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Música

La tarde de las melenas caídas

La tarde de las melenas caídas
04 de abril de 2016 - 00:00 - Pablo Rodríguez, Periodista musical

Más de cuatro décadas tiene la escena rockera en Ecuador. Sin embargo, es muy escasa la información sobre esto, y la poca que ha circulado a niveles masivos, está más bien relacionada con sucesos represivos alejados de la música. Uno de los más significativos es el que ocurrió el 23 de marzo de 1996 en Ambato, donde estaba previsto un concierto con bandas ecuatorianas de metal extremo como Incarnatus, Cry y Demolición, junto a los mexicanos Cenotaph, agrupación que había acompañado en giras a referentes internacionales como Obituary, y que provocó una inmensa expectativa en el país. El concierto aspiraba a ser el inicio de una serie de shows con bandas del exterior, para formar públicos y potenciar una plataforma para las bandas locales en un momento en que había, en promedio, apenas diez conciertos al año. Gran parte del Ecuador rockero fue a Ambato en busca de una tarde de rock and roll memorable, pero eran otros los planes que policías, militares y hasta ciertos vecinos tenían para la gente de negro.

El ambateño Juan Vásconez, de JVC Producciones, fue el organizador del concierto. Este coleccionista de discos contactó a otro coleccionista, el mexicano Joel Morales, de American Line Productions, un productor de reconocidas bandas mexicanas de metal extremo como Cenotaph. Morales había planificado una gira por Centro y Sudamérica, que incluía a Ecuador. Una vez anunciado, los seguidores del rock en el país se apuntaron al concierto. Entre ellos, Edgar Castellanos, cantante y guitarrista de Mamá Vudú, hoy vocero de Fundación Música Joven. Castellanos recuerda el “gran atractivo por la escasez de conciertos y porque la banda era internacional”. Otros rockeros conocidos que estuvieron ahí fueron Igor Icaza (Ente, Sal y Mileto, Pléroma), Danny Molina (Total Death) o Marco Granja (Eskhaton, Desecrate). Incluso hubo seguidores de estilos como el rock alternativo, que mantienen cierta distancia con el metal extremo. Todos vivieron el hostigamiento aquel 23 de marzo.

El día del concierto, la gente de provincias que arribó a la capital tungurahuense se encontró con que el lugar del show no era el que se había anunciado. Programado en un galpón en el barrio Los Tres Juanes, pocas horas antes se lo cambió a un coliseo en el barrio San Cayetano. Sin redes sociales ni teléfonos celulares, comunicar el cambio de sede era prácticamente imposible. Solo quienes vivían en Ambato, o quienes estuvieron ahí desde días antes, supieron del nuevo sitio. Lo que encontraron en Los Tres Juanes era un operativo de las Fuerzas Armadas y la Policía, con unidades móviles y personal armado.

Los rockeros de provincia fueron emboscados y detenidos. En el coliseo de San Cayetano, más de 200 asistentes estaban listos para moshear y vivir el rock, pero todo se alteró cerca de las 15:00, cuando de pronto, de todas las arterias viales, llegaron camiones del ejército con soldados encapuchados, que apuntaban con rifles a la gente de negro, y les ordenaron trepar a los camiones. Como los vehículos eran altos, muchos tuvieron dificultades para subir, lo que aprovecharon los encapuchados para golpearlos. Desde adentro, a otros rockeros los halaban de sus largas cabelleras para evitar la arremetida.

Dentro del camión, en cuclillas o arrodillados, los rockeros quedaron en completa oscuridad al cerrarse las puertas, y los camiones empezaron a rodar. Luego de varios minutos, pararon y los soldados les ordenaron bajar. Estaba de vuelta en el coliseo de San Cayetano. Ahí, con las manos en alto, fueron ingresados a empujones. Una vez dentro, policías y militares, varios encapuchados, los dividieron en dos filas: una para los que tenían cabello largo, y otra para los de pelo corto. Era una táctica de terror psicológico, que acabó por completo con cualquier intento de resistencia.

