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Isaac Asimov y el trabajo: anotaciones sobre los robots

Isaac Asimov y el trabajo: anotaciones sobre los robots
05 de mayo de 2018 - 00:00 - Iván Rodrigo Mendizábal

Una anotación particular hace Jacques Derrida en Espectros de Marx (1993) al recoger ciertas ideas de Paul Valéry sobre el trabajo. Derrida dice que la cosa trabaja, ya sea transformando o transformándose; tal cosa, en sentido figurado es el espíritu, es decir, el espíritu del espíritu (según Valéry), el trabajo. Y luego pregunta: «¿Qué es el trabajo? ¿Qué es su concepto, si supone que es el espíritu del espíritu?». Enseguida responde con Valéry: «Entiendo aquí por espíritu cierta potencia de transformación […] el espíritu […] trabaja». En este discurso hay ciertos temas a resaltar: a) el trabajo como espíritu de un espíritu; b) el trabajo como una potencia transformadora y autotransformadora; y c) la cosa, el trabajo como lo que subyace en la actividad humana que transforma. En otro acápite, Derrida dice que para Valéry el ser humano es «una tentativa de crear lo que me atrevería a llamar el espíritu del espíritu». Lo que lo definiría es su capacidad de crear trabajo o de trabajar, evidenciando la cosa, el espíritu que anima su ser.

Derrida resalta el trabajo como naturaleza del espíritu, esa cosa que anima la actividad del ser humano. Para Valéry, tal espíritu como trabajo es lo creativo, lo inmaterial, lo que funda a la propia vida. A la par, su discusión desnuda las desigualdades que despintan las idílicas imágenes del industrialismo, del positivismo y del capital (vale la pena revisar, para el caso, Política del espíritu, de Valéry, 1940); es decir, deconstruye la modernidad de su época, que permitió imaginar el progreso, bajo una paradoja: hay un capital técnico, aunque no se ha logrado la armonía en la vida.

El trabajo como naturaleza del espíritu ahora está dominado por el espectro del capital que cosifica el trabajo marcándole por su valor y su capacidad de reproducir riqueza. La cosificación del trabajo implica que no es el espíritu lo que anima la producción de bienestar, sino la actividad sin espíritu que produce cosas o transforma la naturaleza en beneficio de un fin material. Desde la modernidad, el trabajo material se habría vuelto instrumento o, si se quiere, ha alienado al ser humano.

Con esta discusión, aparece el tema de la máquina y la maquinización del trabajo que, en relación con la producción de valor y la reproducción de riqueza, amenaza al ser humano alienado y cosificado. Esto es lo que Valéry denunciaba: el desequilibrio social en tanto hay quien se sirve del trabajo de otros, de la alienación de otros, de la fuerza de trabajo que le permitiría dividir y quedarse con la riqueza creada.

Ahora la máquina aparece como otra potencia que, ligada a la fuerza de trabajo, acelera los procesos de producción del capital. Por lo menos, desde la modernidad, la cuestión de la dimensión terrorífica de la máquina ha funcionado como otro espectro alrededor de la industrialización y de la revolución científica.

En este marco se inserta la obra literaria de Issac Asimov, quien lee al sesgo el fenómeno de la industrialización, la maquinización, el cientificismo y la cuestión del trabajo. La noción de robot es la que nos conecta con estos fenómenos.

Digamos que Asimov habla del trabajo a través de sus figuraciones del robot. En su ensayo Un futuro fantástico (en Visiones de robot, 1990), habla del trabajo físico que deja de lado la parte intelectual. Históricamente para solventar la «dura tarea física […] la revolución industrial [aportó] la maquinaria, que llegaría a levantar la carga de los hombros de la Humanidad». Es decir, establece una diferencia entre el trabajo material, físico, que se denota como carga, del trabajo intelectual que, se deduce, supone otro horizonte. En esa noción de pesada carga o dura tarea física, es evidente el desarrollo de la máquina que obra «sin habilidad».

En otro ensayo, Todo cuanto desees, Asimov reconoce la diferencia y el esclavismo social operante en épocas anteriores, sobre todo cuando la «aristocracia vivía en el ocio, apoyándose en las espaldas de unas máquinas vivientes, que se llamaban esclavos, siervos o campesinos». Aquí distingue la tensión entre clases, en la que unos ganaban a costa de otros: una sutil descripción del capitalismo industrial que, con todo, no se ha suprimido hoy.

Volviendo a Un futuro fantástico, Asimov anticipa que la educación será vital, de la mano de las computadoras, para desarrollar el trabajo intelectual creativo, y recalca que este podría enfrentar «la esclavitud del odiado trabajo». En su lugar, la adopción y aceptación de computadoras y robots implicaría reconocer que ellos deberían realizar «la tareas monótonas y mecánicas», liberando al ser humano hacia un nuevo Renacimiento. La idea liberadora del trabajo duro que trasunta la máquina está en directa relación con el mayor disfrute de la vida y el desarrollo de nuevas habilidades personales.

