Publicidad
Literatura
La novela, el mestizaje y la identidad
La novela, como todos sabemos, es un género de aparecimiento tardío no solo en la vida de los autores sino también en la de la sociedad. A diferencia de la poesía o del cuento, no puede existir una novela oral. Es más: su existencia demanda tanto la escritura como también la reproducción multiplicada de esa escritura; así, pues, se constituye como género a partir de la invención de la imprenta, como si la acumulación originaria de las fantasías hubiera necesitado reproducirse incesantemente.
Por ello, la novela es el género burgués por excelencia y por eso mismo existen pueblos y culturas que aún no acceden a él; su aparecimiento coincide con la impronta de esa clase y puede decirse que su carácter paródico contribuyó a su consolidación. En la medida en que toda novela encierra una negación, es también una especie de renovado sepulturero de la clase que la produjo: si los amadises son, desde la anticipada nostalgia, el desahucio de lo caballeresco, El Quijote es, desde la sátira, el descrédito de la realidad, el réquiem festivo de la feudalidad; así como Gargantúa y Pantagruel es la alegoría del ímpetu, del movimiento incesante, de la energía, pero también de la nueva voracidad a instalarse, de la autofagia capitalista.
La conformación de los Estados nacionales europeos dio pie al florecimiento del género de la novela como una manifestación de un epos centrado en la razón y cotidianidad burguesas. Toda la Comedia Humana así la confirma: Balzac, que escribió a la lumière de la monarchie, tuvo la consiguiente fidelidad a la época como para permitirnos tener una lúcida imagen de las paradojas del hombre y de la sociedad modernos. Desnudó el liberalismo y un Estado nacional que se habían convencido a sí mismos de que todos los hombres eran iguales, libres y fraternos. Los desnudó, pero también los legitimó, al mismo tiempo, pues su obra constituía una utopía al revés: el descubrimiento de que el mundo había cambiado sin haber dejado de ser (en quiteño diríamos “sin ir dejando de ser”).
El mestizaje y la identidad nacional
Pero ¿qué había sucedido en América, en ese nuevo mundo, ya no de ficción, sino de realidades y aventuras inacabables, en esa novela de carne y hueso? Muy bien es sabido que, en la Colonia, el cultivo de las letras era privilegio de los religiosos y que estos no podían ser indios, mestizos o ilegítimos; que, asimismo, artes como la pintura y la escultura eran consideradas bastardas. En cuanto a la novela, especialmente a la picaresca española —que no es otra cosa que la novela de la marginalidad, con un antihéroe como protagonista— estaba prohibida su circulación en América. Las aduanas funcionaban no solo contra herejes y marranos sino también contra quienes pecaban de imaginación, contra los que despertaban el ansia de aventuras entre aquellos que debían de permanecer sumisos y obedientes, en todo caso quietos, como parte del paisaje.
El interés de este período —dice Franz Fanon— es que el opresor llegue a no contentarse ya con la inexistencia objetiva de la nación y la cultura oprimidas; se hacen todos los esfuerzos para llevar al colonizado a confesar su inferioridad, a reconocer la irregularidad de su nación y, en última instancia, el carácter desorganizado y no elaborado de su propia estructura antropológica.
Pero independientemente de la voluntad política, en el seno del pueblo había empezado a consumarse el mestizaje no solo racial sino cultural, mestizaje como sinónimo de innovación y de creatividad. Ahí están esas piñas o la cola del ave del paraíso innovando el Barroco europeo; ahí están, en las fachadas de piedra, esas flores con clítoris ahora llamadas orquídeas que, como falleba en la puerta de una casa pueden representar el sometimiento femenino, mientras que en el frontis de una iglesia, cuartel o palacio —tronos del poder masculino—, el contrapoder pasivo, cotidiano. ¿Acaso la selva no es una catedral vegetal de donde cuelgan cálices, rosarios, lampadarios? Ahí están los picos de los loros y los papagayos incorporados a las esquinas de los confesionarios; ahí está don Francisco de Goya y Lucientes llevando a la pintura, por arte de birlibirloque, los mismos personajes populares que el Aleijadiñho tallaba en las maderas del Brasil; las escuelas cuzqueña y quiteña abriendo claraboyas de luz equinoccial en los cuadros religiosos, entrando —sin saberlo— en un tour de force con el claro/oscuro de El Greco y Zurbarán, con quienes la diferencia era de maestría mas no de concepción; pero sobre todo, ahí están los alimentos de estas tierras americanas enriqueciendo las viandas europeas, y viceversa; el café árabe, ya mestizado en el Mediterráneo, vino junto al trigo a cambio del maíz y de la papa; también vino la Ilustración a mestizarse en las proclamas de libertad de Espejo, Nariño, Zea o Caldas.
