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Literatura
Henry Miller: La invención de sí mismo
Leer a Henry Miller es como abrir con un hacha la puerta de la medianía y el hastío. Es despertar anhelos que a veces nos encrespan por su crueldad. Con su obsesión egocéntrica, Miller nos advierte que existe un presente que se prolonga y que no se define ni con el tictac del reloj ni con los latidos del corazón. Seguir las fábulas de este insólito mendicante es introducirnos en el momento eterno que destruye todos los valores, los grados y las diferencias. Nos lanza hacia arriba y hacia fuera desde su fuente oculta: desde ese personaje fabricado por él, que era él mismo.
“Para Miller, escribir era dejarse llevar por el río a la deriva. Y quería que el lector también fuese apresado, arrastrado, anegado en el movimiento torrencial de la prosa”1. Miller, para relatar sus abrasadas quimeras y contar el goce de sus experiencias vitales (dos claves importantes para leerlo), no quería protagonistas como los de Balzac o Dostoyevski; él quería ceñirse a un solo personaje, que sea capaz de contar con libertad y reflexión su propia biografía. Miller fue un novelista de abundante ficción y malicia aguda, fue el fundador de un estilo propio y por demás original: el henrymillerismo, que no era más que —asunto por demás difícil— inventarse a sí mismo. Su estilo no admite ni epígonos ni seguidores, porque es la proclama de la gran divagación sobre uno mismo.
Un escritor insoportable
Maldito, impugnado y postergado, Miller era un provocador, estaba dispuesto a que los lectores se pelearan con él; especialmente las feministas que le escuchaban con odio hablar de “esa gran Puta que es la mujer”, cuando en El universo de la muerte dice: “¡Ya no habrá maldición! En adelante no habrá ya pecado, no habrá culpa, no habrá represiones, no habrá anhelos, no habrá el dolor de la separación. El fin se consuma: el hombre retorna al seno materno”. Al útero, que es la tierra, la fecundidad, la vida y sus inacabables posibilidades. La gran educadora de Miller fue la calle: “Las calles eran mis amigas y me hablaban el idioma triste y amargo de la miseria humana”2. Caminante infatigable, receptivo “como una esponja”, enamorado de la vida, intrigado por los seres y las cosas, observaba y anotaba todo para su posterior utilización bajo un punto de vista más original y divertido.
Su novela Trópico de Cáncer, que para muchos constituye su obra maestra y para otros un horror, busca intranquilizar al lector con abundantes escenas de la fascinante Mona (que fue June, su mujer), cuya hermosa cabeza descansa en una almohada infestada de piojos —bichos repelentes que no son una compañía agradable para nadie—; esas escenas van acompañadas de una incandescente descripción de olores y sabores, crudos y reales, donde no cabe la vergüenza. Miller, en no pocas páginas, hace erizar los pelos de los custodios del cuerpo impoluto y nos impele a reconciliarnos con nuestro instinto. Importa poco si sus relatos son veraces o cargados de ficción; lo que sí es importante es que este novelista —enfermo de espontaneidad— poseía un tremendo don de malicia cuando narraba: él sabía de lo terrible y nefasto que resulta un escritor sin malicia.
Miller cuestiona el falso erotismo: a pesar de narrar hasta el cansancio coitos y acuestes con vampiresas, putas, esposas de amigos, etc., no llega a lo pornográfico; mantiene su calidad artística hasta la última línea, porque él no fue un resentido sexual. Su obsesión por lo erótico apunta sobre todo a cuestionar aquello que se ha establecido como un rito íntimo y oculto, sacro y pecaminoso. Él, como los clásicos italianos Bocaccio y Petronio, sacó a plena luz el sexo; pero haciéndolo con desfachatez, que para muchos resulta hasta grosero, porque invita a presenciar las descargas que practican los miembros de una clase decadente en valores: la burguesía. Los señoritos reprimidos que dan rienda suelta a sus caprichos en las vacaciones, practican la promiscuidad, la infidelidad y las orgías. El erotismo así concebido no es sino un lujo más de esa clase.
