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RETROSPECTIVA
Los bienes de este mundo: Albert Camus y el origen de una vocación
Esos tiempos llegaron y consiguieron destruirlo todo en mí, salvo la desordenada avidez de vivir.
Albert Camus, El revés y el derecho
Aunque esta es una idea muy sartreana viene al caso: un hombre es la suma de sus actos y nada más. De poco nos sirve imaginar qué es lo que nos hubiera dado un escritor tan talentoso como Camus si hubiese vivido unos años más. De nada vale lamentarse por su muerte repentina y temprana, ocurrida aquel 4 de enero de 1960, cuando el escritor argelino tenía, apenas, 47 años. De nada nos sirve darle la razón en todo e idealizarlo ahora que está muerto. El único y verdadero homenaje que se le puede hacer a un escritor es leer su obra, evaluarla y valorarla. Esto lo que realmente hubiese querido el autor argelino. Porque en realidad Camus es, sobre todo, la suma de una obra forjada con pasión y dedicación. Lo más importante de él es lo que dejó escrito y nada más. Y lo que dejó escrito es suficiente para afirmar lo siguiente: fue uno de los más grandes escritores de la lengua francesa y uno de sus más lúcidos pensadores. Pero, además, fue, sobre todo, un ser humano consecuente y comprometido: uno de aquellos rebeldes que, fieles al pensamiento de Nietzsche, actuaba en consecuencia a lo que pregonaba y pensaba.
Qué importa que Michel Onfray trate de oponerlo —por razones personales y emocionales— a su contemporáneo Jean-Paul Sartre. Qué importa que Onfray idealice al primero y maldiga al otro1, haciendo precisamente aquello que tanto Sartre como Camus nos enseñaron que no se debía hacer. Porque idealizar a una persona —sea para bien o para mal— es mentir. La verdad es que los seres humanos no somos ni tan buenos ni tan malos. Y esta es una idea que ambos, Camus y Sartre, compartían.
Ahora que han pasado más de cincuenta años de su muerte, muchos—entre ellos Vargas Llosa— le dan la razón a Camus, pero esto tampoco vale demasiado. Y es que las ideas son peregrinas. Las ideas no son eternas. Las sociedades las recogen y luego las devuelven (en ocasiones de modo caprichoso). A veces deben pasar siglos para ser nuevamente útiles. A veces apenas unos pocos lustros. Qué sabemos nosotros, en realidad, de su destino. Decir que Camus tenía la razón respecto de su negativa a los totalitarismos y dogmas ideológicos (entre ellos el marxismo), ahora que está muerto y que supuestamente se han desmoronado las grandes ideologías, es decir poco. Es sacar una conclusión cómoda y fuera de contexto. Más que sus ideas lo que algunos de sus contemporáneos, entre ellos Sartre, le reclamaron a Camus, en algún momento, fue su silencio y su inacción. Y con justa razón. Pues nunca son lo mismo las palabras del que se halla en situación (comprometido en un acto) que las del observador pasivo. Y Camus, sobre todo respecto al conflicto argelino, nunca tomó bando.
Pero no es espacio para esta polémica. Y queremos dejar, en lo que pudiera ser posible, al Camus ensayista y polemista, y centrarnos en el Camus artista. Porque lo que resulta importante comprender es que lo más valioso que pudo dejarnos un artista como Camus es su obra de ficción. Y, en este sentido, resulta indispensable fijar nuestra atención en ciertos momentos particulares de su vida; esos momentos en los que se fue forjando el escritor que sería. Porque, le guste a quien le guste, Camus sigue leyéndose con gozo y emoción, y su obra sigue provocando la reflexión y admiración de muchos lectores, pues puestos los números al día, son cientos de miles los ejemplares que todavía se compran y leen de las novelas del escritor argelino.
Los primeros años
En primer lugar, la pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramó sobre ella su riqueza. Iluminó incluso mis rebeldías.
Albert Camus, El revés y el derecho
Albert Camus nació en Mondovi, ciudad argelina, el 7 de noviembre de 1913. Su padre murió en la Primera Guerra Mundial, impactado por un obús. La familia recibió la insignia de honor respectiva cuando Albert tenía un poco más de un año. El pequeño Camus conservó de él, su padre, una fotografía y una rara anécdota (que su madre le contaría años después y que resultaría decisiva en la vida del escritor): luego de haber visto una ejecución pública, algo no tan raro el Argel de principios del siglo XX (pues incluso niños podían presenciarlas), el padre del escritor enfermó y maldijo la pena capital. Camus utilizará el tema del condenado a muerte en dos de sus obras: Los justos y El extranjero.
