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Cine

La realidad, una película demasiado irreal

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Entre cine y no-ficción existe un noviazgo extenso y extraño. Se ha dicho tantas y tantas veces que la realidad supera a la ficción, sin embargo, cuando algo real resulta increíble, se piensa más bien que se trata de un asunto ‘de película’. ¿Puede la realidad ser trasladada a una u otra forma narrativa o es que lo real está ya conformado en sí mismo por ficciones? Tres estrenos basados en —extraordinarios, casi inverosímiles— hechos de la vida real (Spotlight, Legend y The Big Short) hacen de la pantalla grande aquel espacio espectacular y dramático donde eventos sacados de periódicos, telediarios y reportajes de largo aliento se escenifican. Así, los espectadores invadidos de blockbusters pirotécnicos (¿cabe citar a Star Wars?) e infinitas y fantasiosas secuelas, precuelas y/o spin-offs (sí, cabe citar a Star Wars) se sientan en la butaca a esperar alguna historia un poco más real.

Rambo en la sala de redacción

Spotlight (en español, Primera plana) quiere ser una clase maestra de periodismo. Al contrario de buena parte de las representaciones del trabajo periodístico que ha hecho Hollywood, en este filme los periodistas no son retratados como sujetos glamurosos o profesionales cínicos. El quehacer periodístico es relatado de una manera realista. Quizá demasiado realista, pues al tratar de ser literal en cuanto al trabajo investigativo, la cinta termina por convertir a sus protagonistas en figuras unidimensionales.

En Spotlight, la verdad acerca de los abusos sexuales a decenas de niños en Estados Unidos por parte de sacerdotes protegidos por la Iglesia debe ser descubierta y publicada a toda costa. Es una cruzada.

Aunque este serio y bien actuado filme señale la tardanza en investigar el tema como un ejercicio de mea culpa mediático, el equipo investigativo de The Boston Globe que se encargó del tema es proyectado como una reconcentrada máquina de extracción de la verdad. Ni siquiera se los muestra como seres con una vida fuera de la redacción. Estos periodistas son periodistas y punto.

La película se enfoca en producir el efecto de verosimilitud del viejo y bonachón Hollywood realista —al estilo de All the President’s Men— pero la historia cuenta con una estructura acentuadamente detectivesca. En el fondo es el suspenso, la tensión que estructura la trama, y no la imposibilidad de hallar la verdad y difundirla, la preocupación que la atraviesa. Es como si el relato de lo verdadero requiriera de sutiles manierismos cinematográficos para volverse atractivo y acompañarse de una no tan buena porción de nachos con queso.

La investigación hecha por los actores Mark Ruffalo, Michael Keaton y Rachel McAdams —entre otros— fue muy rigurosa, ya que pasaron horas en salas de redacción y entrevistaron a los periodistas reales que investigaron el caso y que ganaron el premio Pulitzer por esta serie de reportajes publicados a lo largo de 2003. Los periodistas revelaron un hecho escalofriante que les permitió adoptar un eje de investigación en lugar de centrarse en casos separados: el abuso sexual puede entenderse como una actividad sistemática dentro de las prácticas de la Iglesia.

Ante un asunto que resulta tan polémico e indignante, a los periodistas que conforman este equipo —y de un modo casi tan psicológicamente plano como podría ocurrir con algún héroe de una película de acción— solo les es dado ser estereotipos funcionales o, lo que es lo mismo en el caso de Spotlight: hormigas misioneras de la justicia. Una justicia que se entiende más en términos heroicos que pragmáticos.

El trabajo se satisface con la denuncia de lo inconcebible (la pedofilia institucional), pero sobre todo con el éxito periodístico que su publicación implica, como si el solo hecho de visibilizar los abusos bastara para transformar el sistema que los hace posibles. La verdad, la justicia y la acción son vistas como equivalentes, respectivamente, de palabra, acusación y acción. ¿Rambo sentado en la sala de redacción —sus músculos patrióticos frente al ordenador— pensando en el titular de primera plana para el lunes? El arduo trabajo cotidiano es fotografiado en este largometraje como una actividad casi sagrada, como un deber cívico y patriótico que enfrenta al poco menos que santificado trabajo de los investigadores contra una institución, esa sí, autodenominada santa y auspiciante oficial de más de una sangrienta cruzada: la Iglesia católica apostólica y romana.

