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Jean-Michel Basquiat: el mundo alucinado

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Mucho antes de morir Jean–Michel Basquiat había conocido la fama. “Mucho”, en esta historia, es una metáfora para hablar de alguien que a los 21 años –en 1982– vende su primer cuadro en 20 mil dólares y que 6 años después, encerrado en la habitación de un hotel, muere asfixiado por sobredosis de heroína.

Es curioso: el tiempo que transcurre entre su nacimiento y aquel fatal desenlace no supera los 27 años, lapso innecesario para hacerle frente a las mandíbulas del olvido. Pero Basquiat sigue intacto. Su nombre ha soportado el desplazamiento de los referentes y las modas, el advenimiento de críticas y elogios, la seducción del abandono.

Aquella permanencia reside en una paradoja: Basquiat es el primer artista afroamericano en ingresar a los amplios circuitos de galerías que en Occidente materializan el prestigio, y es, al mismo tiempo, conocido como el habitante inconforme de un mundo alucinado al que, llegado el momento, le perdería la fe.

¿Podemos pensar en una vida talentosa que cuestiona al sistema mientras la chequera no deja de llenarse? Fantástico.

Para 1840 el Soho ya era un barrio con prestigio bien ganado en Manhattan, New York. Su territorio albergaba más de una decena de fábricas dedicadas a la metalurgia por las que había merecido el apelativo de ‘Hell´s Hundred Acres’ –‘Los cien acres del infierno’–. Su población, compuesta por obreros y migrantes de distintos sectores del mundo, compartía una especial solidaridad –engrosada por la escasez y explotación– que convertía a la convivencia en un tejido de identificación colectiva.

A mediados del siglo XX, con varias de las fábricas ocupadas por tiendas de lujo, los pocos habitantes oriundos del lugar siguieron manteniendo esa forma de vida que generó una diversidad de manifestaciones sociales y artísticas.

Atraídos por ese ambiente, en los sesenta, varios artistas plásticos llegaron a ocupar algunos galpones de los viejos edificios e instalaron en ellos sus talleres de creación.

Basquiat nacería allí, el 22 de septiembre de 1960, para ser un testimonio de aquella época.

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En la película homónima, estrenada en 1996 y dirigida por Julian Schnabel, Jeffrey Wrigth brilla en la interpretación de Basquiat. Su papel, aplaudido por la crítica, roza la nostalgia en las escenas que retratan al artista visitando a su madre postrada en uno de los sanatorios del Bronx. Schnabel, su amigo personal, conocía la complejidad de la vida familiar de Jean-Michel: su padre, un contador originario de Haití, y su madre, una diseñadora puertorriqueña, no habían logrado inyectar en el torrente del hijo la fórmula sencilla del amor filial. Esa ausencia, como los restos de un barco que no logran hundirse, flotó en el imaginario de Basquiat generándole crisis afectivas que lo acompañaron toda la vida.

‘Dustheads’ – ‘Cabezas Empolvadas’– es el título de aquel primer cuadro vendido por el pintor. En él, sobre un fondo negro, 2 hombres asimétricos despliegan sus extremidades bajo una lluvia de líneas multicolores. Uno de ellos, aquel de la cabeza más protuberante, tiene también el esqueleto al aire. No ocurre lo mismo con el perfil de su acompañante, quien ve protegida su desnudez bajo un intenso rojo que lo cubre por completo. Los ojos, en ambos casos, son puertas al infinito.

Aquella imagen formaba parte de la muestra colectiva que, en 1982, reunía trabajos de jóvenes artistas de Manhattan en el Museo Vanguardista PS1 de Queens. Entre los espectadores atraídos por la extrañeza de esa imagen, firmada con el seudónimo ‘SAMO©’, estaba Annina Nosei, reconocida galerista de la época. “Siempre pensé que era un genio”, dijo ella hace poco, recordando al artista.

‘Dustheads’ – ‘Cabezas Empolvadas’– , fue el primer cuadro vendido por el pintor.

