Publicidad
Letras
Imágenes que piensan
Hay imágenes de la infancia que nos asaltan desde alguna región primitiva del tiempo, imágenes casi siempre incompletas, borrosas, cuyo significado preciso desconocemos. En muchos casos se trata apenas de una impresión borrosa, unas texturas fugaces pero intensas, una cierta atmósfera cromática, información dispersa que acaso permite reconstruir fragmentos de una escena. Pero ¿adónde apuntan esas imágenes? ¿Qué quieren decirnos? ¿Qué historias nos cuentan? ¿Qué secreto guardan? La imposibilidad de responder a estas preguntas es una de las razones que explican su recurrencia, su capacidad de volver a asediarnos cada cierto tiempo.
En mi caso, podría mencionar un par de ejemplos. El primero es una pintura que representa a un médico sosteniendo el cuerpo decaído, ya casi sin vida, de una mujer desnuda a la que se ve en escorzo, el rostro cubierto por una mata de pelo marchito, mientras un esqueleto de rodillas pareciera tirar de la enferma. El médico está vestido con el clásico uniforme blanco y, debajo de un gorrito del mismo color que lleva atado a la cabeza, se ve un rostro impasible, firme y sereno en su rechazo a la muerte. La posición de las tres figuras es incómoda, antinatural y resulta difícil saber cómo han llegado a asumirla. ¿Es el médico quien está arrancando a la mujer de las garras de la muerte o es el esqueleto el que le está cediendo al médico la posesión de la enferma? De ser así no habría ninguna lucha contra la enfermedad, sino un asunto muy turbio entre el doctor y la calavera, un comercio siniestro.
Aquella pintura estaba colgada en uno de los muros del despacho de mi abuelo Marco Tulio, cosa muy rara si tenemos en cuenta que su negocio no tenía nada que ver con la medicina, sino con el arte de embellecer las declaraciones de renta de los señores ricos de Popayán. Tres veces a la semana, cuando salía de mis clases de piano en la escuela de Estelita Dupont de Mosquera, iba a casa de mi abuelo a merendar café con leche y galletas. Y allí estaba siempre la imagen alegórica, que ya en ese entonces me parecía la cosa más enigmática que hubiera visto jamás.
No importaba lo mucho que me abismara en la contemplación del cuadro, había algo en él que rechazaba la penetración de la mirada —quizás la superficie brillante del óleo o la manera en que se distribuían las distintas densidades de pintura— a tal punto que durante mucho tiempo interpreté que el médico y la moribunda formaban un mismo cuerpo deforme, sin límites definidos entre una figura y otra, la carne enferma entrando o saliendo de la tela del uniforme blanco; en todo caso, una imagen teratológica. A los ojos del niño, la penumbra perpetua en que mi abuelo mantenía la trastienda de su despacho debía de intensificar el misterio.
En años recientes he vuelto a ver unas cuantas reproducciones de aquella pintura, algunas con ligeras variaciones en la posición de los cuerpos o en los detalles que conforman la escena, y todas sin excepción me han parecido vulgares, despojadas de la hondura que mi recuerdo le ha atribuido. Por otro lado, ignoro quién es el autor o en qué época se hizo la primera versión. Lo cierto es que con los años he confirmado que se trata de una imagen del acervo popular, sin demasiado mérito artístico, una alegoría barata de las virtudes de la medicina y su pelea contra la muerte. Y sin embargo, aquel cuadro de mis recuerdos no ha perdido ni una pizca de profundidad. Cada tanto, ese enigma infantil me visita en sueños o creo entrever sus contornos en otras imágenes de la tradición, como las sombras encarnadas de Rembrandt o los aterradores interiores de El inquilino, la película de Roman Polanski basada en la novela de Roland Topor, en cuyos dibujos macabros también he reconocido el aroma de mi escena del médico, la moribunda y el esqueleto.
