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Libro

Lo que ayer parecía nuestro, de Raúl Serrano

Lo que ayer parecía nuestro, de Raúl Serrano
31 de octubre de 2016 - 00:00 - Galo Galarza Dávila. Escritor

UNO

Realmente no sé por qué razón estoy aquí incumpliendo una vez más la promesa que me hice, hace unos años, de no participar en bautizos de libros. Tal vez sea porque estuve a punto de morir y una voz me dijo: «Todavía no es hora hermano, debes presentar aún otros libros de tu amigo Raúl Serrano»; o será que estoy a punto de nuevamente partir, esta vez a vivir en una ciudad inventada por Onetti que se llama Santa María (donde todo es posible, incluso que resuciten los muertos. ¿Se acuerdan del famoso Larsen, también conocido con el sobrenombre de ‘Juntacadáveres’?), y no veré en mucho tiempo ni escucharé las voces de mis hermanos poetas. ¿Será entonces que cuando uno de esos hermanos te pide que seas padrino del niño que ha nacido, aceptas ir a la iglesia aun cuando no creas en Dios y menos en el Diablo y recitas a plena voz frente al cura y los feligreses que renuncias a Satanás y sus santos oficios? ¿Será, por ello, digo, por todo ello, que esta presentación es también una despedida? Tantas cosas, en fin, que me han hecho romper esa promesa y que me han traído hasta aquí no como un sesudo crítico —de esos que hay por allí y que están a la caza de destripar o ensalzar autores—, ni como académico de la lengua (que ahora abundan), ni como profesor de Literatura ni como miembro del consejo editorial de una revista fantasma.

Estoy aquí, amigas y amigos, como un simple lector, que ni siquiera tiene columna en un diario (ya sea público o privado), como ironizaba el poeta, y que por ello, de cuando en vez, por desesperación o despecho, escribe unos breviarios en las redes sociales que son borrados automáticamente por el tiempo. Estoy aquí para compartir con ustedes la lectura (o las lecturas) que hice del cuarto cuentario de Raúl. Un amigo de mucho tiempo (en verdad desde que tengo uso de razón, es decir desde hace no más de tres décadas cuando me convertí a la literatura como se convierte un buen ciudadano a la religión islámica), a quien admiro por su rigurosidad académica (en los sesudos estudios que realiza y publica en la Universidad Andina Simón Bolívar donde es profesor de literatura, sobre la obra de Humberto Salvador, Pedro Jorge Vera, Pablo Palacio y otros); en su afán incansable por gestar antologías que recogen estudios sobre Julio Jaramillo, Marilyn Monroe o autores y personajes víctimas del desprecio y el olvido; y más (mucho más) por su febril trabajo de crear atmósferas en la ficción narrativa que ya lo han convertido en uno de los escritores más destacados de su generación. Y por si todo este trabajo intelectual enorme fuera poco, se da tiempo (no sé cómo) para alimentar permanentemente el Facebook con noticias interesantes sobre autores y libros, él también unido a esa cruzada (desde ya perdida) de que algún día el ‘face’ se transforme en book. Y que en español suena mucho más poético: que algún día el rostro se transforme en libro.

DOS

Este libro de hermoso título, Lo que ayer parecía nuestro (Quito, 2015), editado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de El Oro, y Eskeletra (nuestra casa de refugio y de sueños), está presentado en tres partes como el juego infantil de pares o nones y desempate, en el que constan doce relatos de diferente extensión, a los cuales Raúl ha ido puliendo morosamente (se pueden constatar las fechas de cuando los comienza y cuando los termina, en algunos casos los reescribe, como explica en una nota que viene al final del libro) y que nos dejan una serie de imágenes y personajes inolvidables. En la primera parte (‘Pares’): migrantes que añoran las canciones de Julio Jaramillo en una España glotona que un tiempo se tragó gentes y ahora las escupe deshuesadas; Eloísa, la novia en eterna espera, alucinada y maltrecha, abandonada por ese príncipe azul de pueblo polvoriento y caluroso, cantada, sin embargo, por otro abandonado de la suerte que suple los vacíos con una muñeca enorme (el doble de Eloísa), hojas de eucalipto y cartas desesperadas; esa otra mujer, también abandonada por aquel general que subido en un corcel fue en busca de los invasores de su (nuestra) patria y nunca volvió. Mujer atormentada que entra todas las noches en el «hotel de la memoria» y de los sueños para salir una de esas noches expulsada de su casa en busca de un vagabundo al que confunde con un emisario del general (terrible metáfora sobre la soledad, el abandono y la locura; para mi gusto, por múltiples razones, el relato más conmovedor del libro); esa pareja que metida en un hotel se ama hasta la muerte y es auscultada por un curioso (¿el escritor?), acompañado de un gato, que escucha la caída del puñal (y el anuncio del fin) como un latigazo, como una advertencia, como la repetición de un filme que aparece confuso o repetido en la memoria, como una inculpación y al final como una condena.