Camus vivió en Argel junto con su madre, su abuela y su hermano. La madre de Camus, Catherine Sintes, luego de que el padre muriera, y para poder mantener a sus hijos, trabajó como empleada doméstica. Era analfabeta y no escuchaba bien. La relación que con ella sostuvo Camus sería fundamental en su vida de escritor, pues la importancia que el autor argelino otorga al silencio en la comunicación humana, y que es uno de los temas principales de El extranjero, es el resultado de este trato de pocas palabras que siempre mantuvo con ella. En la casa además vivían su hermano Lucien, que trabajaba desde los quince años como obrero en una fábrica del sector, y la abuela, una mujer de carácter duro y severo, que influiría decisivamente en el carácter y disciplina de Camus, pues era la que solía castigarlo cuando llegaba tarde por quedarse jugando fútbol con los otros niños.
El pequeño Albert se crió en uno de los barrios de Argel más pobres, Belcourt, donde los hijos de obreros franceses mantenían trato directo en el día a día con árabes, bereberes y nativos. Un niño como él no podía sino sentirse singular en este medio, pues los árabes nativos, en cierto modo, siempre veían a los niños franceses como seres extraños que contaba con ciertas prerrogativas. Es aquí en donde Camus adquirirá ese sentimiento de extrañeza, esa sensación de singularidad ante el mundo que evidenció en su literatura y que nunca le abandonaría.
Se debe recordar que desde niño fue un alumno brillante. Y podríamos identificarlo con ese niño pobre y buen estudiante que, aunque suele ser excepcional, siempre aparece en algún momento de nuestro paso por la escuela. Nunca dejará de ser un misterio comprender cómo un muchacho bajo estas circunstancias, que pasaba mucho de su tiempo en las calles de Argel expresándose en el burdo cagayous (el lenguaje vernáculo, mezcla de francés, español y árabe que hablan los argelinos), de padres analfabetos y que no tenía en casa ningún libro, se volviera con el tiempo uno de los prosistas más elegantes, más precisos y agudos de la lengua francesa. Pero el hombre es un misterio, y hay resortes que la Sociología, ventajosamente, no puede explicarse. Un toque de desdicha, sin embargo, siempre permitirá a un hombre conocerse mejor a sí mismo, y por ello tal vez modificar en parte su destino. Sin embargo, ese no fue el único factor decisivo en la vida de Camus, pues sería innegable no considerar el interés y la ayuda que recibiría de un maestro de la escuela, Louis Germain, que hizo todo lo posible para que Camus no dejara sus estudios. Este profesor, uno de esos seres sensibles, casi exiguos en la educación escolar, luego de ver en el joven Camus un talento y sensibilidad singulares, es la persona que se decide a hablar, al respecto, con su familia. Es evidente que sin la intervención de Louis Germain, que es a quien Camus dedica el discurso del premio Nobel en 1957, otra hubiese sido la suerte del escritor (seguramente habría terminado trabajando como obrero, igual que su hermano Lucien, en alguna de las industrias de la ciudad). Germain habla con la abuela de Camus, que era la mujer que tomaba las decisiones de la familia, y la convence de que lo deje ir al Instituto.
Desde ese día, la suerte de Camus sería otra.
Un giro del destino
Saber permanecer solo, durante un año en una habitación enseña más al hombre que cien salones literarios.
Albert Camus, Carnets
Para ciertos escritores, la literatura es la única opción. Desterrados de los dones de la vida, derrotados por ella, ven en la escritura la posibilidad de desquitarse de ese mundo que pretende aplastarlos. Un Flaubert, un Baudelaire, un Sartre hicieron de sus fracasos existenciales sus éxitos literarios. Llevan el resentimiento en su corazón y ven en su arte la única posibilidad de volverlo soportable. Este no fue el caso de Camus, pues, en realidad, él nunca la buscó. A pesar de ser un gran alumno en la materia de Francés, el joven Camus no fue un ratón de biblioteca que se la pasó horas y horas leyendo. Es verdad que era un muchacho inteligente y de una imaginación rica, que se entusiasmó con algunos libros en la escuela, pero en realidad fue un niño entregado a la vida y sus bienes.
