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La Silva resguardada de Julio Pazos

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Apoyado en la relativa libertad de la silva —como las églogas de Garcilaso o Las soledades de Góngora—, este libro se abre con una especie de experiencia poética alucinógena, un viaje como el de la ayahuasca, un ritual de iniciación de un yo temeroso frente a lo desconocido. Esta Silva de la tierra y el amor es la trascripción de lo desconcertante, es decir, el descubrimiento de lo propio.

 

De un evidente mestizaje, este ritual al que asistimos está lleno de danzantes, santos y santas, pero también de “cedros que lloran en silencio”. Entre la luna y el sol, el yo lírico se abandona libremente a la experiencia visionaria:

 

Vinieron personajes

 

vestidos con anchos escapularios,

 

–noches partidas con ocasos fucsia–.

 

Vi danzar curiquingues

 

en fajas que imitaban

 

una constelación innominada.

 

Invocaron mi reducida fuerza.

 

Este abandono sin duda le permite la contemplación, tan propia de la poesía de Julio, llena de matices y percepciones de lo diminuto y, por ello mismo, fundamental:

 

En el sitio aromado del magnolio

 

que aliviaba la pasión de la entrega

 

removí los restos que sobraban: zozobra,

 

espejismos, frenesí

 

y en una esquina de mi desolación

 

y la claridad del amor que juré.

 

 

Quizá por eso los poemas que resguardan a esta Silva… están apartados bajo el título de ‘Percepciones’, y numerados para diferenciarlos, es decir para dividir la realidad que anuncian en múltiples fragmentos. Así, como en un caleidoscopio, estos poemas son grandes resplandores de una tierra siempre por descubrir. El yo nos devela el descubrimiento y, por supuesto, el deslumbramiento de ese encuentro: “Ninguna cosa es mía, ni siquiera mi cuerpo que tiembla como un cordel extendido entre las cúspides iluminadas, mi cuerpo feroz”.

 

De mayor libertad formal, estos pequeños textos resaltan la visión de una naturaleza exuberante, un dejo romántico que Pazos maneja ostensiblemente “para resaltar la palidez de los maderos que sufrieron los azotes de las aguas. Alguien dijo que las palabras vuelan y nunca regresan”. Esta poesía, más que ejecutar el acto sensible de la contemplación, es un sobrevuelo, pero no solo de la mirada, sino de todos los sentidos: “La gente ignora el olor de la madera de eucalipto que se convierte en brasa”.

 

Este cúmulo de percepciones se matiza en versos libres moldeados a través de esa aguda percepción en la que se respira “un aire de árboles carbonizados y plumas de aves muertas”. Pero también esta es una poesía de lo oculto, de la noche, de lo prohibido: “El asesino, extasiado, huye y su respiración es viva candela”. La ciudad aparece con su tráfago y la poesía la encuentra como un “paraíso de pistones y de lluvia”. La ciudad barroca “como una bebida de oro candente”.

 

Los textos, además, reflexionan sobre sí mismos, divagan sobre su propio sentido y acuden a la metáfora de “enredadas guías de granadilla”. En efecto, el poema se entrelaza, se anuda, se pierde por el muro de la lengua y aparece por la ventana del habla: “Texto y vida se entrelazan y un vago motivo se repite en esos parajes”. El ser aparece como grito, un alarido insistente que muestra la soledad, la tristeza, pero también la dulzura y el júbilo. Porque la virtud del poema es la sinuosidad, “la balada de la conciencia en el vacío”, dice Julio.

 

Como en toda su poética, el mundo de lo cotidiano andino puebla su poesía. Los objetos se convierten en palabras porque el yo está hecho de palabras: “Esta mandarina dejó su árbol y viajó hacia mi lugar, a mis habitaciones que retornan con su penumbra; llegó y el aroma se hizo cabello, ojos, curvatura del cuello”. El cuerpo, como ficción, es también el cuerpo del poema, en el que se escribe como un tatuaje. Como las posibilidades del observador son limitadas, así nos dice Julio, tiene que apresurarse ante la fugacidad, como el fotógrafo. La labor también se vuelve una pugna contra el olvido.

 

Entre la ciudad y el campo, entre la naturaleza y la pintura, entre el cuerpo y el sueño, cada estrofa se acerca más a lo prosaico, pero sin abandonar el lirismo. Porque aquí todo es música. El poema es una prueba de la existencia.

 

Julio Pazos Barrera

 

Nació en Baños de Agua Santa en 1944.

 

Es diplomado en Literatura Hispanoamericana, maestro de Lengua y Literatura Española.

 

Entre los premios que ha obtenido constan Primer Premio y Medalla del concurso de Poesía de la Pontificia Universidad del Ecuador (1968), Conrado Blanco Fundación de Madrid, Homage to Quito (1973), Premio Nacional Aurelio Espinosa Pólit (1979), Premio Casa de las Américas, Habana, Cuba (1982); Juan León Mera, premio distintivo de la ciudad de Ambato (1988); Juan Montalvo, premio distintivo de la ciudad de Ambato (1994), Premio Jorge Carrera Andrade (1988), Premio Eugenio Espejo (2010). Es miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

 

Obras

 

- Plegaria azul (1963)

 

- Ocupaciones del buscador (Quito, 1971)

 

- Prendas tan queridas las palabras entregadasal vuelo (1974)

 

- Entre las sombras y las iluminaciones (1977)

 

- La ciudad y las visiones (1980)

 

- Levantamiento del país con textos libres (1982)

 

- Ensayo: Medardo Ángel Silva Estudio introductorio (1983)

 

- Oficios (1984)

 

- Contienda entre la vida y la muerte o Cocina criolla, cocinemos lo nuestro (1990)

 

- Literatura popular: versos y dichos de  Tungurahua (1991)

 

- Constancias (1993)

 

- Oposición a la magia de Francisco Proaño Arandi. Estudio introductorio (1994)

 

- La vorágine. Estudio introductorio (1985)

 

- La victoria de Junín y otros poemas. Estudio introductorio (1988)

 

- Juan León Mera: una visión actual (1996)

 

- Holograma (1997)

 

- Acercamiento a la obra de Oscar Efrén Reyes (1997)

 

- Arte de la memoria (1998).

 

- Días de pesares y delirios (2001)

 

- El sabor de la memoria (2008) 

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