Quienes llevaban cabello largo la pasaron peor. A unos los obligaron a desvestirse —entre ellos, Igor Icaza, conocido músico de metal latacungueño—, a otros los estrellaban contra la pared halándoles del cabello, listos para cortárselos. En el suelo quedó una senda de melenas caídas, el símbolo de la victoria en una batalla desigual entre pelotones de militares entrenados para la guerra contra un puñado de jóvenes de negro. “En la fila de los ‘pelilargos’ había varios militares encapuchados que requisaban a la gente. Ahí tu suerte dependía de cómo le caíste al militar: si bien, no te maltrataba tanto; pero si mal, o para tu desgracia le lanzaste una mala mirada al encapuchado, la pasabas terrible”, relata Rubén Barros, músico quiteño y director de la agencia Talent Nation. Danny Molina, baterista de Total Death, era aún un estudiante de colegio, y quería aprender más de rock. Había viajado un día antes. “Tenía cabello corto, y como hacía frío, llevaba un saco de lana turquesa. Cuando nos bajaron del camión, donde nos golpearon con toletes, un militar me miró de pies a cabeza, como si no creyera que yo fuera rockero”. A Molina lo formaron en el centro, es decir, en ninguna de las dos colas. Lo requisaron, como a los demás, “pero no me maltrataron tanto como a otros panas”.

En la requisa, muchos perdieron su dinero. El mexicano Óscar Clorio, baterista de Cenotaph, se quedó sin un centavo. “Estaba en una situación caótica, desfinanciado en un país lejos del mío, con una gira sudamericana que empezaba a caerse y con toda nuestra mercadería rota y esparcida por el suelo”. Los encapuchados confiscaron discos, casetes, camisetas, revistas y cualquier cosa relacionada con el rock. Luego de romperlas a golpes y pisotones, las aglomeraron en una pila donde las evidencias de que los detenidos eran rockeros yacían pulverizadas. Eran épocas de trueque, y lo habitual era llevar casetes o discos para intercambiar con otros rockeros, para conocer más bandas en un momento en que era muy difícil conseguir ese tipo de música. En el caso de los grupos, comercializaban sus trabajos y esto era vital para su autogestión. Por eso los mexicanos tenían casetes, camisetas y discos, cuyas ventas les ayudaba a financiar su gira. La destrucción de la mercadería implicó que hasta varios días después de la redada se alimentaran únicamente con canguil y galletas, hasta conseguir la forma de volver a su país. Los días posteriores fueron momentos de sobrevivencia extrema para los que habían perdido su dinero.

Algunos lograron escapar. El vocalista Juan Pablo Cobo, conocido como Guanaco, se escondió en un tanque de agua. Franz Córdova, bajista y experto audiovisual, al momento de la redada se alejó varias cuadras del lugar, y logró avisar a su padre, Carlos, lo que ocurría. Horas después, ambos acudieron a liberar a sus amigos, mientras el corte de pelo seguía y a muchos los obligaban a tragárselo. La policía, al verse descubierta por un civil, liberó a los jóvenes que reclamaba Córdova, para que se fuera lo antes posible del lugar del abuso. Algunos rockeros se escondieron en casas cercanas al coliseo de San Cayetano, pero fueron rápidamente avistados y obligados a salir. Otros lograron esconderse en una tienda. Al ver la violencia contra los jóvenes, la dueña del sitio cerró la puerta enrollable de su local y resguardó por un momento a varios chicos, pero los militares se dieron cuenta y, amenazando con destrozar su local, la obligaron a abrir. Los sacaban debajo de las camas, forzaron las puertas de otras habitaciones y a punta de golpes los llevaron hasta los camiones. “Le dije al militar que soy mexicano y le indiqué mi pasaporte, pero me insultó y me golpeó”, recuerda Clorio, el músico que de estrella pasó a ser humillado. Su compañero Guillermo Sánchez, el guitarrista de la banda, lucía un tatuaje —aún inusual para los rockeros ecuatorianos—, llamaba más la atención que los demás. Un policía le miraba intrigado el tatuaje, y le preguntó cuánto le había costado. Guillermo no sabía qué responder, hasta que, por la presión, dijo “cinco”. Entonces el policía le propinó media decena de toletazos en el brazo del tatuaje.

Un dirigente barrial muy eficiente

Este hecho tenía antecedentes que explican la violencia por el simple pecado de escuchar rock. “Un par de años antes, el Intendente realizó operativos en bares donde encontraba rockeros, a quienes con la policía les cortaba el cabello”, recuerda Franz Córdova. De alguna forma, eso pasó desapercibido, hasta el concierto de Cenotaph que no fue. En Los Tres Juanes se había hecho un concierto de punk. El barrio se quedó con una imagen prejuiciada por la estética y el comportamiento particular del público. Tenían la intención de impedir esas conductas en sus hijos. Un dirigente barrial se lo había tomado muy en serio. “El doctor Carlos Regalado, presidente del barrio Los Tres Juanes, buscando darnos nuestro merecido a los rockeros, se contactó con autoridades militares que luego actuaron de forma brutal”, recuerda Vásconez, el organizador. Con las ganancias del concierto, quería montar un estudio de grabación en Ambato y seguir produciendo conciertos internacionales, pero con la redada, perdió toda su inversión, dinero conseguido tras años de trabajo administrando propiedades familiares.

