste blanca, peste negra. ¿Su intención es narrar una historia social de la región en la que vive?

 

Es evidente que hay en mis textos una introspección y una serie de denuncias especialmente contra el poder y contra cánones deletéreos, inamovibles. No se trata de narrar una historia social per se. Esa está dentro porque es la que padecemos y a la cual no se puede obviar. Yo he sido muy golpeada por el Poder. Leopoldo Zea, prologuista de Peste blanca, peste negra considera que hay allí no solo una novela introspectiva sino el encuentro de las pestes que no se donan y que quieren dominar y de “nuestro mundo una y otra vez azotado por las pestes… La América en que surge otra peste, la peste latina que se siente obligada a amputarse para defenderse de la peste ajena”.

 

 

¿Cómo mira a América Latina en lo cultural?

 

Efervescente, valiosa, potente, libre pero también creyente de que la crisis debe traducirse miméticamente en un ejercicio literario iconoclasta sin considerar lo realmente creador.

 

 

A pesar de que es enfática en señalar que la vida y obra de un autor no pueden ser abordadas por separado, ¿cómo maneja la voz narrativa en sus novelas, llega en algún punto a desprenderse del yo personal? Pienso en Carta larga sin final, dedicada a su madre Inés Cobo de Rumazo.

 

Mi yo personal es un yo unánime o al menos es lo que quisiera fuera. Claro que voy transitando por diversos niveles y en el caso de Carta larga sin final es evidente el contrapunto entre la voz de mi madre y mi voz. Al final busco la Antífona, o sea la voz que salmodia, con lo cual se accede a una suerte de absoluto. No se olvide que también percibo la voz de la música en ese libro y en otros, y la voz del ser humano y del dolor. En Vivir en el exilio tallar en nubes, Juan David García Bacca, el inmenso filósofo, encuentra que el exilio personal se convierte en transustanciación.

 

 

¿Cómo ha marcado su ‘extranjería’ en su literatura?

 

El hecho de ser extranjera en algunos países me ha obligado a un mayor acendramiento. Pero existe también una extranjería en el propio país, más allá de que literariamente haya sido reconocida por una crítica valiosa. Y esa extranjería es tremenda, terrible. El ensayo ‘La peste del silencio’ habla de la peste que ciertos nuevos schollars y magísteres ejercen sentando una cátedra ampliamente discutible y es la que se permite eliminar nombres y obras con absoluto desplante. Esa peste se añade a las otras que encuentro en mi novela Peste blanca, peste negra.

 

 

¿Con qué escritores ecuatorianos estuvo en contacto durante el anterior siglo y con quiénes todavía sigue hablando?

 

Nombro solo algunos. En el siglo pasado en primer término con mi padre, mi maestro, Alfonso Rumazo González, notable, oceánico biógrafo de América. Con Benjamín Carrión, Gonzalo Zaldumbide, mis prologuistas; con Isaac Barrera, Alfredo P. Diezcanseco, Jorge Carrera Andrade, Augusto Arias, Jorge Icaza, Alfonso Cuesta y Cuesta, Ángel F. Rojas, Jorge Enrique Adoum, Alfredo Pérez Guerrero, Leopoldo Benítes Vinueza, César Dávila Andrade, Francisco Tobar García, Filoteo Samaniego, poeta cósmico. Me reservo los nombres actuales.

 

 

¿Lee a jóvenes escritores? ¿Qué autores ecuatorianos nuevos le llaman la atención?

 

Indudablemente. Tengo un ensayo titulado ‘La luminosa poesía intemporal de Alexandre Ritter’ y en él hago un estudio sobre la poesía en el niño y en el joven, y hago referencia a Barthes, Bourdieu, Norberto Elías y otros. Alexandre Ritter, también ecuatoriano, mi nieto, es un prodigioso poeta bilingüe, ahora con veinte años, con cinco libros a su haber. Ha sido elogiado por Saramago. Existen otros valiosos autores. La calificación de ‘escritores nuevos’ es relativa, porque las generaciones coexisten y es ese maremágnum el que hay que considerar. No doy nombres, veo tendencias. Y encuentro en lo relativamente último un tremendo apetito de novedad, pero con paso en mucho atrasado. Se cree en el hipertexto y se lo explota y como ya lo dice Umberto Eco eso está en Le Livre de Mallarmé; en la migración de los personajes de texto en texto que ya está presente en el mito y en la literatura infantil; en la libertad textual, también antigua y no siempre creadora; en un neo-indigenismo; en la opacidad que cultiva el misterio, lo larvado; en un neo-expresionismo que quiere vindicar el antiguo realismo. Se hace en algunos textos un ensayo valioso e informado y en otros uno exclusivamente académico, por ende agónico, sesgado, pegado a la teoría; se entra en el inventario de los mismos autores, con la eliminación de otros en la Historia de las Literaturas del Ecuador, a la que he discutido. Las editoriales marginan igualmente.

 

 

¿Cree que hay una deuda histórica en nuestro país hacia su literatura?

 

Indudablemente. A pesar de haber recibido una crítica extraordinaria soy considerada minoritaria, es decir, no estoy situada dentro de una rueda publicitaria, de ese cacareado voceo con que el autor actualmente se embarca. Ahora se quiere eliminar el olvido que también se me depara, sin que eso sea enteramente posible o se toca a rebato un nombre, el mío, al que igualmente se ha querido desconocer. En todo caso con el reconocimiento se hace un señalamiento, un ejercicio de justicia, que agradezco. He preparado un dossier de 400 páginas al que he titulado ‘En torno de Lupe Rumazo’, con la palabra entusiasta que he recibido de América y Europa y con textos míos que aportan una fijación.

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