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Luis Antonio de Villena (parte II)

Luis Antonio de Villena firmó varios libros a quienes se acercaron a él durante el último LIT Festival. Foto: Álvaro Pérez
Luis Antonio de Villena firmó varios libros a quienes se acercaron a él durante el último LIT Festival. Foto: Álvaro Pérez
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Me hice amigo de Borges y Mujica Láinez, que eran gente estupenda. Mujica Láinez fue la segunda persona que conocí que usaba el monóculo de manera natural. Manucho Mujica Láinez me invitó a su casa en la sierra de Córdoba y a su casita en Buenos Aires, donde hizo una fiesta y conocí a la plana mayor de la literatura argentina.

Todos esperaban una especie de advenimiento. Había escuchado hablar de ella a exiliados españoles, y entonces entró: Victoria Ocampo, una gran señora, con un gran abrigo blanco de pieles y gafas de sol con montura blanca. Todos quedaron muy sorprendidos por la gran Victoria Ocampo y yo la saludé normalmente, pues tenía que darle recuerdos de Rosa Chacel, la escritora española que estuvo exiliada en Argentina y Brasil. Victoria no era una gran escritora pero sí una gran dama. Era una escritora normal. Y de hecho creó la gran revista Sur, en la que también estaba Pepe Bianco, un hombre magnífico, también gran amigo mío.

¿A qué venía todo esto? Ah, sí, por el monóculo. Manucho se ponía un monóculo de forma normal y un día estábamos en Toledo viendo un cuadro caravaggiesco que es el tesoro de la Catedral. Es un cuadro muy bonito sobre todo por las piernas de san Juan Bautista, porque la parte de arriba se ve mal. Las piernas desnudas son sorprendentes. Entonces, Manucho se caló el monóculo y dijo: “What a beautiful legs!”. Conocí también a un diplomático amigo de mi abuelo, ya mayor, que también usaba monóculo. Estaba destinando al consulado de España en Nápoles. Esas son las personas que he conocido que usaban monóculo como si eso fuera normal. A mí eso me gustaba, me parecía muy distinguido, y recordaba una rima en francés: “Le monocle de mon oncle”.

No me dejes seguir, porque entonces…

El arte de la conversación en las entrevistas implica no responder nunca las preguntas que te hacen.

Bueno y sobre todo porque de alguna manera todo esto que voy contando está en mi literatura.

¿Qué pasó con los infantes de Aragón? ¿Qué pasó con toda esa legión de poetas? ¿Cómo se los mira ahora a la distancia?

Bueno, naturalmente, hubo un inicio de esteticismo máximo. Fue todo muy brillante, bueno. Hubo, como era natural, las cerpas mayores, cada cual empezó a tomar un rumbo diferente. Algunos terminaron, dejaron la poesía, el caso de Félix de Azúa, que empezó a hacer ensayos brillantemente. Y yo creo que otros subieron, como José María Álvarez, que al principio solo ponía citas en sus poemas y ahora es un excelente poeta. Yo hice de todo, porque como no trabajaba, pues tenía mucho tiempo para hacer mi literatura. Salía de noche. Mi vida estaba dedicada a eso.

Me levantaba a las dos y media de la tarde. Almorzaba y leía el periódico. Luego me encerraba en mi gabinete a trabajar hasta que eran las diez. Salía en la noche e iba a sitios innombrables hasta el amanecer. Esa era mi vida, durante 20 años. No sabía sino de mala vida. Pero gracias a eso pude hacer yo esta poesía.

Recuerdo que te pregunté antes si había aquí un sitio de mala vida. Yo no podría ir solo, pero sí acompañado de alguien, porque lo que se ve en la mala vida es importantísimo para conocer un país. Yo he visto un Ecuador estupendo, un Ecuador próspero. Pero no he visto el Ecuador oculto, que solo estará en los lugares donde se infrinja un poquito la ley moral.

A Luis Antonio de Villena se le asocia con el gozo, la fiesta, con la visión luminosa de la vida. Pero hay un lado oscuro, menos conocido, un poeta hasta cierto punto obsesionado con la idea de la muerte, con el suicidio. Ya en el 84 se publica el poemario La muerte únicamente y en 2007, el ensayo La felicidad y el suicidio. ¿Cómo pueden convivir en una persona el hedonista —que exalta la belleza, la juventud, el eros y el cuerpo— con el hombre seducido por la muerte, enamorado de las sombras?

Son dos partes que en el fondo se unen por debajo. Siempre he sido un gran defensor del suicidio, quizá porque estudié clásicas.

Siempre me ha fascinado un personaje, Petronio, autor del Satiricón, personaje de la corte de Nerón, al cual lo involucran en una conspiración contra el emperador. A los romanos ilustres se les daba la posibilidad para que se mataran ellos. Petronio hizo un banquete, invitó a sus amigos e hizo que le cortaran las venas, la forma más elegante del suicidio, nada de barbitúricos o eso de tirarse al tren. No. Cortarse las venas en un baño de agua caliente y si hay un doctor, las vuelve a coser un poquito para continuar la charla. ¿De qué se charla? De la belleza de las piernas, del alma, adónde irá el alma, se lee un trozo del Fedón platónico, luego se hace pasar a cuatro jóvenes bien parecidos para decir: ‘Esto es lo que encontraremos en el más allá’.

