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Ensayo

La memoria, a intersticios, a paso de caracol

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Cuando el divino Odiseo llegó a la corte de los feacios, vapuleado por los dioses, reconstruyó su historia para sus huéspedes de modo que sus aventuras no quedasen en el olvido y que sirvieran no solo de entretenimiento sino también de lección para quienes quisieran escucharlo. Así construyó Homero su Odisea, a través de un ejercicio de memoria de su protagonista, y así, el lector, vivió lo que el héroe: su destino.

La memoria, como un ejercicio privativo del ser  humano, que pretende registrar lo que sucede, día a día, año tras año, fue uno de los grandes motivos por los que creamos el lenguaje, para registrar el pasado, para narrar el presente, a los del futuro, a nosotros mismos, incluso, pues la memoria, física, es frágil. Pero por supuesto, consignar todo lo que sucede, por motivos de sintaxis, de espacio, de tiempo —categorías, lenguaje, al fin y al cabo— resulta un trabajo si no arduo, imposible. Consignarlo todo equivaldría a la maldición de recordarlo todo, un sino horrendo como el de Funes.

En 1922, James Joyce publicó su Ulises, un ejercicio de la memoria cotidiana, de la premonición, de ansiedad lingüística. El recorrido heroico estaba matizado por sonidos corporales, pensamientos banales, sinsentidos, incluso, y es que la vida es eso, una serie de borborigmos entrelazados con pensamientos y actos subliminales, y dentro de una lengua determinada, con sus desinencias y disidencias necesarias y únicas.

El pensamiento es lenguaje, pero es solo una abstracción, así como el recuerdo no es sino lenguaje en tiempo pasado, dentro de la mente, un lenguaje que revive, dolorosamente, incluso. Un ejercicio de la memoria llevado al extremo, aproximándose a un paroxismo minucioso, es aquel que se erige como una bitácora de creación, un recuento de preocupaciones —banales o trascendentes, todas juntas, mezcladas en la mente, qué más da, si la memoria inmediata no discrimina entre el exterminio sistemático de un pueblo o lo que el autor pretende cenar—, ideas, atisbos de cómo debería ser un personaje, mientras la idea de un regalo prometido se deshace entre las charlas políticas y el paisaje visto a través de la ventanilla del tren. Un ejercicio de la memoria —extremo, compulsivo, culpable, retórico, trabajado— es el que esgrime Günter Grass en su obra, en su totalidad, aunque quizá en una obra, principalmente, Diario de un caracol (1972).

Más allá de la anécdota en que Grass se reconoce como miembro de las SS durante su juventud, es necesario ahondar en la historia de Alemania después de la II Guerra, cuando un país resquebrajado por sus propios habitantes y por los vencedores del conflicto se debate entre la culpa y la desidia, una tierra que necesita de una “capacidad de duelo”. Pero, a fin de cuentas, ¿de qué se trata Diario de un caracol?

El escritor, de nombre Günter Grass, relata —a retazos, intersticios, a modo de carta a sus cuatro hijos, explicándoles, tratando de responder sus preguntas sobre la política y sus ausencias— sus vivencias durante la campaña electoral de Willie Brandt, un político que tuvo que luchar desde el exilio contra el Tercer Reich y al que Grass apoyó activamente. El escritor, de nombre Günter Grass, relata —describe, recuerda, anota, hasta el cansancio— lo que le sucede a un hombre, de nombre Günter Grass, cuando intenta situarse en mitad de una campaña política en un país que fue devastado por la guerra, una guerra que él —escritor y hombre— recuerda y por eso mismo rechaza —porque la ha vivido—, y que se inició porque un Estado se propuso aniquilar a todo un pueblo, avalándose en el odio inoculado en cada alemán.

Este ejercicio de la memoria no solo es doloroso por su contenido —para un hombre, un pueblo o el mundo— sino porque el escritor, que no es sino un hombre —parte de un pueblo, parte del mundo—, pretende mostrarse en todas sus facetas, mostrar una figura, para que sus hijos lo vean en su totalidad, dentro de  contextos sublimes y dentro de la cotidianidad, no menos importante, sino como propiciadora de recuerdos: el presente que vive el hombre no es sino el producto de lo que vivió alguna vez, y que, a pesar de que no sea recordado a plenitud, es, pues ya está, más que escrito, vivido. Claro que si el pasado está escrito, aunque sea un pasado inmediato, el de hace unos cinco minutos, el de hace un minuto, la figura del hombre que escribe se torna más compleja, se completa, a los ojos de quien lea ese relato, del mismo ser que trata de descubrirse al ritmo de su escritura, a paso de caracol, es decir, un tránsito lento, pero seguro, constante, que deja huellas, que no se amedrenta frente a los que emprenden carreras apresuradas por izquierda o derecha, sobre carriles construidos por la violencia y la ideología.

—¿Y qué quieres decir con el caracol?

—El caracol es el progreso.

—¿Y qué es el progreso?

—Ser algo más rápido que el caracol...(1)

Los hechos están escritos: Willie Brandt llegó a Canciller en 1966; Willie Brandt, en 1970, cayó de rodillas frente a un monumento para recordar el Holocausto en Varsovia; Günter Grass, en 1972, publicó Diario de un caracol; Günter Grass falleció el pasado 13 de abril, del año 2015. Los datos de muerte de la II Guerra Mundial están visibles. Los hechos están escritos. El horror y la memoria son posibles.

Así como Odiseo reconstruyó su travesía en la corte de los feacios, el hombre, el autor, reconstruyó parte de su historia —la de su país, también— para que sus preocupaciones, pensamientos, no quedaran en el olvido, se registraran, aunque sea, en la memoria de  sus hijos, que también pueden ser los hijos de otros alemanes, de otros habitantes del mundo, para que no ocurra de nuevo. Si el horror y la memoria son posibles, que el futuro lo sea, asimismo.

Y si el ejercicio de la memoria requiere de lenguaje, de construcciones complejas —menudo dolor de cabeza habrán tenido el editor y el traductor de Günter Grass— para armar la figura de un hombre, de la humanidad, al fin y al cabo, pues que así sea. Que el lenguaje sirva para poner el dedo en la llaga, para descubrir el pasado, un ayer que, en palabras de Grass, “aunque tenga que inventarlo, existió”.

Notas:

1. Grass, Günter. (2001).Del diario de un caracol. Bogotá: Grupo Santillana de Ediciones.

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