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Entrevista

Julio Villanueva Chang: ‘No siempre la curiosidad coincide con la inteligencia’

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El peruano Julio Villanueva Chang se erige, desde hace algunos años, como el editor más prolijo y exigente del continente. Y lo hace desafiando las convenciones del periodismo tradicional, lo que curiosamente lo ha convertido en una especie de gurú de este oficio. 

Es el creador y director de la revista de ensayos, perfiles y crónicas Etiqueta Negra, hecha en Perú, y convirtió a la publicación en el máximo referente del nuevo periodismo latinoamericano, a pesar de tener todas las apuestas en contra: maneja una revista de exquisitos contenidos en una era en la que, se dice a diario, el periodismo agoniza y cada vez menos gente lee. Además, ha llevado su taller De cerca nadie es normal a varios países y acaba de presentar un libro del mismo nombre en la Feria del Libro de Bogotá.

“Los textos de Etiqueta Negra sufren el vigoroso tratamiento de Chang, un maniático del editing, se dice, como en su día lo fue Bill Buford en el Granta de los ochenta”, aseguró alguna vez su colega Jorge Herralde, fundador de Editorial Anagrama. El reconocido cronista norteamericano Jon Lee Anderson comentó sobre Elogios Criminales —libro que reúne los perfiles escritos por Chang, publicado en 2009— que el peruano elige siempre retratar a personajes que tienen un rasgo en común con él: son “perfeccionistas obsesivos que crean en los márgenes de un mundo conocido y que viven en una suerte de crepúsculo perpetuo, ocultos detrás de sus mitificadas imágenes públicas.”

Alto, de pelo abundante y con el rostro enmarcado por un par de anteojos que ya son casi su sello personal, Chang es un defensor acérrimo de la distracción, pero con aquella acepción que alguna vez diera el escritor mexicano Octavio Paz: “Distracción quiere decir atracción por el reverso de este mundo”, y esa es la antípoda que recorre en su trabajo.

 

Resulta extraño que a una persona que se dedica a indagar sobre la vida de otros, no le guste de dar entrevistas. ¿Por qué?

Porque suelen ser un malentendido. Porque las mejores preguntas son las que te obligan a enterarte de lo que no sabías que sabías y esas entrevistas suceden cada año bisiesto.

Además, las mejores entrevistas son una técnica de conocimiento, pero entre los periodistas se suele creer que las mejores deberían ser, en realidad, una trampa.                                  

Por supuesto, la responsabilidad, la culpa, no es del género, como si tuviera vida propia, sino del entrevistador y del entrevistado.

 

¿Por qué cree que el periodista tiene siempre ese afán de ‘desenmascarar’ al sujeto entrevistado? ¿Cree que el ego juega un rol importante allí?

No lo sé. Pero en la mayoría de casos, podría aventurar que esa personalidad entre el fiscal y el policía no nace de un auténtico deseo de entender a alguien sino del malentendido del verbo investigar, un verbo muy policíaco para mi gusto.

 

 Es reconocido por ser un editor meticuloso. ¿Puede evitar leer un texto sin la necesidad de querer editarlo? ¿Puede evitar editarse a sí mismo, todo el tiempo?

No, no creo que esto se deba al oficio de editor, muy despreciado en esta parte del mundo. En verdad, creo que el problema soy yo. Un editor es para mí un ignorante experto en preguntar, pero al mismo tiempo editar es un oficio en el que predomina la ilusión óptica.

 

¿Por qué una ilusión? ¿En qué sentido?

Es literal: lo que lees en un momento no es siempre lo que está escrito. Se supone que un editor es un experto en leer, pero es en esencia un lector, y el lector es un enigma, un traidor, un infiel.

Yo como lector y como editor me contradigo todo el tiempo, y no me parece tan mal: somos sobre todo contradicción, incoherencia, en suma, 2 o 3 personas que toda su vida hemos intentado ser una sola.