Siempre me ha gustado el suicidio. Yo soy un suicida. Por eso me extraña cuando la gente, sobre todo los católicos, dice que el suicidio es una cosa de cobardes. Mentira. Hay que ser valentísimo para suicidarse. Si no, yo me hubiera suicidado.

¿Por qué me gusta el suicidio? Porque me gusta la intensidad vital y aunque parecen cosas en las antípodas, en el fondo están unidas.

Hay un personaje terrible, Louis Ferdinard Celine, gran novelista francés, autor de Viaje al fin de la noche, hombre terrorífico que dijo algo muy duro, pero que tiene algo de verdad. Le preguntaron qué es la vejez y él respondió: “La vejez es lo que sobra de la vida”. Incluso pensando en mi pobre mamá, que está estupenda, sí creo que la vejez es lo que sobra de la vida. Yo espero morir a los 74 años, me quedan 11. Me gustaría que un doctor me acompañara para ser como Petronio, que me cosiera las venas, que me diera una pastillita pero que me dejara un ratito para tomarme una copa de champaña, con un amigo joven que me enseñara las piernas. Las piernas son muy bonitas. Algunos se fijan en cosas más ordinarias, pero hay que fijarse en los ojos y en las piernas, ahí está la gran belleza humana.

Pues como soy muy vitalista soy un amante del suicidio, aún más, de la eutanasia. Los católicos que le rezan al que llaman Cristo de la buena muerte no se dan cuenta de que le están rezando al Cristo de la eutanasia, porque en griego eutanasia es eu, “bien”, y thanatos, “muerte”, es decir, buena muerte.

Pido que se legalice la eutanasia. Asistida. Es decir, que alguien te ayude para que no te sientas solo. Hemos llegado al mundo sin pedirlo, pero tenemos la posibilidad de irnos voluntariamente. Hay quienes querrán vivir a rastras, quien va a ofrecer sus dolores a la virgen del perpetuo socorro, estupendo, para eso está la libertad. Pero si no quiero ofrecer mis dolores a la virgen del perpetuo socorro, me parece la verdad un poco cursi, tampoco quiero irme arrastrando por ahí hecho una pena, puedo decir: “Ya he vivido lo suficiente, quiero terminar”. No quiero ser un viejo pesadísimo. Los únicos interesantes son los viejos verdes.

Hay un título de un poemario tuyo, que me parece que condensa un poco el sentido de su poesía: Proyecto para excavar una villa romana en el páramo. Hay una especie ahí de gran oxímoron. Está creando un mundo paralelo.

Yo utilicé ahí, de nuevo por mis estudios, la metáfora de la villa romana. Las villas romanas eran casas de campo muy grandes que se construían muy bien, llenas de mosaicos muy bien trabajados.

Entonces, pensé que al igual que un arqueólogo excava una villa romana y encuentra fragmentos de mosaicos, teselas de mosaicos, en este libro, cada poema es una tesela, y, al leer el libro completo, aparecería el mosaico —el mosaico de mi vida, de mi interior, de mis obsesiones, de mis fatuidades, de mi encanto, de mi mal genio. Pero como todo arqueólogo sabe, no necesariamente va a encontrar el mosaico entero, va a encontrar que el mosaico está un poco quebrado, le falta un trozo, tiene una cabeza pero no tiene un brazo, etc. El título funciona como una metáfora quizá del poemario, también quizá de mí, porque ya soy un poco mayor y podrán encontrar restos en mí de un mosaico.

Esto es lo malo de cómo funciona la literatura en nuestra lengua común. Deberíamos conocernos más. Si me hubieran traído a Quito en los años ochenta, en mis 29 años, hubiera tenido un éxito glamoroso, porque yo era un muchacho lindo. Pero todo esto tiene que ver, no son despropósitos. Aquello de la villa romana tiene mucho que ver con mi concepto de vida y el libro que tiene en concreto ese título no es solamente mi último libro de poemas, sino que resume muy bien el mundo lírico. El mundo lírico no puede ser sino personal, porque la poesía que de verdad me gusta es la poesía en yo, que está llena de intensidad, pasión y fuerza. Creo mucho en esa palabra que utilizaban los decadentes, que es ‘intenso’. La literatura, el arte, la pintura, la música, todo tiene que ser intenso. La intensidad, la pasión y la belleza que vienen del lenguaje y de las imágenes, eso es lo que embriaga al público y al propio creador. A mí esa literatura que para entender un poema tiene que estar media hora pensando, para que luego no haya nada que pensar, me parece una tristeza. Aunque algunos lo hacen muy bien. Pasión es el gran sentimiento humano y es esencialmente humano. Los tigres no tienen pasión, sino solo instinto. Nosotros tenemos pasión que es, como la inteligencia, un atributo específicamente humano. Me gusta pensar a la inteligencia y la pasión como dos ramas de un mismo árbol.

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