Los primeros dibujos de Jean-Michel Basquiat datan de 1965, también algunos testimonios que recuerdan al pequeño visitando a menudo el Museo de Brooklyn y otras galerías de la zona. A la edad de 7 años y después de ser atropellado, tuvo que pasar varias semanas en cama, tiempo en el que se alivia ojeando Anatomía de Grey, una serie de láminas obsequiadas por su madre que describen el cuerpo humano en sus mínimos detalles. Paul Claudel decía que el artista es, en parte, un místico en estado salvaje; un espíritu capaz de absorberlo todo para volverlo sabiduría. Basquiat decidió hacerlo con las cicatrices de aquel accidente: retratará escenas de choques en los rincones de sus cuadros, escenas en las que siempre es auxiliado por una mujer -¿su madre?-. Y ajustará sus ojos a una “Visión de Rayos-X”, que le permitirá retratar personajes con el esqueleto expuesto, al puro estilo de las láminas de anatomía. El hombre de las costillas al aire, en ‘Dustheads’, se asemeja al plano de un desierto en el que el artista ha decidido cavar hasta encontrar la médula de algo parecido a una flor.

La fascinación de Annina Nosei por la pintura de aquel joven afroamericano de 19 años se hizo evidente una vez puestos en contacto. La galerista le ofreció un sótano y todo el material que Basquiat requiriera para que pudiera pintar con tranquilidad. Empezaba de esta forma una relación fraterna, que acercaría la obra a importantes circuitos de la plástica y la proyectaría como un símbolo del lenguaje moderno tejido en la marginalidad. Sin embargo, esa relación fue duramente criticada por quienes consideraban que Basquiat estuvo prácticamente encerrado en aquel sótano, produciendo una serie de cuadros con los que Nosei lograría llenarse de dinero. La clave, en aquel misterio, parece estar en la heroína: quienes la critican, dicen que Annina suministraba la droga al pintor mientras este producía las imágenes que después serían posicionadas en el mercado; la galerista, por su parte, defiende su solidaridad al recordar a Basquiat como un tipo lúcido, dueño de una cultura amplia en el sentido artístico de la palabra, capaz de ser vencido únicamente por su adicción temprana al opiáceo. Sea cual fuere la verdad, en 1985, Basquiat y Nosei se despidieron para siempre.

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“Un sitio de habitaciones baratas, un lugar bueno para morir”, era como Paul Auster definía al Soho en una entrevista. Con los años, ‘Los Cien Acres del Infierno’ tienen la misma extensión que la melancolía. Houston, Bowery y West, sus principales calles, no son más los brazos de asfalto limitados por anchas paredes en las que a mediados del siglo pasado se podían leer cientos de grafitis. De esas líneas resaltadas con aerosol, Auster guarda una fotografía especial: sobre una pared de ladrillo se lee impecable “SAMO© is dead” –SAMO© está muerto–. Textos como este aparecían en los soportes más insospechados relatando frases de sentencia e inconformidad contra el orden establecido. Las intervenciones tenían la particularidad de mezclarse con la coloquialidad de los transeúntes, lo que iba a favor del objetivo con el que su autor los había creado: “Poner fin al lavado de cerebro religioso, a la política de la nada y a la falsa filosofía”.

Era 1979 y hace apenas 11 años, Martin Luther King Jr. había caído abaleado en Memphis defendiendo a los trabajadores negros de los sanitarios públicos. La ola de rechazo a esa muerte se topó con el muro de un racismo arraigado en la sociedad estadounidense –cuyo eco se prolonga hasta ahora–. Basquiat fue empujado por aquel golpe y halló en el grafiti una forma práctica de expresar su descontento. “Él nunca creyó que lo que hacía era grafiti callejero, siempre miró sus intervenciones como poesía visual, formas de interpelar a la gente en su realidad”, apunta Nosei.

Bajo el seudónimo de SAMO©, el pintor participó en uno de los momentos más efervescentes del grafiti norteamericano, en el que aparecieron además figuras influyentes de esta práctica como Kenny Scharf, Keith Haring, Mike Bildo y Tom Otterness.

‘Fallen Angel’ – ’Ángel caído’–, 1981 (Técnica: acrílico y crayón de óleo sobre tela).