La representación que se hace del clero, sin embargo, es quizás el punto más flaco de la película, pues presenta al sacerdote común y corriente, aquel que no es parte de la alta jerarquía, como una víctima del sistema eclesiástico en lugar de mostrarlo como corresponsable de los crímenes en cuestión. “Sí, yo he jugado con los niños… nunca obtuve ningún placer haciéndolo con ellos… Pero usted debe entender, yo también fui abusado”, dice un tembloroso cura entrevistado por una Rachel McAdams cuyo rostro expresa más compasión que indignación.

Spotlight insiste en mostrar a la élite eclesiástica como parte de un poder tan arraigado como inalcanzable, un poder institucional casi abstracto, cuyo epicentro en la lejana Roma es solo uno de los puntos de irradiación del mal, una maquinaria ubicua y armada de poderosas y sospechosas máximas como la ‘fe’ y ‘el amor al prójimo’ —esta última frase adopta un tono por lo menos perverso al cotejarse con los repetidos abusos sexuales—. “La iglesia piensa en términos de siglos”, advierte un personaje y, de hecho, el cardenal Bernard Law —representado como un tipo imperturbable e insidioso— le advierte al editor del periódico que “la ciudad florece cuando sus grandes instituciones trabajan juntas”. Dicha invitación a la complicidad del crimen disfrazada de bien común se parece a la propuesta mafiosa de muchas películas de gánsteres: el malo de la película ha hecho su aparición.

El malo que la película y los periodistas heroicos necesitaban solo reaparece mencionado en uno de los textos finales que cierran el filme y que lo señalan, luego del escándalo destapado por The Globe, acomodado en un alto puesto sacerdotal en Roma. Esa caracterización del poder eclesiástico como un poder invisible y difícil de encuadrar quiere acentuar la representación fílmica de su malevolencia sin señalar la complicidad de la sociedad y varios de sus otros poderes con los crímenes de la Iglesia. Al apuntar a un solo malo de la película, a la cúpula eclesiástica en el retrato del cardenal Law, pero no a la Iglesia como tal y a sus cómplices no-eclesiásticos, Spotlight, más allá de su calidad escénica y actoral, se resuelve como la más pedestre y maniquea película de acción: el malo es tan malo que cualquier ataque que se le pueda hacer resulta heroico.

Gemelos y rivales

Ronnie y Reggie Kray, los protagonistas de Legend, parecen una doble mentira. No solo son hermanos gemelos y exboxeadores, también son los gánsteres más temidos de Inglaterra. Además, Ronnie es esquizofrénico, homosexual y —en medio de un arrebato psicótico— capaz de asesinar a quien se le cruce por las narices. Reggie es glamuroso, romanticón y atraviesa Londres guapeando como una estrella de cine que ansía mejores tiempos para la violencia. Cuando quiere, puede ser tan brutal como su hermanito Ronnie, quien se le adelantó al mundo por diez minutos.

Esta película británica basada en la vida y delitos de los hermanos Kray, cabezas del crimen organizado del este de Londres durante los años cincuenta y sesenta, se contenta con ajustarse al género del cine de gánsteres aunque corresponda a hechos verdaderos. En otras palabras, Legend admite que una aproximación muy literal a los eventos reales puede restarle cine al cine.

Es más, el largometraje en su totalidad se estructura a partir de un artificio: la historia está narrada por Frances Shea, la esposa de Reggie Kray, luego de que ha muerto. La forma en la que Tom Hardy se desdobla para hacer de Ronnie (el feo y raro), por un lado, y de Reggie (el galán y líder), por otro, es lo más destacado del filme que, por lo demás, es sumamente convencional: incluso recurre a la fórmula de Martin Scorsese de colmar las escenas con música pop.

Cuando un género cinematográfico sirve de molde y no como punto de partida para un argumento a ser filmado, los resultados suelen ser demasiado previsibles. Pero es eso lo que busca quien va a ver una película de gánsteres: ruines, carismáticos, audaces, cada vez más zafados y —finalmente— atrapados gánsteres.

El crimen no paga, ya lo sabemos, lo aprendimos en una sala de cine con popcorn en la boca. Poco importa si los mafiosos tienen acento italiano o, como en este caso, acento inglés. Tampoco importa que la mujer del gánster, como siempre pasa en la gran pantalla, sea el testigo principal de todo sin nunca convertirse en cómplice, o que trate de convencerse todo el tiempo de que lo que está sucediendo —en realidad— no está sucediendo, aunque todos lo sepamos desde que arranca la película: “Frances no finjas cerrar los ojos, tu esposo es un maldito asesino”, quisiéramos gritarle.