En la segunda parte (‘Nones’) aparece en escena Tersa, mujer terrible, matrona de matronas, una especie de femme fatale que se apodera de una vieja casa del centro de Quito como si se apoderara de la historia del país.  En un remedo del poder y de la gloria quiere hacer de esa casa un Palacio de Carondelet de chanza en donde puedan danzar cual títeres descoyuntados el Pichón (quien, preso de su deseo, será a la larga el testigo de su auge y caída; el testigo de verla convertida en calavera) y otros personajes secundarios que cruzan por el relato como fantasmas, como sombras ilustres, entre ellos asoman Velasco Ibarra (el Profeta) y el vate Carrera Andrade (autor del poema ‘Mademoiselle Satán’). En el relato ‘La colmena de los distraídos’ asoma otro ser monstruoso, enano o gnomo,  que habita los huecos redondos de la ciudad vieja desde donde observa, cual implacable juez, el paso de las gentes y las horas, las hipocresías de los amigos y parientes, el latido, en definitiva, de «la colmena». Un ser que confiesa a un invisible médico —otro enano— su vocación por los orificios putrefactos de una ciudad anegada y enloquecida. Y cierra esta segunda parte el relato ‘Nada se puede añadir a lo filmado’, en el cual el pingüino quiteño, vestido de traje negro y corbatín, danza con Salomé, su muñeca, por los recovecos de hoteles y pensiones, en fiestas de fundación de la ciudad y alcantarillas, amándose a sí mismo en las volteretas que produce con un ser de caucho y pelucas (una mujer de trapo), a la que solo puede destruir un gato y reconstruir un poeta.

La tercera parte viene precedida de un epígrafe parte del cuento ‘Las mujeres miran las estrellas’ de Pablo Palacio, que dice: «Hay que esperar. La vida es una paralización de espera». Y esa es, si así se la puede llamar, la filosofía de esta parte del libro, o tal vez de todo el libro: una espera que paraliza, en la cual vuelven a desfilar otros personajes de gran fuerza: la abuela tirana y loca que obliga a su nieta a vestir y desvestir muñecas mientras espera inútilmente a su último marido muerto en la Guerra del 41, aterradas ambas por los rasguños que producen «los ocupantes de la noche» que suenan y resuenan en las puertas de la casona como goznes de un pasado maldito, en medio del «bosque sin puertas»; el sobrino que invoca al Tío Tavo (una especie de Humphrey Bogart criollo que actuaba en las estampas de Evaristo) quien huyó en busca de la amada a Estados Unidos y fue deambulando de ciudad en ciudad hasta llegar a la urbe más loca de la Tierra: Nueva York, de la cual salió más alucinado y errabundo, más convencido de estar poseído por el espíritu de Bogart y haber actuado en películas de Hollywood y recuperado a Ava Miller (su anhelada musa); el profesor de lenguas aquel que metido en un ropero lleno de disfraces en un apartamento del casco colonial quiteño añora a su Mirla, mujer asombrosa con la que compartió sueños de clandestinidad, encubrimiento y amor, de la que solo recibe ahora cartas extrañas en las cuales le conmina al arrepentimiento o a la religión («no es que no crea en Dios —le dice—  o algo por el estilo, sucede que es Dios el que cree en uno y eso es suficiente») y a la que permanentemente evoca a fin de que retorne incluso con una tea en la mano para engendrar un fuego purificador y final. Y no podía faltar, en el libro, una alusión a la adorada Marilyn Monroe (a quien Raúl dedicó un libro entero con los testimonios de cientos de sus enamorados). Es el relato (casi una viñeta) en la cual un fotógrafo se delata alucinado como el asesino de la diosa.

TRES

Al final de la lectura de Lo que ayer parecía nuestro uno queda con la sensación (o al menos a mí me ha pasado) de haber entrado en un teatro de sombras y salir convertido en sombra, que es otra versión de aquella de Coleridge que entró en un sueño y salió con una rosa en la mano. En una sombra que recorre la historia y la soledad, el abandono y la pérdida, pero que es una sombra que a pesar de todas las adversidades puede sonreír y puede gritar, reírse a carcajadas; una sombra que es capaz de elevarse de entre el común de los mortales para mirar cómo se revienta el mundo. Una sombra que no puede ver su sombra. Una sombra que queda estampada en las paredes del libro, lista para que alguien, nuevamente, la toque y la devuelva a la vida, a la vida de la sombra. Una sensación que he tenido antes leyendo los libros de José Donoso, particularmente El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche y algunos cuentos del mejor Cortázar. Curioso, en cambio, que Byron Rodríguez Vásconez encuentre rastros de Onetti y Fuentes. A la final qué somos los escritores sino gestores de mundos y palabras, alimentados por otros cientos de palabras.

Raúl no escribe sobre triunfadores ni para triunfadores. Se solidariza con los más perdidos de los perdidos: con los migrantes extraviados, con las mujeres enloquecidas, con los asesinos, con los marginales, con los monstruos y los funámbulos, con los más despreciados de «todos los despreciados del paraíso» (como dice un personaje de uno de sus cuentos). Les da voz a aquellos que nunca tendrán voz y de ahí la validez de su literatura. Perdurará por ello. No siempre estará, claro, entre la que seleccionen los académicos como las partes «imprescindibles» de una literatura nacional coja, a la que ensalzan en suplementos, o entre la que gane premios rimbombantes y espesos; será la literatura que lean —leamos— los que vemos en este ejercicio de vida un medio de curación y salvación, de redención y salto a la libertad. Los que entramos en los libros como se entra en las iglesias o en los prostíbulos, a buscar la santidad o la perdición, la felicidad, la desdicha o la muerte (como quería Onetti).

Notas

* Texto leído en la presentación de Lo que ayer parecía nuestro, de Raúl Serrano Sánchez, el 10 de diciembre de 2015 en la Sala Manuela Sáenz de la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito. El autor ha hecho algunos ajustes a la presente versión a propósito de la segunda edición de este cuentario en octubre de 2016  (N. del E).

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