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La indolencia es el camino de silencio más estético

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Se sabe de dos caminos: el del poeta y el del poema. Partimos de la idea de que la poesía no funciona en la vida real. El poeta cuenta las hazañas del héroe y recrea el poema; actividad (en su mayoría) incompatible con la poesía. El poeta es un receptáculo del mundo, una perspectiva, el interior de la ventana; el poema es el héroe, la acción, el exterior. Pero la realidad se opone diametralmente a la tarea del poeta. La realidad es la poesía regada en la naturaleza, recogida, capturada y transmutada no solo en literatura, sino música, pintura y demás artes. Gil de Biedma dijo “yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema”; situación incompatible desde el punto de vista práctico, porque la estética propia del poema debe ser percibida por el poeta y la autopoetización es pretenciosa sin sentido. Sin embargo, hay casos excepcionales en que el poeta es también poema aunque no simultáneamente. Desde este punto de vista, Jean-Yves Jouannais se interesa por el vacío intencionado de los que viven en poesía; Artistas sin obra recoge “las Vidas poco ilustres de artistas que no han producido objetos, pero que no por ello han dejado de ejercer una influencia fundamental en su época”1.

A muchos creadores les basta la idea de vivir el arte para sí mismos, sin tener que justificar su condición de artistas; salto que lleva a la poesía, el paso de poeta a poema, la paradoja salvación-condena a la que pocos llegan: Jean Rigaut es uno de los ejemplos de este salto. Rigaut no publicó nada, incluso decía: “Desde hace tiempo busco algo que hacer. No hay nada que hacer al respecto: no hay nada que hacer”2, luego se suicidó para volverse tan absurdo como el dadaísmo al que representaba. Según Jouannais, fue dadá hecho hombre y pertenece a los que se callan en lugar de hablar del silencio o, más bien, a los que se suicidan en vez de escribir sobre el suicidio. Para Jouannais “por una parte están los artistas, y por otra las personas que dedican todo el tiempo a demostrar que son artistas”3. La idea del silencio como poesía es, sin duda, hablar de Marcel Duchamp, quien “homenajea, miméticamente, a esta ausencia que vence: si nadie sabe ver ya el arte donde, sin embargo, está”4, o Joseph Joubert que se preparó durante un largo período para escribir un libro que nunca hizo, algo así como lo que relata Robert Musil en Un hombre sin atributos. Otro momento de pura poesía es Rimbaud guardando el silencio enigmático y dedicándose a traficante de armas.

Hay quienes creen más en la poesía que en la escritura y se dedican a vivir estéticamente. Aunque no es el único, la indolencia es el camino de silencio más estético y menos aparatoso, camino de Bartleby y Meursault. Para la mayoría, el silencio del poeta es incomprendido, poco lógico, cercano a la locura; el problema de este prejuicio es la paradoja de no poder entender la estética indolente hasta estar ahí y, una vez allí, ya no importa. Juan Rulfo es otro ejemplo de silencio artístico; fue un escritor que con dos libros selló para siempre su obra. A este accionar, muchas veces se lo relaciona con la ceguera (física o espiritual), como lo hace el narrador de Bartleby, el escribiente y, de seguro, como lo percibe Augusto Monterroso en su relato ‘El zorro más sabio’.

Kierkegaard menciona que “El poeta no puede hacer lo que el héroe hace, sólo puede admirarlo, amarlo y regocijarse en él”5. Y, aunque Bartleby el escribiente muestre un estado auténtico del alma, si Herman Melville hubiera preferido no hacerlo, no existiría el relato como testimonio. Melville, al igual que Rimbaud, se acercó al héroe al momento de partir para las aguas del Pacífico en busca de lo que será Moby Dick. Camus, si hubiera sido poesía o consecuente con su pensamiento, se suicidaba sin escribir ‘El mito de Sísifo’.