Por boca de estos precursores, el gran acto del mestizaje se había consumado: la lengua es a la cultura lo que esta es a la nación, y si bien es cierto que su carácter imprescindible ha dado pie, muchas veces, a las más variadas formas, sutiles o descaradas, por hacerla desaparecer a fin de desintegrar no solo la cultura sino la nación misma —como sucedió con muchas de las culturas aborígenes y como podría estar sucediendo con Puerto Rico y otros lares— también es cierto que el abrumador contraste de una lengua escrita —y con ella una religión sustentada en libros sagrados— sobre varias lenguas que solamente eran orales fue —más que las acciones de armas— lo que verdaderamente plasmó la Conquista española.
Ante ese hecho abrumador e irreversible, los mestizos no solo asumieron la lengua española, sino que la dominaron, la enriquecieron y la desataron como queriendo representar en la soltura de la frase, en la ruptura del culteranismo campante, la necesidad de libertad que sentían nuestros pueblos y que fuera encarnada por Simón Bolívar, padre de nuestras patrias. Si Colón descubrió un continente, Bolívar descubrió su contenido. Desde entonces, la historia del pensamiento en América Latina se debate entre la imitación de lo ajeno y la creación de lo propio. Desde entonces, la temática de la novela histórica en Ecuador no es otra que la de la búsqueda de las raíces y de las vertientes, del mestizaje y de la identidad nacional.
***
Nuestro país es una tierra multinacional y pluricultural, donde sobreviven diversas concepciones del mundo, del tiempo y de la vida, donde el componente indígena es alto no solo por la cuota sanguínea que pueda haber entre los mestizos que constituimos la mayoría, sino por la presencia cultural india que de vergonzante está pasando a ser valorada y respetada gracias al creciente desarrollo de las organizaciones indígenas. Sin embargo, el problema nacional indio subsiste en su secular entrabamiento con el problema social.
Esta doble condición de explotado _—por indio y por siervo de la gleba— ha sido reflejada en la novela indigenista de los años treinta, del mismo modo que el marginal urbano ha sido problematizado por la novela urbana a partir de la literatura de Pablo Palacio. En los dos casos mencionados, los narradores no pertenecen al mundo narrado, pertenecen al mundo de sus lectores, por lo que el punto de vista predominante no es el de tal o cual personaje, sino el del código, el del consenso establecido entre la mala conciencia del autor mestizo con la del lector homónimo, ambos ubicados socialmente en las capas medias.
Esta dualidad del mestizo, que aún no asume su mesticidad como un hecho consumado, esta conciencia escindida, reflejada de forma diversa en el pensamiento romántico de Juan León Mera y Juan Montalvo, e incluso en el pensamiento marxista de Mariátegui y Arguedas, de Aníbal Ponce y Lombardo Toledano —grandes ideólogos de los escritores de la Generación del 30— llegó a los extremos cuando el realismo social devino panfleto, cuando los personajes de papel se tomaban el poder en las páginas de las novelas como una catarsis de lo que penosamente no sucedía en la realidad; catarsis buscada incluso deliberadamente como en el caso de un personaje de El secuestro del General, de Demetrio Aguilera Malta, atentamente anotada por Michael Handelsman en un trabajo sobre esta novela.
La búsqueda de una identidad que gira alrededor de “la conciencia vacía” del mestizo ha sido tratada por todo tipo de novela, incluso por la de sesgo sicologista, en la que el burócrata, el pederasta, el militar, la mujer fácil, el político y el pícaro son personajes recurrentes en medio de un vacío parroquial enraizado en la manera de ser de las capas medias. La identidad nacional ha sido rastreada principalmente en la novela histórica, donde el vacío ontológico del mestizo trata de ser llenado por la ficción a causa de la dividida historia, ya que duele reconocerse mestizo desde la derrota de uno de sus padres, pero también desde la victoria de uno de ellos.
La reflexión sobre ‘lo español’ aún no termina de despojarse de la leyenda negra, pero empieza a pensarse bajo contextos universales menos maniqueos, aunque más incisivos, en cuanto a la comprensión de las formaciones sociales. Lo mismo sucede con las guerras de independencia, con el problema de la negritud, con la temática del filibusterismo, con el período republicano correspondiente a las luchas liberal/conservadoras, lo cual constituye una constatación de que la búsqueda de una identidad nacional va más allá del problema de la pigmentación de la piel y tiene que ver, cada vez más, con el de la aún inacabada constitución de la nación y su ideal, de la participación de esta en la historia universal; de ahí que la biografía novelada del quiteño Atahualpa o la recreación de la hazaña quiteña del descubrimiento del Río de las Amazonas, de la participación riobambeña en la medición del cuadrante del meridiano terrestre por parte de la misión geodésica francesa, de la presencia de Manuela Sáenz en la vida del Libertador Simón Bolívar, sean motivo de varios asedios por parte de escritores ecuatorianos bajo la conciencia de que contribuyen a conformar una identidad nacional, pero que a la vez su incidencia es parte de la historia universal.
Las culturas nacionales existen no por nacionales sino por ser un ingrediente singular disuelto en la cultura universal y enriquecido por ella, donde el mestizaje asumido aparece como la mejor forma de interculturalidad.