En este escenario confluyó, además, el auge del neoexpresionismo –tendencia en la que a menudo se ubica la producción de Basquiat– que ganó terreno superada la Segunda Guerra Mundial. Artistas alemanes ensayaron una serie de temas descarnados, apoyados en imágenes de fácil reconocimiento, como el cuerpo humano, a las que retrataban con trazos violentos sobre la tela. Esa era la respuesta al minimalismo y al arte conceptual, pero era sobre todo la primera forma de réplica, irónica y ridicularizadora, al movimiento nazi, causante de la gran depresión en aquel país. Las pinturas dispuestas en formatos de gran tamaño fueron abriéndose paso entre la crítica y cosechando un amplio auspicio en las distintas latitudes del planeta. En Nueva York, el movimiento neoexpresionista, representado por Basquiat y Haring, entre sus exponentes principales, alcanzaría una mayor diversidad que en Alemania, no solo por la inclusión de nuevos temas –la tensión social y el racismo–, sino por la positiva acogida que el público le dio a esta corriente.

Herman Braun-Vega, pintor peruano, apunta a la colonización del arte como una de las tesis del neoexpresionismo. Para él, superado el momento de posguerra, Estados Unidos se vio en la obligación de expresar su domino en campos que no se limitasen al comercio: el arte era un bastión urgente.

Suponer que parte importante de la difusión de los neoexpresionistas contó con el apoyo de este momento contextual, en el que la crítica y el mercado anudan esfuerzos por expandir formas de conocer la realidad, no es un error. No lo es tampoco, asumir que parte de ello supervive en el rechazo que Annina Nosei hace del “estigma callejero” de Basquiat, esa especie de mitología virulenta para el mercado. Pero sí constituye un extravío pensar que el autor de ‘Cabezas Empolvadas’ fue un peón al servicio estructural del sistema. Su inconformidad, propia de aquel que no pertenece a ninguna parte, lo coloca por encima del cliché racista: negro, pobre, drogadicto, usado por su talento; lo somete a un examen riguroso en el que la única forma de evaluación está en la sensibilidad artística. “El verdadero problema –afirmaba Henry Miller refiriéndose a Rimbaud– está en hacer monstruosa el alma”, en el sentido en que desafiar el equilibrio de la normalidad es sinónimo de prodigio. Si se trata de eso, Jean-Michel Basquiat afinó al extremo su monstruosidad.

En 1900, 2 años después de que la farmacéutica alemana Bayer patentara la fórmula del clorhidrato de morfina con el nombre comercial de “Heroína”, miles de hogares estadounidenses recibieron en sus buzones de correo muestras gratis del fármaco. Se renovaba de esta manera la esperanza de los pacientes que, sometidos a tratamientos con morfina, habían generado una adicción irremediable a aquella medicina. Pocos años después, y tras comprobarse que la “Heroína” era 3 veces más potente y adictiva que su madre biológica, fue relegada a la clandestinidad.

En los setenta, Basquiat abandonó su hogar y formó La Banda de Grey, un grupo de noice music en el que fungía de vocalista y DJ. Pero Grey, el libro de láminas anatómicas, no dejó de perseguirlo. El artista, en su camino de aprendizaje, anheló todo y en exceso. Basquiat, quien creció en el desconcierto generacional de un mundo que cedía su dominio al orden y vigilancia del Estado, respondería con su propio cuerpo a la desobediencia natural en él: cada pinchazo de “la dulce miel del infierno” le agregaba a su torrente sanguíneo un tropel de caballos hechos de pura rebeldía. Esto parecía agudizarse a medida que la fama le sonreía. Era como si su adicción, inversamente proporcional al éxito de su pintura, fuera la forma más clara de mostrar el rechazo a una realidad absorbida por el comercio, ante el que su nombre estaba, cada vez más, indefenso.