Llegar a la indolencia es una búsqueda interior. Es el conocimiento máximo de la verdad que parte de la acción continuada y desemboca en la completa inacción. Por eso, hablar de la estética de la indolencia es hablar de la poesía misma. Los indolentes no son gandules ni perezosos, representan el estado más puro y elevado al que puede apelar el alma humana. Un estado en que el poeta se convierte en poema, un estado de contemplación pura. Lo que para Schopenhauer es el “sentimiento sublime [que] surge por el hecho de que un objeto directamente favorable a la voluntad se vuelve objeto de pura contemplación”6. Pero más que decisión es un desembocar; hecho circunstancial que va de la mano, a mi entender, de las reflexiones filosóficas acerca del genio. Siempre he pensado que los personajes de este tipo de literatura deben ser como los retratos de Lucien Freud: luz tenue y esos rasgos marcados como de muertos en vida o, más bien, echados a perder antes de tiempo; personajes que tienen tatuado el spleen en su accionar: literatura de inacción, de hielo, de granizo.

Ubicar el origen de la indolencia es una tarea compleja que se remonta a Diógenes de Sinope y a los epicúreos, a Prometeo, Abraham y Jesucristo. Todo personaje rebelde, que se niegue a la acción, plantado en la molicie —que es lo opuesto a lo requerido por la literatura— es una derivación del mito de Prometeo. La tradición prometeica tomó fuerza en el siglo XX, con los llamados antihéroes y ‘la muerte del autor’ que va de la mano de lo que Nietzsche y Garnett llamaron ‘El ocaso de los dioses’ (ídolos). Antes de ellos, Byron resignificó el mito, gestando la estética de la indolencia y, a partir de él, los rusos crearon en el siglo XIX, la larga tradición del hombre superfluo, algo donjuán en sus inicios, que luego se tornó al completo gandul como el Oblómov de Goncharov. Melville también será influenciado por Lord Byron en tanto origen de la indolencia y, desde él, toda la literatura existencial.

Bartleby, el escribiente fue publicado en 1853, para ese momento —hablando de la literatura rusa— Alexander Griboiédov ya había publicado, en 1824, La desgracia de ser inteligente que, según Agata Orzeszek, “anticipa el retrato de loque será el ‘hombre superfluo’”7. Sin embargo, Nikolái A. Dobroliúbov, estudioso del tema, puso a Pushkin con Eugenio Oneguin (1823-1831) como el precursor del arquetipo superfluo ruso. El hombre superfluo ruso algo tiene que ver con la estética de la indolencia. Quizá se deba al padre que tienen en común: Childe Harold. Pero, más allá, las diferencias son abismales: la literatura rusa apunta al fracaso (siempre impuesto), mientras que la literatura de la indolencia, a la quietud por revelación. Este trabajo contemplaba la figura de Oblómov como otro punto de la estética indolente, pero al profundizar en el concepto, caí en cuenta de que, en esencia, el personaje ruso pertenece a otra casta de héroes que no toman a la indolencia como cima.

Siempre me ha interesado la literatura de los antihéroes y me he sentido bien recibido en la literatura del fracaso; por lo que mis lecturas personales apuntaron (sin saberlo) a la indolencia. Las dos novelas que he escogido pueden parecer dispares o muy lejanas —una pertenece a la literatura estadounidense de mediados del siglo XIX y la otra a la literatura francesa fechada en medio de la Segunda Guerra Mundial—, sin embargo, no se puede negar que Melville se adelanta al existencialismo de entreguerras y posterior. En otro contexto (que el del existencialismo), el creador de Bartleby genera una obra maestra que abrió camino para la literatura posterior. Hay que tener en cuenta que el sentimiento indolente de Melville y Camus está presente también en otros autores, no necesariamente por influencia; destaco la figura de Franz Kafka, que es la cúspide de la literatura existencial y que posee una fuerza similar a la de Melville en tanto obra maestra.

Madrid, 28 de abril de 2015.

Notas

1. Jouannais, J. Y. (2014). Artistas sin obra. Barcelona: Acantilado, p. 24.

2. Jouannais, J. Y. (2014: p. 45).

3. Jouannais, J. Y. (2014: pp. 62-63).

4. Jouannais, J. Y. (2014: p. 66).

5. Kierkegaard, S. (1987). Temor y Temblor. Madrid: Tecnos, p. 11.

6. Schopenhauer, A. (2003). El mundo como voluntad y representación. Tomo I. Madrid: Fondo de Cultura Económica, p. 299.

7. Orzeszek, A. (2000). El ‘hombre superfluo’. Un paseo crítico por la literatura rusa del siglo XIX de la mano del arquetipo héroe. Cataluña: Universitat Autònoma de Barcelona, p. 23.

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