Años más tarde, cuando ya era célebre como escritor, cierto amigo le preguntó: “Si hubieses tenido que escoger entre el fútbol y la literatura cuál de los dos habrías escogido”. “El fútbol, sin duda”, dijo él. Y no mentía, pues para Albert Camus la literatura fue un accidente, una súbita propuesta del destino (que no le dejó escoger) y a la que nunca puso por encima de todo, es decir, por encima de la vida.
Antes de la llegada de ella (la literatura) a su vida, el joven Camus se la pasó experimentando su relación con el mundo. Muchas horas de su vida las dedicó a jugar fútbol (en el que quería llegar a ser profesional), a nadar en los balnearios de su ciudad, y a vagabundear con los amigos del barrio: estas experiencias le enseñarían a disfrutar de su cuerpo, pero sobre todo le iniciarían en algo que siempre estaría presente en la mayoría de sus escritos, y que sin duda es la principal riqueza de los mismos: el amor al paisaje de su ciudad.
En uno de sus primeros trabajos, Bodas (1938), podemos leer:
El incesante romper de las olas en la arena me llegaba a través de un inmenso espacio donde danzaba un polen dorado. El mar, el campo, el silencio, los perfumes de aquella tierra, me llenaban de una vida olorosa, y saboreaba el fruto maduro del mundo, conmovido al sentir su dulce e intenso jugo deslizarse por mis labios.
A pesar de que en sus grandes narraciones existen reflexiones y razonamientos, sería erróneo y reduccionista pensar que, al estilo de Sartre, las ficciones de Camus son “solo” novelas de ideas. Tanto en El extranjero (1942) como en La peste (1947) y en la misma La caída (1956) lo que se impone, ante todo, es la sensibilidad de un escritor impresionista que evidencia instantes de su vida por medio de imágenes de un plasticidad asombrosa. Camus, como dice Mario Vargas Llosa en un ensayo recogido en su libro Contra viento y marea2, es menos un filósofo que un poeta, pues en realidad el escritor argelino siempre se mantendría fiel a estas imágenes obtenidas menos de los libros que de las experiencias directas con el mundo.
Y, sin embargo, por razones ajenas a él, un buen día tendría que darle la espalda a esa vida y a ese paisaje que nunca despreció. Y es que hay un momento decisivo en la vida de Camus que nos da la clave de su entrada a la literatura: una tarde, a los 18 años, en medio de un paseo familiar empieza a escupir sangre en la playa. El diagnóstico es definitivo: tuberculosis.
Él solía decir que “haber sido portero de un equipo de fútbol le había enseñado que la vida es como el balón: nunca nos viene por donde quisiéramos que lo haga”. Pues desde aquel momento, la vida como la entendía, cambiaría su dirección. Desde ese día tendrá que dejar el humilde y pequeño departamento en el que ha vivido con su madre, y deberá aceptar, pues es indispensable para su recuperación, la ayuda de un tío político, Gustave Acault, que como pequeño burgués (tenía la más grande carnicería de Argel) puede ofrecerle las condiciones necesarias para que no muera.
En casa de los Acault, en la que también sería un extraño, Camus descubre la literatura gracias a esos grandes autores que influenciarán en sus escritos futuros. En su convalecencia, leerá durante horas a Victor Hugo, a Balzac, a Zola, es decir a los clásicos franceses, pero también (visto que el tío Gustave le daba dinero para que comprara libros) a sus contemporáneos: Gide, Celine, Malraux.
No es posible saberlo, pero quizá en muchas de esas pausas reflexivas que nos impone la lectura, vinieran a su cabeza las imágenes de esa infancia pobre pero no por ello desdichada: el rostro abrigado de la madre, con la que quizá nunca conversó lo suficiente, los ruidos del campo, los olores de la tierra y de la sal del mar, o quizá sencillamente, el silencio de una pequeña ciudad que duerme en la noche y que, pocos años después, abandonaría para siempre.
Lo único cierto es que empieza a escribir, pues la enfermedad lo obligará a renunciar a las actividades comunes de aquellos años (nadar, hacer deporte, vagar por el puerto). Pero además la tuberculosis quizá le enseñara otra cosa: que la literatura empieza, casi siempre, cuando la vida nos da la espalda.