De paso, Miller condena a la mujer plástica —maquillada con afeites y olores artificiales— como “el” ideal de lo erótico; ideal que ha sido mitificado por la publicidad al servicio de la sociedad industrial euronorteamericana. Y no solo cuestiona el falso erotismo sino también la sociedad de consumo, el culto a los objetos y al valor absoluto que representa el dinero. El escritor colombiano Jotamario señalaba bien cuando afirmaba que Miller “lo único que hizo, y lo hizo con toda el alma, fue soltar un ruidoso pedo sobre el empuje industrial de sus compatriotas contemporáneos”3.
El legado de Miller
Con 40 años a sus espaldas, incontables vagabundeos, varias hambrunas prolongadas en su cuerpo y una obsesionante afición por el ocio, este importante escritor norteamericano, recién en 1931, decidió consagrar sus energías a la creación literaria. Se sumergió en la escritura con el mismo fervor y avidez con que se había sumergido en la vida. Por más influencias que tuvo de D. H. Lawrence (la certeza de que, en definitiva, la época es siempre más fuerte que el hombre); de Rimbaud, su modelo (la idea del escritor como vidente); de Rabelais (la celebración de la carne, de la vida que se afirma en la pasión y en el placer); de Nietzsche (la facultad de ponerlo todo en tela de juicio); de Freud, de Alfred ‘Fred’ Perlés, etc.; Miller siempre terminó escuchando su propia voz. Esa voz que fue transformándose en un grito de rebeldía, en un grito que se prolonga sobre una época en la cual el futuro parece más inaprensible; la revolución menos inminente y las esperanzas más arduas, Henry Miller vino a decirnos que el cielo está algo más lejano de lo que pensamos y que, mientras intentamos caminar hacia él, será bueno recordar que cada uno de nosotros tiene un cuerpo, un alma y unas cuantas ansiedades.
Por otro lado, Henry Miller, que conoció personalmente a la cautivante Anaïs Nin, recibe una fuerte influencia de ella, a tal punto que le convence de iniciarse en el psicoanálisis. Sin embargo de esto, entre ambos nació una controversia: así, mientras Nin, autora de más de 40 volúmenes, sostenía que la literatura instantánea debía basarse en el acto del presente; Miller, contrariamente, estaba convencido de que la autobiografía era una especie de memoria actualizada, criterio que compartía con Marcel Proust, para quien las sensaciones y los hechos en bruto tienen poco valor sin la decantación que se obra con el tiempo.
El legado que nos deja Henry Miller no está solo en su estilo convulsivo que cuestionó la conciencia de más de dos generaciones de lectores; sino que su intuición, su “vívido reflejo” y su reflexión sobre la realidad basada no en la palabra —como hizo Joyce— sino en la selección minuciosa del material y el lenguaje con que narra tanto sus aventuras en Arizona y California como sus insólitas experiencias en Brooklyn y París, convirtió su obra en una nueva realidad. Es por esto que su fuerza literaria tiene y tendrá una inmensa influencia por algún tiempo más.
En pocas palabras, Miller, poseedor de un estilo cósmico, fluye evitando la catarsis y el vómito. Ninguna figura literaria le fue ajena, la imagen se convierte en un fin en sí, en una creación autónoma; crece libremente, se hincha de sí misma, se dilata. Su lenguaje termina en donde terminan sus asociaciones. Para él, tanto en su vida como en su narrativa, ningún riesgo era fatal.
Notas
1. Brassaï, (Gyula Halasz, famoso fotógrafo y amigo personal de Miller) Henry Miller, tamaño natural, pág. 48. Barcelona: Ediciones Cotal
2. Brassaï, op. cit., pág. 36.
3. Jotamario, Henry Miller y sus libros en mi vida. Revista Libros N° 23, junio de 1980. Bogotá, Colombia