No quiero que se malentienda esto de contradecirse: la ilusión óptica me hace parecer excelente lo que al día siguiente al despertarme leo como mediocre. Un editor, para ser respetado a pesar de sus contradicciones, debe tener con frecuencia la razón en sus intervenciones y diálogos sobre los textos de sus autores.

 

¿Cree que a veces el editor se involucra mucho en un texto al punto que llega a anular la voz del autor original?

Hay que distinguir entre la amenidad y la voz. Editar a un autor con voz propia es un trabajo más delicado que editar a un autor que sólo alcanza la amenidad. Creo que en ambos casos el trabajo de un editor es dar problemas, convertirse en un troublemaker,  en el sentido de alcanzar una complejidad en lo que quiere que la gente recuerde y debata consigo misma y con otras personas sobre los textos que publica. Y, por supuesto, ser un segundo cerebro y acompañar a los autores a ensayar cómo resolverlos. No hay talleres de edición y eso sucede porque la edición no es una disciplina sino una indisciplina.

Lo demás es una cuestión de tradición. En la cultura anglosajona del editing, el editor es casi una tautología de autoridad: el editor es el editor, y esto no en el sentido de dictadura sino de autoridad. Esa autoridad se crea teniendo casi siempre la razón, y además exige un poder de persuasión y encanto, en otras palabras, y sobre todo cuando trabajamos con autores jóvenes, un talento de mando.

Es obvio que eso de ganarse la autoridad no es un asunto de imposición unilateral sino la consecuencia de un diálogo con los autores que se va creando durante años. Un editor no podría ser decente si no tuviera autores que le diesen la oportunidad de pensar con ellos y traducir lo que han querido decir a las palabras e imágenes más justas.

 

“A escribir se aprende leyendo y leyendo, es casi como un efecto acción-reacción”, decía Rodrigo Fresán. ¿Está de acuerdo?

De acuerdo.  Para aprender a escribir, leer es urgente y necesario. Pero es obvio que también hace falta un instinto verbal y un trabajo de ensayo-error que puede tomarnos toda la vida.

Mi taller De Cerca Nadie Es Normal no es un taller de escritura. A lo largo de este no escribimos ni una sola palabra. Es un taller para leer textos en colectivo y así darnos cuenta de cómo leemos para luego resolver a solas, o con tus editores, el problema de la seducción, el entendimiento y la memoria de lo que publicas.

Lo que sucede todos los días es simple: cuando estás a punto de apretar la tecla ‘enviar’, el penúltimo lector de tu propio texto eres tú mismo. Y si tú crees que el texto que estás enviando para publicar es apetitoso, justo y legible, y a todas vistas no lo es, entonces el problema no es saber escribir. El gran problema es no saberte leer ni leer todo lo demás. Y esto no se trata tanto de leer como un acto de decodificación sensorial sino con toda tu experiencia vital y tus maneras de ver del mundo y de criticarlo.

 

¿Cómo es su relación con  los libros; los raya, los relee, los abandona cuando no le gustan...?¿Qué géneros de lectura prefiere?

Lo que más leo, además de ensayos, biografías y crónicas de ciencia, es poesía. Desde los quince años es lo único que no he dejado de leer siempre.

Soy un disperso comandado por el azar y la curiosidad de mis apetitos. Leo entre 3 y 7 libros a la vez, y no siempre los termino. En ese sentido intento ser fiel a un motor emocional que cada libro va provocando en mí, a veces en lo intelectual, otras en lo personal, en el puente que existe entre algunos libros y mi propia experiencia.

En los últimos años también, aplastado por todo lo que no hemos leído ni releído y el tiempo que se acaba, he decidido leer más ensayo que novela. Para ganar algo hay que perder muchas cosas.

 

¿Le da algún privilegio a lo visual, es decir, mira la televisión, alguna serie que le guste y haga sentir culpable? Por ejemplo, a mí me gustan las Kardashian.

