Publicidad

Ecuador, 13 de Junio de 2025
Ecuador Continental: 12:34
Ecuador Insular: 11:34
+593 98 777 7778
El Telégrafo
Ecuado TV
Pública FM
Ecuado TV
Pública FM

Publicidad

Comparte

La carta perdida del doctor Kronz

 Foto: Patricio Burbano
Foto: Patricio Burbano
-

‘Un extraño en el puerto’ apareció originalmente en 1998, como parte de la antología de relatos homónima publicada por Alfaguara y Libri Mundi, y reaparecerá en otras selecciones del autor, pues constituye sin duda uno de los textos emblemáticos de su producción narrativa.

¿Qué cuenta este cuento y cómo nos lo cuenta? Son las preguntas que me hago y que responderé aventurando algunas hipótesis y reflexiones.

Para empezar, deberíamos señalar que el autor comienza por inventar un narrador, cuyo nombre es J. Vásconez, es decir, que delega la conducción del relato a un álter ego, a un doble literario en su calidad de homónimo del sujeto autorial, como lo habían hecho anteriormente Juan Carlos Onetti y Ernesto Sábato. Se trata de un narrador que además no tarda en devenir personaje.

A partir de ese momento sabemos que asistimos a una narración subjetiva, y que esa narración entraña una dimensión y reflexión metanarrativas o metaliterarias, en tanto el relato, además de desarrollar una fábula concreta, narra las peripecias literarias de la obra misma, las derivas de su escritura, el proceso de su elaboración.

El narrador está “apresado en el laberinto de escribir un cuento”, y una y otra vez insiste en la necesidad de “continuar con la historia” que ha emprendido. En suma, estamos ante un cuento que tiene como subtexto o trama de fondo el propio proceso de su gestación.

En la noche quiteña, gélida y fantasmal, recostado en su cama, J. Vásconez resuelve —con ese impulso deicida que guía la creación de los universos ficticios, según el término acuñado por Vargas Llosa para referirse a García Márquez—, concebir o imaginar un puerto junto a la ciudad andina. Este acto fundacional recuerda al de Brausen en La vida breve de Onetti, quien, mientras manipula una ampolla de heroína, tendido sobre su lecho, inventa la ciudad de Santa María. En ambos casos, el cuerpo reclinado, relajado, parece propicio al deseo, a la ensoñación. Es un cuerpo en forma para la videncia o la visión.

En un brillante oxímoron, J. Vásconez imagina un puerto en un lugar imposible —en medio de una ciudad de altura—, puerto donde tiene lugar el arribo, o mejor dicho el retorno del doctor Kronz —el personaje insignia del corpus narrativo del autor, que ya había aparecido anteriormente en su novela El viajero de Praga.

En un relato donde no hay certezas, donde reina la incertidumbre respecto a los límites entre la realidad y la ficción, Kronz parece portar una carta cuyo destinario es incierto. Apenas irrumpe en el muelle, el narrador ve que el viajero busca y extrae “un sobre del abrigo”, y más tarde conjetura que ha traído una carta para María. De manera que J. Vásconez continúa con su relato “para entender qué hacía el médico en el puerto”.

Mientras Kronz es un producto de la pura imaginación, que surge íntimamente vinculado a la creación del puerto, María, una joven abandonada por sus padres, que padece epilepsia, parece ser parte de la realidad ordinaria y cotidiana del vecindario donde vive J. Vásconez, y la señora Maruja, la tendera que funciona como informante y puente entre el narrador y María. No en vano la señora Maruja es la dueña de una despensa, pues además de ser la proveedora de comestibles del barrio, es quien dispensa información, y como tal es la intermediaria, la catalizadora del relato en tanto favorece o acelera el desarrollo del proceso narrativo.

María es una de estas mujeres misteriosas y transgresoras que conforman la galería de personajes femeninos del autor (me limito a recordar, por ahora, a Violeta de El viajero de Praga; Cecilia Cortez, la enigmática maestra rural y coleccionista de piedras de La otra muerte del doctor, o las cantantes recurrentes en algunas narraciones: Gipsy Rodas de ‘Café Concert’ y Fabiola Duarte de La piel del miedo).

Signada por una enfermedad terrible —que podría leerse como una metáfora del mal, tema ‘vasconeciano’—, María no solo es capaz de ingresar en los recintos masculinos, como en esa fonda de mala muerte donde conoce a J. Vásconez, sino que incluso se permite flirtear con el narrador, y como signo de su vocación profana, es una ávida devoradora de higos, un fruto a la vez sagrado y prohibido y, como tal, culturalmente asociado con la interdicción.

