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Leila Guerriero: al rastreo de su escritura
SLa imagen: una lupa por el mango. Así los lectores ingresan con ojos deslumbrados a las crónicas de Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967).
El recorrido de Guerriero es amplio, colabora en La Nación de Argentina, El País de España, El Mercurio de Chile y Gatopardo de México, espacio donde también ejerce la labor editorial. Sus trabajos están incluidos en las antologías Las mejores crónicas de Gatopardo (2007), Crónicas Soho (2008), Mejor que ficción (2012) y Antología de crónica latinoamericana actual (2012). Sus títulos individuales son: Los suicidas del fin del mundo (2005), Frutos extraños (2009), Una historia sencilla (2013), Plano Americano (2013) y Zona de obras (2014). Su texto ‘El rastro de en los huesos’ recibió el Premio Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano en 2010.
Estrenando la lupa
La carga de subjetividad con la que impregna Leila Guerriero su trabajo de cronista natural es grande y múltiple. Se trata de una conciencia que interroga al lector, que se pregunta a sí misma por la naturaleza de los hechos que cuenta, sin aceptar lo superficial y lo obvio. Siempre puede haber —y de hecho lo hay— ‘algo más’, un sustrato profundo en los pliegues de la vida que va a parar al texto. Vale tomar en cuenta para sostener esta idea Los suicidas del fin del mundo (2005), cuya historia parece sencilla pero que basta para mostrar el estilo narrativo de la autora: “Esta es, entonces, la historia de Cecilia. La historia que Cecilia quiso contar. Cecilia había nacido en Itatí, Corrientes, hija de un chacarero, hermana de cuatro varones y de una mujer, y la bronca la había hecho feminista” (Guerriero, 2005: p. 153).
En Leila Guerriero es evidente que el rumbo de una investigación está condicionado por el primer contacto con realidades consideradas marginales y la reflexión intimista que deriva de esta aproximación. Los suicidas del fin del mundo trata sobre la muerte inexplicable de veintidós jóvenes, entre 18 y 22 años en la localidad de Las Heras, Buenos Aires. El punto de vista en el texto es la tercera persona que sitúa al espectador en el lugar de los hechos: “Las Heras es un pueblo del norte de Santa Cruz, provincia gobernada desde 1991 y 2003 por quien sería después presidente de la república, Néstor Kirchner” (Guerriero, 2012: p. 16). En las siguientes páginas la autora muestra una topografía en la que se mezcla la historia de la localidad y los elementos externos, producto de sus primeras interacciones. Vale destacar que Guerriero consigue reproducir en este texto “la música de fondo: la chirriante música del viento” que acompañará a esta crónica trágica.
Lo mismo ocurre en Una historia sencilla (2013) —título que alude a la película del cineasta David Lynch—, trabajo centrado en un bailarín folclórico. Guerriero elige contar desde el esfuerzo de “situar al lector” en un panorama que implica una descripción casi fotográfica: “La ruta provincial número 11 es una cinta de asfalto angosta, con […] una vía por la que ya no pasa el tren. Si se la recorre en el verano austral —enero, febrero— se verá, a un lado y otro, la postal perfecta de la pampa húmeda: campos reventando de un verde como trigo verde, verde brillante, verde maíz” (Guerriero, 2012: p. 19).
La crónica tiene que ser capaz de diseñar topografías, según lo necesite. Por eso Guerriero atina con los paisajes —la aridez de la Patagonia, la simplicidad de una casa, lo peculiar de un espacio de trabajo— así como con calles, plazas, domicilios. A pinceladas certeras emerge del texto un marco para las acciones con precisión, algún adjetivo elocuente, casi nada de adorno (aunque a ratos se imponga la contundencia de un símil). Su cualidad de observadora precisa es evidente y encontrarse con el diseño visual es una de las mayores fortalezas en sus trabajos periodísticos. Este rasgo también se encuentra en ‘El rastro en los huesos’, donde un grupo de criminalistas argentinos se encarga de identificar a los desaparecidos en la dictadura militar de Argentina de los sesenta: “El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la Ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y sobre los diarios hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos” (Osorno: 2010, p. 281).
Si en Los suicidas... se emprende la búsqueda de explicaciones a una trágica noticia, en Una historia sencilla se hace el acercamiento a un bailarín de malambo. Para ello, la periodista pasa de la descripción de un escenario a una revelación intimista, con una carga emocional evidente: “escucho, en el escenario, el rasgueo de una guitarra. Hay algo en ese rasgueo —algo como la tensión de un animal a punto de saltar que se arrastrara al ras del suelo— que me llama la atención. [...] Ésa es la primera vez que veo a Rodolfo González Alcántara […] Y lo que veo me deja muda” (Guerriero: 2013, p. 50).
En estos textos la autora utiliza un sistema de estrategias cuyo uso configura un discurso narrativo propio. Las fortalezas descriptivas crean un tejido estilístico particular, que el lector de Guerriero identifica.
Con la lupa en Zona de obras
Una característica de Leila Guerriero es la meditación sobre su escritura. Zona de obras (2014) es una compilación de sus últimos trabajos. La mayoría de estos escritos busca lo que ella explica con base en la experiencia de un cocinero perfeccionista, “entender cómo se pone el atardecer en un plato”.
La relectura genera creación. El resultado lo explica Guerriero. Hay que esperar en ella también el detenimiento en las palabras que está en sus textos y su nobleza en admitir ‘¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?’, título de una de las tantas columnas que ha escrito para El Mercurio de Chile. Una constante pero sutil actitud meditativa se desprende de cada texto al mismo tiempo que trasuntan el esfuerzo vital que late en ellos.
El interesado en conocer e identificar la batalla entre las ideas y el texto ahora cuenta con Zona de obras, donde la autora hace hincapié en la laboriosa tarea de ordenar las palabras y el pensamiento. Reafirma la idea de que la escritura no es un proceso para disfrutar y que muchas veces lo que importa es el resultado. Para lo cual vale la imagen de que escribir es acercarse al sol naciente de un nuevo decir sin antes haber habitado en la penumbra.