El otro ejemplo del que quería hablar es una humilde imagen de una crucifixión que yo solía observar con mucho esmero en una panadería a la vuelta de mi casa. El cuadrito, que debía de medir lo que una hoja de papel doblada a la mitad, remataba una alcancía de madera en la que se recaudaban limosnas para no sé qué hogar de caridad. O eso decían las dueñas de la panadería. A mí no me importaba. Yo pagaba por mirar. Agarraba una moneda de cinco pesos del vuelto del pan, la introducía por la ranura y así podía contemplar la imagen todo lo que quisiera.
Recuerdo que mi fascinación estaba sobre todo en el esfuerzo de exhumar, dentro de un área tan reducida, el paisaje semidesértico que había detrás de la cruz, unas casitas blancas perdidas en las colinas, los olivares, el cielo azul apenas interrumpido por unas palmeras despelucadas. Años más tarde llegaría incluso a familiarizarme con esa clase de paisaje, en los campos de Jaén y Almería. Y a pesar de ello, en los momentos más inesperados, todavía me vienen repentinos latigazos de ese falso país mediterráneo en miniatura, un espacio que se me antoja pintado con los colores del mito y la utopía y donde mis recuerdos inventados, esas memorias de los muertos que nos constituyen y a las que solo podemos acceder a través de la ficción, vienen a confluir con los recuerdos personales, con la biografía. “Il paese degli ulivi, del mal di luna, degli arcobaleni”, dice Rocco, el boxeador nostálgico que interpreta Alain Delon en Rocco y sus hermanos, la película de Luchino Visconti.
Me pregunto si el incalculable poder evocador de esta clase de imágenes, su capacidad para colonizar otras imágenes y hacerlas hablar con su idioma íntimo, no tendrá que ver con su carácter plebeyo, con su origen incierto, casi siempre desligado de cualquier autoría o señal de prestigio. Dicho de otro modo, me pregunto si su ‘magia’ y su provechosa ambigüedad no surgen de una imposibilidad para constituirse como obras maestras. Al fin y al cabo una obra maestra es algo que se impone sobre la percepción, que subyuga antes de seducir; en las obras maestras lo que prima es la idea de la consumación, la autosuficiencia, la construcción de un universo con aspiraciones totalizantes. En cambio estas imágenes plebeyas, las imágenes menores, llevan en sí mismas la marca de la incompletitud y, por ello mismo, de lo posible, de lo contingente. Podría decirse que su fracaso estético es inseparable de su poder de estimulación de la memoria.
Por otro lado, las obras maestras se convierten en lugares muy definidos del espacio-tiempo, ocurren una sola vez, en un solo lugar y es necesario peregrinar para presenciarlas. Las imágenes plebeyas, por su parte, no están en un lugar definido, ni en un tiempo definido. Van a la deriva, naufragando a menudo en el inconsciente, entrando y saliendo de escena. Se entregan al olvido con una docilidad que enternece.
Como sabemos, Walter Benjamin tenía un interés especial en este fenómeno que relaciona a las imágenes plebeyas con la construcción de la memoria individual y colectiva. Buena parte de su proyecto filosófico está dedicado a explorar la intuición de que las imágenes pueden pensar.
Si uno mira el abismo durante el tiempo suficiente, decía Friedrich Nietzsche, el abismo acabará mirándolo a uno. Y eso es lo que Benjamin parece sugerir en muchos pasajes de su obra, esto es, que ciertas imágenes nos observan, nos habitan, que hablamos con su lengua primitiva, que miramos a través de sus ojos antiguos.
Me gustaría terminar con una imagen más. En este caso, no se trata de un recuerdo infantil sino de una experiencia reciente. Navegando por internet me topé con un cuadro de Michael Sowa, un pintor alemán nacido en 1945, autor de cuadros populares vagamente surrealistas que, para decirlo con suavidad, jamás se exhibirían en un museo de renombre. En esta imagen en particular se ve a un grupo de perros de la raza pastor alemán a bordo de un bote, en medio de un mar embravecido, durante una noche que anuncia tormenta. La crueldad, la incertidumbre, la ternura de la escena, sus sospechosas cualidades artísticas, le otorgan un inusitado poder de evocación. ¿Qué suerte correrán esos pobres perros? ¿Quién los puso en ese bote y con qué fin? ¿Quería librarse de ellos o son estos animales los últimos supervivientes de un naufragio?