Más importante que la rivalidad que crece entre los hermanos es la degradación a la que los conduce la paranoia progresiva de Ronnie y su desparpajo total a la hora de cometer un crimen o matar a alguien. De alguna forma, no es el triunfo final de la ley y el encarcelamiento de los gemelos el elemento crítico dentro del largometraje, sino la propia brutalidad sin objeto de los actos de Ronnie. La crítica al gangsterismo no es su evidente ilegalidad criminal y la necesidad de evitarla por la vía policial y judicial, sino la posibilidad de llevar la ética del mafioso a su extremo: hacer del crimen ya no una forma de obtener dinero o poder sino de convertirlo en crueldad gratuita, en crimen porque sí. Al servir como metáfora de la voracidad capitalista, el cine de gánsteres trata de restituir un orden, aquel orden del cual justamente carece el caos del capital. Como escribió alguna vez Bertolt Brecht: “¿Qué delito es el robo de un banco comparado con fundar uno?”.

No solo la ética del gánster es crucial en esta historia, sino también su estética. La ambición de los hermanos Kray fue alimentada por la ‘glamurización’ del crimen de las viejas películas de gánsteres con las cuales crecieron. La prensa británica necesitaba una buena historia de gánsteres al estilo americano, es decir, al estilo de Hollywood, así que los gemelos se hicieron famosos. Los Kray parecerían haber sido prefabricados para cumplir ese rol a la perfección: no solamente eran poderosos y atrayentes, sino que además, al manejar varios clubes nocturnos, se codeaban con las estrellas del swinging London así como con celebridades del statu quo norteamericano como Judy Garland, Diana Dors y Frank Sinatra.

Como escribe el propio Ronnie en su autobiografía titulada My Story: “Fueron los mejores años de nuestras vidas. Los llamaban los swinging sixties. Los Beatles y los Rolling Stones dominaban la música pop, Carnaby Street dominaba el mundo de la moda… y yo y mi hermano dominábamos Londres. Puta madre, éramos intocables”.

En cierto sentido, el modelo a seguir de los Kray era cinematográfico, pertenecía más al mundo irreal del espectáculo que al mundo real del crimen. Legend es una muestra de lo difícil que resulta escapar de las mediaciones, de las capas de ficción que se interponen entre una realidad y otra.

La película misma parte ya de una mediación: The Profession of Violence: The Rise and Fall of the Kray Twins, libro publicado en 1972 por John Pearson, autor no solamente de la biografía de Ian Fleming —creador de otro personaje de película, James Bond—, sino además de una biografía ficticia del célebre espía que se titula James Bond: The Authorized Biography of 007. Ficción más ficción es igual a… la leyenda del gemelo paranoico y su hermano, quien le dice que mata a otros porque quisiera ser capaz de matarlo a él pero no, no puede.

Las estrellas dicen que dicen la verdad

The Big Short (en español, La gran apuesta) es la más descarada de esta trilogía de películas sobre la caótica, violenta y triste realidad del mundo real. Y, por esa misma razón, es la mejor. Desde un inicio, rompe con la primera regla que se imparte, a su vez, en la primera clase de cualquier escuela de cine: en lugar de mostrar (show), decide contar (tell). Y, para lograrlo, deshecha otra regla de la gramática fílmica y quiebra la cuarta pared: los personajes le hablan directamente a la cámara y así —poco a poco— el espectador va comprendiendo cómo fue que ocurrió la gran crisis financiera y la burbuja inmobiliaria que sacudió a los Estados Unidos entre 2007 y 2010. El filme hace palpable por qué reducirse solo a contar o solo a mostrar el tema tratado resulta insuficiente dado el caos y el cinismo que componen esta historia. De forma inusitada, los complicados instrumentos financieros que produjeron la crisis y que mueven la película se vuelven atractivamente cinematográficos.

