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Guayaquil y sus monumentos: entre olvido y memoria

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El turista y el nacionalista simbolizan dos formas distintas y al mismo tiempo concordantes de entender y acercarse a los usos del pasado que realizan las sociedades del presente. Por un lado, el turista es el flaneur de los tiempos actuales que se separa del pasado, porque vive en un presente continuo, como dice el historiador Antonio Gómez Ramos: “circulando entre la moda, la sensación y el olvido”1. Su percepción del pasado le ubica en una situación de espectador, buscando la monumentalidad en un pasado aislado, descontextualizado y aséptico, es decir, que no existe más allá del mero espectáculo. El nacionalista, en cambio, inventa tradiciones, atribuyéndoles un pasado heroico. Su ideología le orienta a asumir ciertos rasgos fanáticos, esencializando la fracción de pasado que elige. Al contrario del turista, el nacionalista inventa y recrea tradiciones con base en la distorsión y mirada fragmentaria de aquello que le sirve para fundamentar un proyecto de carácter político en el presente.

La coincidencia principal radica en que ambas figuras conciben un pasado estático, plano, detenido en el tiempo y no sujeto, por lo tanto, a la dinámica del cambio histórico. Esa noción de inmovilidad permanece anclada en el tiempo corto, lo que impide percibir y entender la profundidad de la historia y con ella, toda la riqueza simbólica del pasado; es decir, un pasado que debe actualizarse constantemente, de manera crítica y en función de las necesidades del presente.

Las reflexiones anteriores nos permiten pensar la existencia de representaciones y apelaciones cívicas e identitarias locales que se formulan en el despliegue performático de la historia: a través de los monumentos públicos. La ciudad de Guayaquil, liberal y moderna, tiene un sinnúmero de monumentos pero también extraña otros. Y estos simplemente no existen porque hay una historia oficial que silencia muchos de los episodios que interpelan al poder establecido. Pienso, por ejemplo, en los caídos del 15 de noviembre de 1922, cuyas memorias todavía esperan un lugar de recordación, un memorial, quizá emplazado en un barrio popular (porque los artesanos y obreros masacrados procedían de las entrañas del pueblo) o en pleno centro de la ciudad, en el Malecón, junto al monumento de Olmedo y el proyecto de la “llama eterna de la libertad” que acaba de presentar la municipalidad de Guayaquil.

¿Por qué en el Malecón de Guayaquil y particularmente en la Plaza Cívica solo pueden estar los presidentes, los caudillos políticos y los patriotas criollos? ¿Qué intereses se revelan tras estas representaciones del poder, en torno a la idea de la ‘guayaquileñidad’, desde su versión oligárquica?

Para intentar responder a esta pregunta, introduzco nociones teóricas como la reproducción de ‘marcos sociales’2, es decir, formas de pensamiento y prácticas —individuales y colectivas— encuadradas “socialmente en la familia, en la clase y en las tradiciones de otras instituciones”3. Se trata de esquemas “cargados de valores y de necesidades sociales enmarcadas en visiones del mundo” que sobresalen en el accionar cotidiano de los sujetos4. Los ‘marcos sociales’, a su vez, viabilizan la generación de ‘marcos interpretativos’ que emergen del registro narrativo o ‘memorias narrativas’, las que, según la socióloga Elizabeth Jelin, “pueden encontrar o construir los sentidos del pasado”5. Estas narrativas o relatos tienen que ver con ‘lugares de memoria’; es decir, sitios densamente significativos para una comunidad donde se libran ‘batallas’ políticas e ideológicas, en torno al sentido y la importancia que revisten las representaciones del pasado. Así, los monumentos, memoriales y otras marcas territoriales son artefactos culturales que condensan posiciones ideológicas y visiones de mundo atravesadas por relaciones de poder.

Lo anterior sugiere una articulación o triangulación entre historia, memoria y espacio público, necesaria para aclarar conceptos relacionados con el despliegue de mecanismos retóricos ligados al ‘sentimiento de identidad’. En el quehacer cotidiano, los sujetos reconstruyen memorias, seleccionando unas y desechando otras, es decir, recurren al ‘olvido’ como elemento significante que ayuda a fijar significados culturales que condensan el devenir histórico de una colectividad.