Una nota de prensa del 27 de marzo de 1996, publicada en El Heraldo, de Ambato, cita las declaraciones de un padre de familia sin identificar en favor del operativo: “Bien hecho lo del Ejército, así nos ayudan a que nuestros hijos no se corrompan”. En la misma nota, el teniente Coronel Ángel Gavidia, comandante del Fuerte Militar 38 Ambato, unidad que ejecutó el operativo, explica que “los guías carcelarios han procedido a cortarles el cabello (a los rockeros), a medida que ingresan al Centro de Rehabilitación”, y remata, implacable: “Actuamos con diligencia y severidad, en salvaguarda de la paz y la tranquilidad de la colectividad que clama por que se frene la corrupción que generan estas acciones”. Según Gavidia, los detenidos cargaban equipo militar “como mochilas slips” [sic]. El equipaje para acampar volvía a los rockeros gente peligrosa.

La llamada telefónica del dirigente de Los Tres Juanes, preocupado por evitar el mal ejemplo, casi provoca que dos muchachos del otro barrio, San Cayetano, que nada tenían que ver con el concierto, fueran detenidos. Igor Icaza recuerda: “Jugando al soldadito contra gente indefensa, en un momento agarraron a todos los que llevaban una prenda negra, entre esos dos muchachos vecinos del barrio que llegaban de alguna actividad, justo durante el operativo, con tan mala fortuna que se cruzaron con los militares, estos los agarraron y los metieron en el camión”. Los padres de los jóvenes reclamaron, “pero los militares estaban más preocupados en golpear gente que en escuchar razones”. Las madres pidieron ayuda, y los habitantes del barrio, indignados, se pararon frente al camión y le cortaron la salida. “A esos jóvenes los dejaron ir, pero a nosotros nos metieron al coliseo y allí siguió la agresión, a mí me dejaron en calzoncillos, luego me dejaron salir”, dice Icaza.

El productor quiteño José Luis Terán, quien logró salvarse por estar lejos cuando llegó el convoy militar, tuvo que hacerse apresar al ver que su hermano Lenin, vocalista de Chancro Duro, era subido a un camión, para poder saber a dónde se lo llevarían. “Fue algo absolutamente desproporcionado, gente armada y encapuchada, como si fueran a una guerra, no a controlar a 200 tipos de pelo largo que solo iban a escuchar música en vivo”, dice.

Según la mayoría de los rockeros consultados, lo más probable es que el concierto no tuviera permisos. Según Terán, el espíritu del metal extremo no quería someterse a las normas, simplemente buscar un espacio donde hacer rock y no más, “aunque esto implique riesgos” de que ocurra lo que ocurrió. “Sin embargo, nada justifica la violencia militar y policial de aquel día”. Por su parte, Juan Vásconez, el principal organizador, asegura que gestionó todo según las exigencias de la ley. De hecho, existen copias de valores pagados a Sayce Tungurahua, por 60 mil sucres, y la Asociación de Artistas Profesionales de Tungurahua filial de Fenarpe, a quienes se les pagó 15 mil sucres, ambos permisos se expidieron el 11 y 12 de marzo, respectivamente, para la realización en el galpón del barrio Los Tres Juanes. Pero cuando Vásconez se acercó a un militar con la documentación, fue inútil. “Un militar me amenazó, me quitó todos los papeles y los destruyó. Luego logré salir y acudí a radio Colosal, para denunciar el hecho y que enviaran reporteros al lugar pero solo estaba el operador que ponía música”, explica.

Hay un video que capta momentos de lo que ocurrió aquel día. “Un amigo apodado el ‘Mazinger’ empezaba a filmar el concierto cuando llegaron los militares, en medio del barullo, él se fue y dejó la cámara encendida”, relata Vásconez, y agrega: “Pasó el tiempo y unos oficiales autorizaron que se retire el equipo de amplificación y los técnicos. Allí se coló el ‘Mazinger’, logró desconectar la cámara y se llevó el equipo aduciendo que era parte de la amplificación”. Ese material llegó al canal local Ambavisión, que transmitió las imágenes.

