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Crónica
La performance como acción vital, ética y estética
Cuando Wolf Vostell, uno de los artistas pertenecientes al emblemático grupo Fluxus, definió al arte como “espacio, el espacio como ambiente, el ambiente como evento, el evento como arte, el arte como la vida”, hablaba, más que de una teoría, de una necesidad artística que se fue gestando con el paso del tiempo, cuya premisa era lograr la unión del arte con la vida de modo que conformen una unidad indisoluble. Fue este precisamente el motivo conductor que aglutinó a las vanguardias históricas y las validó en tanto fuerza de choque contra el statu quo y en favor de la construcción de comunidades artísticas capaces de bajar al arte de su pedestal para ubicarlo a la par de los seres humanos. Así, tanto los retiros de los expresionistas alemanes para convivir en espacios naturales, como las veladas futuristas, las acciones surrealistas y las intervenciones dadá, en las que se provocaba al público para sacarlo de su zona de confort y convertirlo en parte de la obra, pueden ser considerados los primeros actos conscientes de toda una generación de artistas que preparó el camino para lo que actualmente es una de las expresiones culturales predilectas, tanto para los hacedores como para los consumidores de arte.
La posibilidad de alcanzar esta síntesis entre el arte y la participación del público, y el deseo de construir, a partir de ella, un producto estético inseparable de la realidad, encontró viabilidad a fines de la década de los cincuenta, cuando el cuerpo, el espacio y la acción, al ser considerados y reconocidos como fragmentos indispensables para la vida, se empoderaron como engranajes esenciales del arte. A partir de entonces, el llamado arte de acción, a través del happening, la performance, el body art y la instalación, ha logrado que las expresiones artísticas se apropien, aunque sea temporalmente, de espacios no tradicionales; que el concepto de espectador sea cada vez menos apropiado para definir al público y se empiece a pensar en este en términos de testigo e incluso de coautor de la obra; que el cuerpo se convierta en lienzo catalizador de metáforas; y fundamentalmente, ha dado paso a cierta evolución del concepto de arte, apartándolo del carácter individualista en favor de ideas y proyectos comunes.
Una de las características esenciales de las manifestaciones del arte de acción —término acuñado por el artista Allan Kaprow, de los pioneros de la performance— tiene que ver con la capacidad de transformación que poseen, y que abarca un abanico de posibilidades, que van desde la modificación del espacio hasta la reformulación de cuestiones trascendentales, con implicaciones profundamente humanas y de un alto contenido político. Así, dentro del primer eje, que se encarga de resignificar y designar nuevas funciones al espacio, se encuentran, por ejemplo, las Jornadas de Performance que se llevaron a cabo en mayo en el Teatro Variedades. Y la Residencia Positiva - El Cuerpo VIH, por su parte, encarnaría ese costado contestatario, político y social del arte de acción, que apela al cuerpo como material y metáfora artística.
En el caso de las jornadas, que formaron parte de un proyecto de potenciación de la performance a escala local por parte del Centro de Arte Contemporáneo, lo verdaderamente novedoso fueron las propuestas que se establecieron en torno al concepto de ‘espacio tradicional’.
Si bien durante la década del sesenta el grupo Fluxus llevaba a cabo muchas de sus acciones en teatros, la performance y el happening contemporáneos han tomado una notable distancia de esta modalidad y los artistas han salido a las calles y a las plazas, entre otros, por considerarlos espacios icónicos del transcurrir vital. Por ello, la propuesta que el historiador del arte Juan Ramón Barbancho hizo en las Jornadas de Performance resulta novedosa: las acciones artísticas se llevaron a cabo en un espacio tradicional (el Teatro Variedades Ernesto Albán, de Quito), que en realidad es muy poco tradicional si se trata de performances. Y a este nuevo espacio ‘mutante’ que es al mismo tiempo tradicional e innovador, los artistas se encargaron de despojarlo de todo elemento que pudiese recordar a lo escenográfico y a lo representativo, dentro de una tradición del escenario. De este modo, a través de la construcción de un ambiente paradójico, se puso en evidencia que tanto la vida como el arte difícilmente pueden ser abarcados a través de cánones.
Un claro ejemplo de ello es la pieza Continuo, de Valeria Andrade, en la cual se produce un quiebre respecto de varios conceptos que usualmente utilizamos al momento de interpretar una obra. En Continuo no se puede hablar estrictamente ni de escenario ni de obra ni de público ni de artista, pero sí de espacios de comunicación transversal, experiencias sensoriales y testigos activos que hicieron que el evento artístico sea.
Los espectadores fueron invitados a ubicarse donde quisieran y muchos de ellos lo hicieron sobre el escenario, un espacio que tradicionalmente no les pertenece, que era, por así decirlo, sagrado. La obra, por su parte, se planteó como una vivencia, como una construcción que se iba desarrollando orgánicamente a partir de sonidos, luces y los efectos que estos generaban en el público. Y con estos efectos apareció un nuevo modo de vivir la experiencia artística, en la que lentamente la atención de los estímulos externos se desplazó hacia un estado de conciencia subjetiva, muy cercana a la meditación, y la figura de la artista, comprendida como presencia individual, poco a poco fue desvaneciéndose, hasta convertirse en una unidad inseparable de la totalidad.