No veo la TV que quisiera, en el sentido de ver las series que toda la mesocracia intelectual dice que ve y que no se la pierde.

Siempre he creído que leer y escribir es un aprendizaje de estar solo, y en los últimos años, mi deseo de estar solo ha aumentado y se ha vuelto más selectivo, no en el sentido aristocrático de la palabra sino en el de concentrarme literalmente en lo que me da la gana.

Nunca he sido de los que satanizan la TV ni de los que predican orgullosos que no han encendido el aparato frente a ellos en una década. Creo que uno tiene el privilegio de elegir y a eso se limita mi uso del tiempo social y privado.

Nunca vi Lost, por ejemplo, pero sí vi The Wire, y ahora algunos amigos me cuentan de True Detective, pero cuando a veces me despierto en medio de la madrugada no puedo resistir ver un capítulo más de Law&Order. Y no he dejado de ver El Patrón del Mal, por ejemplo, sobre el que pronto tengo que escribir un texto.

En resumen, mi curiosidad no discrimina la nueva obra de estos guionistas y actores fuera de serie. Si no soy un gran consumidor de teleseries inteligentes, es simplemente porque a veces uno se aferra a ciertos placeres como leer, y pierde su tiempo absolutamente en ellos al punto de ignorar la cultura de novedades de la que tus amigos son capaces de formar un club de discusión o incluso de escribir libros.

Y no me nace establecer una superioridad moral de unos programas sobre otros ni condenar a quienes ven lo que yo no elegiría ver. Creo que los seres humanos estamos compuestos en gran parte de tonterías y que es parte de nuestra naturaleza convivir con ellas con sentido común y un estado de alerta crítica, pero sin convertirte en un policía de buenas costumbres.

 

Ningún niño sueña con ser editor de una revista, pero parecería que a usted le pasó lo contrario. ¿Quién quería ser cuando era chico?

A los 7 años, decía una palabra: arquitecto.

Ahora me gusta conocer arquitectos con los que pueda hablar de lo que nos plazca, cualidad que casi siempre no proviene de que seas arquitecto. Es decir, me gusta conocer a gente que no entiendo bien lo que hace ni cómo lo hace, aunque eso que hace me guste demasiado.  A esa gente me dan ganas de volverla a ver. En ese sentido, creo que lo que elijo editar y escribir se trata de eso: todo lo que hago es un ensayo sobre mi ignorancia y la ilusión de superarla de cuando en cuando. Un propósito iluso, por cierto, porque a fin de cuentas todo desemboca en el olvido.  Creo que soy sobre todo un curioso, y hay que decir que no siempre la curiosidad coincide con la inteligencia. De hacerlas coincidir se trata este trabajo. 

 

Gracias a su trabajo debe haber conocido a muchas personas que le provocan admiración. Cuénteme de alguien con el que se haya sentido, como dicen los gringos, strarstruck, deslumbrado…

La memoria siempre nos traiciona en las entrevistas, y no sólo en las entrevistas. La memoria del asombro es constante a pesar de que a veces nos descubramos diciendo sandeces del tipo que no pasa nada.

A veces, como los libros y sus autores, como los músicos y sus canciones, como los arquitectos y sus casas, como los futbolistas y sus jugadas, como los hombres y mujeres y sus encantos, se trata más de momentos de placer y no tanto de una disfrute en el tiempo.

Mi mejor amigo siempre me asombra y no es un escritor, ni un arquitecto, ni un cocinero, ni un actor, ni un maestro, ni el líder de una banda de rock, todos oficios a los que estoy más o menos cerca. Se llama Arturo Granda, y a él le dediqué Mariposas y Murciélagos, mi primer libro. La dedicatoria decía: “Al Rey Arturo, por seguir silbando una canción feliz”. Se trata del silbido que hacíamos cuando éramos adolescentes y nos llamábamos desde las puertas de nuestras casas.

 

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