Ahora bien, el meollo del relato, el secreto de la fábula quizá pueda resumirse precisamente en esa carta que no llega a destino, que no encuentra su destinatario, cerrando ese “muro de silenciosa incomunicación” del que habla J. Vásconez al comienzo de su relato, pues —como señala el narrador en uno de esos brillantes aforismos que suelen pautar los textos de Vásconez— “toda enfermedad requiere de un interlocutor para existir”.

Como en ‘La carta robada’ de Poe —relato analizado por Lacan en un célebre artículo— la misiva está allí, a la mano —aunque no a la vista—, la porta el médico —el interlocutor fracasado—, pero no llega a destino. Creo que en ese hiato, en esa brecha entre el remitente y su destinatario, es donde este cuento se juega su sentido profundo.

No estamos ante una carta inconclusa o suspendida, sino ante una carta olvidada o inexistente, en todo caso irremisiblemente perdida, sepultada para siempre en el fondo del maletín del médico. Y ese olvido o pérdida —ese acto fallido— determina de algún modo el desenlace de la historia, ese final abierto que nos reserva el autor, que suele estar clausurado con la muerte o con la transformación del estatuto inicial de los personajes.

No obstante, Kronz consigue auxiliar, salvar momentáneamente a María luego de su ataque de epilepsia extremo y postrero. Y es en este episodio final donde la dimensión metanarrativa del relato deriva en una brillante alegoría sobre los poderes de la ficción: en una poética y lúcida simetría, la imaginación del narrador ha concebido un médico que ha de salvar a una paciente de la vida real.

Podríamos decir que la imaginación literaria corrige y, de algún modo, cura las averías y patologías, las disfunciones de la realidad. No es otro, en todo caso, el resorte vital y ontológico que lleva al narrador a crear un mundo paralelo al orden cotidiano, pues se trata de trazar un territorio menos precario y hostil que el del dominio habitual. Por eso, mi tesis es que el extraño en el puerto no es Kronz, o que no es solamente él. El gran extraño, el extraño escondido o disfrazado es J. Vásconez, el narrador que al fundar un puerto cimenta el extrañamiento. Dado su exilio estratégico, el escritor es el extranjero por antonomasia.

Y para para fundar su Neverland o su No Man’s Land, su Tierra de nadie, tiene dos aliados: la noche y el alcohol, los continuos tragos de whisky que se sirve J. Vásconez mientras cuenta su historia. “Con la noche se inaugura el embrujo”, dice el narrador, es decir, el hechizo, la magia de contar.

La noche que difumina los contornos y que propicia la ambigüedad, sumada al “vértigo producido por el whisky”, son dos elementos importantes para considerar y así entender el tono y el ritmo del relato que cruzan y recruzan, sin transición, del plano real al imaginario, tal cual esa especie de duermevela de la conciencia alcohólica. Y es esta oscilación permanente, esta fluctuación entre la conciencia y la imaginación, uno de los mayores aciertos estilísticos del autor.

El otro logro estilístico, que ha acompañado la labor narrativa de Vásconez, estriba sin duda en su particular mirada del mundo. Diría que todo escritor capaz de crear un universo propio desarrolla una personal fenomenología de la percepción. En Vásconez esa fenomenología se ve realizada en su atención a los objetos, a los contornos que rodean a sus personajes. Los narradores de Vásconez están registrando y focalizando maniáticamente el entorno, son cultores obsesivos del primer plano y del plano detalle. No en vano los fotógrafos han sido algunos de sus personajes frecuentes.

En ‘Un extraño en el puerto’ quizá el momento crucial de esta fijación ocurre cuando el narrador detiene su atención en la vitola de una botella de Cutty Sark, donde aparece impreso un velero, imagen que en la economía del relato funciona como una “puesta en abismo”, en tanto sintetiza la génesis del cuento: la llegada del barco procedente de Nueva York al puerto de los Andes.

“Detrás de este cuento se esconde una luminosa metáfora de la literatura”, ha escrito acertadamente Mercedes Mafla. Cierto, pero acaso todos esos juegos y guiños intertextuales y metaliterarios serían poca cosa si este cuento no constituyera ante todo una espléndida historia que incumbe a un grupo de seres humanos entrañables y memorables en sus grandezas y miserias, abocados a sobrevivir al mundo y a sus vidas en medio de una ciudad entrevista, a medio camino entre la realidad y la ficción.

La última edición de este cuento, la hermosa edición de ‘Un extraño en el puerto’ es el fruto de una triangulación impecable entre el escritor Javier Vásconez, el sello editorial español Del Centro Editores y la participación del artista Hernán Cueva. Un gran cuento de uno de nuestros escritores cardinales, un exquisito proyecto editorial, y el aporte del mayor artista gráfico vivo del país solo podían configurar un triángulo equilátero, un triángulo perfecto.

Noticias relacionadas

Publicidad Externa

Ecuador TV

En vivo

El Telégrafo

Pública FM

Social media