Por su parte, las acciones que realizó Jenny Jaramillo no solo recuerdan a las mencionadas intervenciones dadá, en las que el límite entre el juego con el público y la tomadura de pelo era muy delgado, sino que también reflejaron cómo la modificación del espacio también es posible a través de lo simbólico. Las performances de Jaramillo se plantearon como una especie de ‘obras intrusas’, que subrepticiamente se instalaban dentro de la acción llevada a cabo por otro artista y acababan, inevitablemente, modificándola. Pero además, se construyeron con base en un profundo sentido de transgresión que solo fue aceptable dentro de su condición artística. Así, una persona cubierta por una manta, comiendo ruidosamente y escupiendo los residuos al piso en medio de un teatro, o la siempre molesta presencia de un espectador que busca sin éxito su asiento e interrumpe la atención del público —pisa a las personas e incluso puede caerse sobre algunas—, fueron percibidas dentro de un marco de comicidad por lo exacerbado de un acto que en la vida cotidiana no solo sería mal visto, sino motivo de conflicto. En este caso, esta irrupción complementaba la ‘obra’ en escena, convirtiéndose en parte de esta, y llevando consigo las reacciones del público.
Las performances son el claro ejemplo del modo en que el arte, para alcanzar cierto estatus, debe muchas veces transgredir algunos códigos, pero también son consecuencia de la necesidad de los artistas de crear relaciones cada vez más horizontales con el público, que se traducen en propuestas cada vez más cercanas con la vida. El resultado es la proliferación de obras con mayor énfasis en los aspectos de integración y la creciente certeza de que si esta ha logrado modificar conceptos estéticos, puede ser perfectamente capaz de verdaderas transformaciones sociales.
Este es, sin duda, el caso de la Residencia Positiva - El Cuerpo VIH, que tuvo lugar en Quito, entre el 25 y el 30 de mayo, y fue organizada conjuntamente por Corporación Kimirina, Lasicalíptica y ContraNatura Residencia Bienales. Este evento, en el que se trabajó en su mayoría a través de diferentes performances, constituye un logro histórico. Positiva es el primer encuentro a escala mundial en el que artistas de todas las nacionalidades, que conviven con el virus o se encuentran concernidos por la epidemia, trabajan en torno al eje temático del VIH para construir obras, generar espacios de discusión e información y, sobre todo, desarrollar propuestas concretas en torno a la cultura y la relación que con esta deben tener las llamadas minorías, especialmente aquellas afectadas por el VIH o los grupos LGBTI.
Por ello, las intervenciones artísticas de la residencia trascendieron, de un modo sublime, lo estrictamente artístico, y se presentaron como verdaderos manifiestos que critican duramente al Estado y a la sociedad civil y ponen en evidencia los discursos estigmatizantes con los que día a día la población seropositiva se ve obligada a convivir.
No es casual que para Residencia Positiva, la performance haya sido el formato preciso de comunicación. El cuerpo es en la performance el soporte, el material y el mensaje, y al abordar el tema del VIH es necesario “hablar desde cuerpos que sostienen sujetos, que están en relación con la epidemia, que han sido afectados, que están concernidos”, de acuerdo con León Sierra, activista y organizador del encuentro. Pero también es necesario que dichos cuerpos se encuentren entre sí y establezcan contacto con otros cuerpos, para que estos los reconozcan como iguales y se pueda dar un intercambio de subjetividades libre de prejuicios. Así, acciones como el contact improvisación o jam, dirigido por Sofía Barriga, alcanzan implicaciones filosóficas, éticas y estéticas.
Entendido como una técnica de la danza contemporánea, el contact improvisación consiste en hallar, a partir del encuentro entre varios cuerpos, puntos de contacto físico que funcionen como disparadores para la exploración del movimiento a través de la improvisación. Lo singular de plantear un jam en el contexto de Residencia Positiva tiene que ver con la posibilidad de transformar automáticamente a todos los participantes en seres que se manifiestan bajo una absoluta igualdad de condiciones, dependen del cuidado mutuo para que el chispazo de arte se produzca, y lo hacen desde la ausencia de cualquier tipo de juicio de valor hacia el otro y hacia sí.
Partiendo de estas premisas, el individuo es también colectividad, el cuerpo propio es también piel, sudor y respiración ajena, es una extensión del cuerpo del otro y es cohesión social, una verdadera democracia donde ni el VIH ni la distinción de géneros tienen el poder para separar lo que el arte ha unido. Algo de este talante propone el argentino Lucas Gutiérrez a través de sus performances, en las cuales hizo explícita su condición de portador del virus a través de una camiseta con la frase “Tengo VIH”, y ofreció, a su vez, por medio de pancartas, abrazos gratis y mensajes positivos escritos con su propia sangre.
De este modo, el material físico de un individuo se convierte en metáfora universal y símbolo de toda una comunidad que está dispuesta a recuperar la humanidad que el prejuicio nos ha robado y validar los derechos que el Estado ha prometido, hasta el punto de escribirlos con tinta sangre, como lo hizo Fernando ‘Falco’ Falconí en su performance Targa.
La performance es un arte de transmutación. Es una especie de rizoma que se despliega infinitamente y jamás pierde el sentido, porque se nutre de la vida, la deconstruye y nos la devuelve enriquecida y poblada de nuevos significados. Gracias a ella todos somos artistas y dentro de ella, las posibilidades de arte son infinitas, porque es capaz de dar a luz nociones estéticas impensadas, del mismo modo y con la misma intensidad con que puede convertirse en fuerza destinada al cambio social.