Cállate o te quiebro…”

La hazaña de Patricio Vayas, nombre de pila del intrépido ‘Mazinger’, aportó pruebas a un juicio que Vásconez, con la ayuda de su padre, Cristóbal, le planteó al Estado “por la represión con la que actuaron las fuerzas del orden”. Las tomas apuntaban a que no había justificación alguna para tal agresión, y Vásconez necesitaba recuperar el dinero invertido para poder enviar a Cenotaph de vuelta a México. “Pero iniciaron una campaña sistemática de acoso contra mi padre y contra mí, llamaban a la madrugada, nos amenazaban con golpearnos, y un día la amenaza subió de tono: ‘Cállate o te quiebro’, dijeron. Entonces optamos por retirar la denuncia”, comenta el organizador. Meses después, similares amenazas recibió Franz Córdova en Quito.

Eran tiempos del gobierno de Abdalá Bucaram, quien luego de ganar la presidencia bailando ‘El rock de la cárcel’ en campaña, le declaró la guerra al rock: “Nosotros no hemos inventado la música rockera que, en ocasiones enturbia la mente de los jóvenes”, había dicho Bucaram. Si bien no hubo orden directa, este mensaje, al parecer, fue suficiente para que las autoridades actuaran de forma implícita. Y meses después de la redada de Ambato, en Quito sucedió algo similar en un concierto en Solanda. Siempre el objetivo fue el cabello largo. Igor Icaza estaba de nuevo entre los blancos de la policía, además de otros rockeros como Freddy Achig, de la productora Fábrica Rock, y Diego Brito, del movimiento Al Sur del Cielo. Luego de esto, varios actores de la cultura rock organizaron un proceso de visibilización a través de la realización de la Semana del Rock 1997.

Esta propuesta fue acompañada por el Servicio Paz y Justicia y gestores como Jaime Guevara, Mayra Benalcázar, Carlos Sánchez, Franz Córdova y otros. Este último también recibió amenazas telefónicas mientras lideraba algunos tramos del proceso, lo que generó tanta exposición que hasta MTV habló del rock en Ecuador, por el escándalo que implicó esa sistemática represión al movimiento rockero local.

Romper cabellos, pero no desaparecerlos

Visto como un ente corruptor, motivo de lo peor para la sociedad, se creyó que para vencer al rock había que apalear rockeros y hacerles tragar su largo cabello. En los setenta, un Intendente de Pichincha, de apellido Fierro, había puesto tropas militares a patrullar la ciudad a buscar hombres con cabello largo, incluso en los buses, para cortárselos públicamente, como un escarnio, en sillones de peluquería acomodados en la Plaza Grande.

Lejos de acallar al movimiento rockero, estos hechos pusieron en evidencia la existencia de esta otra expresión cultural, aunque no siempre se la trató con profundidad en los medios, para los que suelen ser más atractivas las polémicas. “La tendencia es buscar noticia dentro de la polémica, dejando casi siempre de lado cosas realmente importantes y que han construido la escena del rock nacional”, dice Diego Brito, enfático al sostener que en procesos como estos suelen aparecer personajes que se suman de forma oportunista. “Si bien es necesario hablar de estas cosas para tener claro cuál ha sido el proceso, yo prefiero destacar espacios como el Colorado Metal Fest, que generó un ambiente de convivencia e interacción entre rockeros de varias provincias”, dice Brito, sobre un famoso festival realizado en 2002 en Santo Domingo.

Actores como Édgar Castellanos, Rubén Barros y Santiago Robles, (director de Marea Negra Records), coinciden en que todo se entendió al revés luego de los hechos de Ambato. Se generaron cosas que si bien aportaron mucho, al final no tuvieron continuidad, “sobre todo porque no se han creado políticas púbicas de cultura”, dice Castellanos. “La falta de espacios para la cultura es una deuda no saldada por el Estado”, asegura Rubén Barros, quien ve un gran problema en que no haya sino dos o tres sitios, máximo, en una ciudad como Quito, para hacer conciertos pequeños, vitales para mantener activa la escena.

Así, las individualidades han sido una fortaleza del movimiento, suceden porque en los grupos, gestores y otros involucrados no se admite la inactividad. Se mueven por proyectos puntuales que luego se juntan con otras actividades y terminan evidenciando una escena con bandas competitivas, con producciones que se esfuerzan por salir, varios intentos por exponerse al exterior, y un cada vez más amplio catálogo de rock inédito ecuatoriano.

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