Los protagonistas de esta película son de lo peor. No son lobos sino cuervos de Wall Street. Los personajes —encarnados por Christian Bale, Brad Pitt, Steve Carell y Ryan Gosling— no solo sabían que la crisis económica del país era inminente sino que apostaron por ella para así enriquecerse. En lugar de encontrar un símil puntual del caos global del capitalismo como hace Legend a través de la violencia paranoica, The Big Short recurre a una hibridación cinematográfica, a una estética fragmentaria y llena de citas multimedia que recrea y hace de aquel caos algo perceptible y múltiple. Vemos una parte de ‘Money Maker’, el video del rapero Ludacris, así como a John Ashcroft, exfiscal general de los Estados Unidos, cantando ‘Let the Eagle Soar’. Vemos a Selena Gomez en una mesa de blackjack hablándonos a la cámara para explicar lo que es una obligación de deuda colateralizada y al chef de televisión Anthony Bourdain para explicárnoslo un poco más con la ayuda de unos cuantos pescados. También se incluye un guiño al propio cine de negocios, pues vemos a Margot Robbie (la rubia de The Wolf of Wall Street) en un baño de burbujas hablándonos sobre hipotecas.

Es en esos momentos que la película se detiene y se vuelve pura exposición, pero pocas veces pierde el ritmo. Aquí lo real encuentra en el artificio una mejor forma de ser real. El juego propuesto por el director Adam McKay tiene que ver con la cultura de masas y su falsedad constitutiva: ¿Qué tal si el mundo del pop se volviera informativo y dijera la verdad? The Big Short, de algún modo, se adelantó a lo que pasó con Sean Penn, Kate del Castillo y el ‘Chapo’ Guzmán. En otras palabras, la ficción que se sabe ficción puede coincidir con un hecho real tanto como falsearlo u opacarlo detrás del aura de la celebridad.

El filme de McKay, basado en el libro homónimo publicado en 2010 por Michael Lewis, es muy consciente de su juego con la cultura pop al mostrar lo que ocurre detrás del mundo de las apariencias planteado por la burbuja del entretenimiento al que la propia película pertenece. El filme entero es un agudo comentario acerca de la progresiva irrupción de la publicidad en otras formas discursivas. Es más, podría decirse que The Big Short es un ejemplo audiovisual de cómo la realidad que somos capaces de asimilar depende de nuestro repertorio cultural, de aquellas representaciones que han moldeado nuestras percepciones e ideas del mundo y que hacen posible que lo experimentemos como una realidad vigente aunque se trate de una construcción ideológica, social, cultural o incluso publicitaria (en definitiva, un discurso que es capaz de condensar esos otros).

No es casual que se trate del trabajo de un director que también se dedica a ser comediante y que conforma un dúo humorístico nada menos que con Will Ferrell. McKay no solo fue el escritor principal de los sketches cómicos del programa Saturday Night Live, sino que además dirigió Anchorman (2004), una comedia absurdista sobre los noticieros (es decir, ya le tenía el ojo cómico puesto a lo informativo hace tiempo).

La comedia suele rebasar la realidad literal, muestra sus grietas al exagerarla, pues deformándola no solo que la hace más risible sino, además, más visible. The Big Short quiebra reglas narrativas y también, en su flexibilidad estilística, rebasa la rigidez que pueden tener los géneros: se trata de un drama pero también de una comedia y, al mismo tiempo, se desarrolla como una película de negocios y como un relato biográfico compuesto de recortes audiovisuales que van a la par de la simultaneidad multipantalla del mundo —real y virtual— contemporáneo.

Si bien este mundo de banqueros cínicos y financieros sin escrúpulos produce una mezcla de seducción y repulsión en su recreación cinematográfica, el personaje que descifra el advenimiento del desbarajuste económico corresponde al estereotipo del loco-genio. El Dr. Michael Burry —interpretado por Christian Bale— parece vivir exclusivamente en su oficina. Ahí, encerrado todo el día, el neurólogo con ojo de vidrio convertido en experto en fondos de alto riesgo se pasa la vida descalzo escuchando heavy metal. Cuando no está pensando en números e inversiones, agarra sus baquetas y rocanrolea con abandono. Seguramente no es la figura más cool del filme y, sin embargo, es justamente el loco, el tipo que mantiene el menor contacto con la realidad pura y dura, el tipo que ha visto el futuro y cuyas estrategias financieras parecen desquiciadas al inicio, quien es capaz de ver —con su único ojo y su privilegiada mente— lo que de verdad sucede allá afuera. En la realidad.

Y, sin embargo, ante el pesimismo y el caos representado de modo brillante por esta película, lo más probable es que, en lugar de despreciar a sus impúdicos y codiciosos protagonistas, los chicos que la vean —como pasó en la década de los cuarenta con los hermanos Kray— se froten las manos y piensen: “¡Ese es el trabajo que quiero tener!”.

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