La lectura de Asimov sobre el trabajo es distinta. Se conecta con el desarrollo de herramientas específicas y sofisticadas. Él no ve a la máquina como una amenaza; confía en que esta, en condición de esclava, se ocupe del trabajo dirigido y, con ello, se revierta la cosificación del trabajo y de la humanidad que antes definía al capital en dirección a la cosificación exclusiva de la máquina. Este es su argumento contra los temores de los sindicatos ante «la posible sustitución del trabajo humano por el trabajo de los robots», como señala en Robots que he conocido. Lo que garantizaría el pleno funcionamiento de la máquina es su programación.

Asimov cita dos referentes literarios anclados en el desarrollo de las revoluciones científica e industrial: Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Shelley, y R.U.R. (Robots Universales Rossum, 1920), de Karel Čapek. Sobre el primero, un experimento lleva a la creación de un hombre esclavo usando partes de muertos y electricidad. En el segundo, una empresa diseña y fabrica seres artificiales humanoides destinados al trabajo con capacidad de decidir.

He aquí dos creaciones literarias sobre seres que, imaginando el desarrollo y los terrores de época (el uno a comienzos del XIX y el otro a inicios del XX), se conectan con dos fases del industrialismo y el capitalismo. El hombre esclavo de Shelley vendría a ser la metáfora de un ser que, en el despunte del maquinismo, es necesario como autómata y operario. Mientras la burguesía disfruta de un nuevo modelo de sociedad de bienestar provisto por el desarrollo económico, era necesario tener una masa de «descerebrados» que pudiesen rendir culto al capitalista, como niños obedientes a las órdenes de una nueva industria gracias a la tecnociencia. En el caso de la obra de Čapek la palabra robot alude a ‘trabajo’ o ‘labor’ en referencia a ‘personas artificiales’ o ‘gentes autómatas’ que se fabrican y se venden como servidumbre.

Por lo tanto, en otra fase del capitalismo, cuando el taylorismo y el fordismo se instalaron como formas de organización industrial, se requirió de trabajadores capaces de producir en serie, repartiendo su fuerza de trabajo en función de una finalidad mayor, un amplio mercado abarrotado de productos. Así, el trabajador es visto como servil al sistema.

El problema de Shelley es que su hombre creado artificialmente se vuelve un monstruo que no cumple con su designio, de ser uno más de la masa de trabajadores. En el de Čapek, su persona artificial, ya que tiene inteligencia y conciencia, se va en contra de la fábrica, lo que implica una dura crítica a cualquier modelo de productividad imperante.

Para Asimov, ambos ejemplos denotan los terrores respecto a la maquinización del trabajo y, más aún, la agencia que podrían tener los robots, (los trabajadores) en caso de irse contra el sistema. Así, su apuesta es mecánica: el tipo de robot que piensa se explica por una simple fórmula: máquina + computadora, como define en Crónicas del robot. No es un ser humano artificial, tan solo máquina; no es un aparato, sobre todo es un dispositivo programado. Sabe, sin embargo, que toda máquina, como cualquier invención, conlleva cambios y peligros para la humanidad, por lo que, Asimov se cuida de programar el carácter de los robots mediante las Tres Leyes de la Robótica: «1) Un robot no puede hacer daño a un ser humano, o, por medio de la inacción, permitir que un ser humano sea lesionado; 2) un robot debe obedecer las órdenes recibidas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley; 3) un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no sea incompatible con la Primera y la Segunda Ley».

Pero ¿tal programación en la memoria positrónica de los robots asegura que sean solo máquinas? Asimov en Visiones de robot se reafirma en que sus robots, sus ideaciones de ingeniería, son solo «máquinas y no metáforas». El problema que ilustra en sus cuentos y novelas, sin embargo, es otro: porque, aunque hay robots dóciles, artefactos que cumplen tareas, de pronto aparecen los que enfrentan dilemas al cumplir ciertas leyes, los que se rebelan a cumplir al menos una tarea, los que van más allá de lo que se les ha exigido y, por lo tanto, alteran alguna ley.

Incluso hay robots con conciencia que se mimetizan como humanos en algún planeta, ejerciendo el poder y el mal. Uno de los casos más extremos es el del cuento El hombre bicentenario, en el que el robot aspira a transformarse en hombre, una suerte de travestismo maquínico. Este cuento ya grafica cómo un robot, pese a su programación, pone en duda el carácter intrínseco de las Leyes de la Robótica: lo ético. Él va más allá de lo que la programación le señala, haciéndole agente y decisor de su propio destino.