Entre 1983 y 1987, Basquiat presentaría su obra en exhibiciones individuales en Nueva York, California, Italia y Japón. En 1986, fue el artista más joven en exponer en las más prestigiosas galerías de Alemania, lo que coincide con una serie de viajes que realiza al África, donde extrae parte importante del material que plasmaría en sus lienzos. Ya en el dominio total de su técnica, Basquiat logra imprimir un sello personal a la pintura. Algo de jazz y de hip-hop se percibe en la constante superposición de líneas y planos, matizados con amplias gamas de colores que dan a las palabras e imágenes de la tela el mismo ritmo que la improvisación musical. El acrílico, la serigrafía, el óleo, le servirán para intervenir en todo tipo de superficies en las que igual plasmará su mensaje frente a la desigualdad social, al racismo y a la diferencia económica y cultural. Un diálogo profundo se percibe en su trabajo con figuras como Picasso, Pollack, Dalí, y con toda la carga de la cultura africana primitiva, extendida hasta el jazz y la oralidad, elementos a los que el pintor rendía constante homenaje colocando la imagen de una corona en algún rincón de sus cuadros.

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Andrew Warhola Jr. pasó a la historia no solo como el gurú del pop-art, sino como uno de los hombres más influyentes del mundo. A inicios de los ochenta, cuando ya era conocido como Andy Warhol, una amplia labor de enlace entre los artistas e intelectuales de Estados Unidos ocupó la totalidad de su tiempo. Ese es uno de los eslabones decisivos en la carrera de Basquiat, quien conocería a Warhol en las calles de Manhattan en 1983. Desde entonces, una fuerte relación de amistad los llevaría a colaborar en más de una centena de proyectos conjuntos, muchos de los cuales fueron desestimados por la crítica. “En el futuro, todos seremos famosos durante quince minutos”, decía Warhol, adelantándose a la época visual; adelantándose también estaba Basquiat que, mientras duró esa amistad, logró difundir sus trabajos en todos los rincones del mundo.

‘Untitled (Pecho/Oreja)’, 1982-83. (Técnica: acrílico y crayón de óleo sobre tela).

‘Now´s the time’ es el nombre del tema en el que Charlie Parker alarga los sonidos agudos de su saxofón hasta estrellarlos en el vacío del timbal. Es también, la banda sonora del último tiempo en la vida de Basquiat. La serie de cuadros titulados CPRKR será compuesta para demostrar la admiración hacia el músico. De entre ellos, uno llamará especial atención: una madera cortada en forma de lápida, fechada con el mes de septiembre de 1988, un mes después de la muerte del pintor.

“Me interesa retratar a la persona negra, ella es la protagonista de mis pinturas” – dice Basquiat en una entrevista. Tras el lente, un hombre maltrecho aparenta más de los 27 años que tiene. Su cabeza es un huracán de trenzas entrecruzadas y bajo el peso de sus ojos parece haberse acumulado un témpano de tristeza. Warhol había muerto un año antes, y lo único que hacía Basquiat era ganar dinero. La ironía de la vida lo había colocado en una posición contradictoria: había diluido bajo la fantasía de la fama su reflexión contestaría frente al sistema, su defensa de lo negro era masticada por el estigma del racismo y sus palabras se silenciaban como una sombra mutilada por las luces. Ni siquiera con el paso del tiempo, la fe profunda de Basquiat por responder al sistema pudo contra la garra del mercado: en 2011, ‘Dustheads’ fue subastada en 48,8 millones de dólares, cifra récord en Estados Unidos.

“Tan asustado como 36 millones de perros falderos recién nacidos”, apunta Rimbaud en una de sus cartas para describir el desasosiego de un hombre que ha extraviado la fe, y es quizá la metáfora con la que se puede bautizar al 12 de agosto de 1988, día en el que el miedo encallecido en el espíritu del artista no encuentra más respuesta que una destrucción necesaria, capaz de helar la zona periférica del cerebro hasta hacer que los pulmones dejen de intercambiar oxígeno con CO2 y la sangre, poco a poco, se vaya intoxicando.

Víctima de una asfixia que pronto le detendrá el corazón, Basquiat sigue pinchando su brazo, alucinando con el momento en el que mamá volverá para salvarlo, lo llevará sin retorno a la planicie del desierto donde cavará en la nada con la esperanza de encontrar algo parecido a la médula de una flor.

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