Lo ético nos lleva a otro plano cuando se trata de los robots, no tanto como máquinas, sino como metáforas, asunto que Asimov pareciera evitar. Aunque él sostenga lo contrario, las Leyes con las que estructura a sus robots, su idea del trabajo mecánico, su modelo de un ser funcional a un determinado fin, son de carácter ético, es decir, son principios o normas que tendrían que dirigir toda acción humana hacia un determinado fin. El ethos como camino, como dirección que orienta a una forma de vida implica también al trabajo. Pero ¿se puede aplicar esto a las máquinas? Cualquiera podría decir que no, en el sentido de que toda máquina hace algo, es inanimada, es operable y desmontable. Pero estamos en el terreno de la ciencia ficción, un discurso literario que, pese a anclarse en universos distintos de la realidad, tiene una sola estrategia, la del distanciamiento cognitivo tomando en cuenta la realidad misma, proyectándola a un supuesto futuro, para con ello producir una perspectiva nueva (siempre pienso en las tesis de Darko Suvin en Metamorphoses of Science Fiction). Esto nos lleva a pensar que las máquinas no son solo máquinas o, mejor dicho, los robots no son simples máquinas computarizadas.

En Robots que he conocido, Asimov afirma que «una máquina no “se vuelve contra su creador”, si se halla apropiadamente diseñada». ¿Qué tal invertir la premisa? Reitero mi otra lectura de los libros de Shelley y de Čapek: ambos metáforas de hombres esclavo, de máquinas-gentes artificiales, trabajadores diseñados para un fin, obreros dentro de esquemas de industrialización prevalecientes al publicarse esas obras, ambos obedientes (dígase que cumplen el ethos) al sistema imperante: el de la fábrica necesitada de mano de obra dócil o el de la fábrica que, para cumplir con la demanda masiva de productos, requiere de fuerza motora, como Čapek define al robot en R.U.R.

La premisa invertida sería: «Un obrero (un trabajador) no “se vuelve contra su empresa (el propio Estado liberal)”, si está apropiadamente educado». Asimov habla del final del industrialismo en su segunda fase, con su organización orientada a la producción masiva y un trabajador educado que cumple las Leyes «maquínico-éticas», porque tiene un «cerebro positrónico» (ideológicamente constreñido) bien estructurado y un autocontrol definido por el diseño social.

Una economía robotizada para Asimov significa un tipo de diseño, de hombres máquina, de hombres obreros educados con un ethos, que permite la convivencia y no el crimen; lo contrario es, como sucede en Las bóvedas de acero (1953), una Tierra invivible, poblada por humanos (que aborrecen a los robots), con sus problemas y defectos (del trabajo), mientras que en algún planeta de robots que conviven con otros seres humanos más avanzados, más tolerantes, se ha conformado una especie de utopía.

El sueño de Asimov, en definitiva, es, en «el futuro […] una aristocracia mundial apoyada por los únicos esclavos que podrán humanamente servir en tal puesto: unas máquinas sofisticadas», como afirma en Todo cuanto desees. Esto se relaciona con la tercera revolución industrial, definida por Jerome Rifkin en 2011.

Esa aristocracia ahora se sirve del nuevo trabajo esclavo, situado como tal en dicho puesto de trabajo, obligado a hacerlo cada vez más por la precariedad de sus condiciones de existencia, por las determinaciones de una economía global, desterritorializada, donde al trabajador no se le asegura y está sujeto a la inestabilidad, con derechos completamente erosionados por no ser competentes con el desarrollo del conocimiento, aunque sí solo con la técnica para fabricar cualquier bien. La aristocracia de Asimov es una que delega el trabajo al robot, es decir, al trabajador real.

Y volvamos a Derrida. ¿Qué vendría a ser el trabajo en Asimov? Si se maquiniza al trabajador y al trabajo (es decir, la suma de máquina y computadora, o la unión de un ethos y una racionalidad), situación que de hecho contradice sus planteamientos literarios, estos no son ya espíritu; o es el espíritu capturado en la máquina, materializado en actividad mecánica, algo así como el valor puro del código. Si el trabajador es una máquina educada, programada, ya no es potencia en sí misma, ya no es inmanencia, es solo un diseño sin cosa, sin espíritu, pero sí con energía. Su gasolina es el dinero, mas no el espíritu creador.

Tomemos una frase de Derrida, de su seminario La bestia y el soberano. Volumen I: «el robot […es] una máquina muerta, incluso una máquina de muerte, una máquina que no es sino la máscara del ser vivo, como una máquina de muerte que puede servir al ser vivo». No en vano Giorgio Agamben, en Lo que queda de Auschwitz (1999) analizó cómo el régimen nazi, al extremar la biopolítica, terminó creando seres sin espíritu, máquinas muertas con vida, los musulmanes, los presos de los campos de concentración, trabajadores de su propia muerte. Irónicamente los nazis se consideraban administradores» de la inmensa fábrica de muerte que habían construido. (I)

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