En este marco de comprensión y siguiendo a Elizabeth Jelin, la memoria se construye “en tanto hay agentes sociales que intentan ‘materializar’ estos sentidos del pasado en diversos productos culturales que son concebidos como […] vehículos de la memoria6. Desde esta perspectiva de análisis, los monumentos son ‘vehículos de la memoria’, porque su función consiste en activar sentidos del pasado, procedentes de contenidos utilitarios de la clase social que ostenta el poder.

Dicho de otro modo, en los monumentos públicos se ‘transparentan’ valores e ideales culturales de los grupos hegemónicos, en tanto marco social desde donde se construyen los relatos y elaboran ‘marcos de interpretación’ alrededor de los sentidos y representaciones que estos grupos hacen de la historia, el pasado y la identidad.

Según el crítico Hugo Achugar, la memorabilia colectiva representada en los monumentos públicos opera como una forma de ‘identificación’ y ‘autocelebración’7 de una comunidad. Es decir, el Estado garantiza simbólicamente la continuidad histórica del grupo social, a partir del despliegue del relato nacional o local, cuyo perfil más performático se resume en la ocupación y re-creación de espacios transformados en ‘lugares de memoria’.

La característica principal de estos relatos nacionalistas —y en el caso de Guayaquil, localistas— es su grandilocuencia. Por ello, las primeras estatuas que se erigen, en el siglo XIX, son monumentales, es decir, sus dimensiones superan las medidas de la anatomía humana y están pensadas para ser observadas en espacios abiertos. El vínculo entre monumento, memoria y nación se tensiona a partir del control que ejerce el Estado sobre esos lugares, pues si bien el espacio público es la metáfora de la ‘comunión’ entre lo estatal y la comunitario, “luego se ve forzado a defender ese espacio de la misma colectividad a la que supuestamente sirve”8.

Ese carácter normativo y controlador se intensifica en el contexto de acelerados procesos de renovación urbana, como en Guayaquil, a partir del concepto de ornato, que es parte de la arquitectura social de las urbes modernas, según el antropólogo e historiador Eduardo Kingman, pues regula “el comportamiento y las relaciones de las élites, así como sus criterios de distinción, diferenciación y separación con respecto a los otros”9.

El filósofo Paul Ricoeur sostiene, por su parte, que “lo que honramos del pasado no es el hecho de que ya no existe más, sino el hecho de que alguna vez existió”10. Por esa razón, el monumento como objeto privilegiado de memoria, alude y al mismo tiempo elude la presencia de algo, como huella y representación fantasmagórica de un pasado lleno de olvidos y silencios.

El deseo de perpetuar y recuperar del olvido la memoria de los expresidentes nacidos en Guayaquil, en la Plaza Cívica del Malecón 2000, concuerda con el rasgo pedagógico de las estatuas como dispositivos de memoria que el Estado utiliza para cimentar sentimientos identitarios entre los miembros de una comunidad. Como dice Hugo Achugar, “esa parece haber sido la función central del monumento o de la memoria en piedra; es decir, la monumentalización de la memoria como un modo de documentar, construir o consolidar la identidad del ciudadano y de la polis”11.

En el caso de los monumentos como dispositivos y lugares de memoria, habría que reparar también en el efecto metonímico de representar a ‘otros’ monumentos; es decir, su vocación monumental y totalizante, en torno a la articulación de un ‘gran’ relato capaz de fortalecer sentidos de identidad colectiva. No obstante, el recuerdo oficial materializado en el monumento se impregna en la percepción que de la historia tienen los ciudadanos, quienes resignifican permanentemente el relato de la nación, por lo cual, la memoria se convierte en un territorio maleable y dinámico, sujeto a su actualización desde los múltiples ‘presentes’.

En este punto, conviene introducir una nueva variable en el análisis: las relaciones de poder, para entender cómo se reproducen las memorias en el espacio público. Como explica el historiador Guillermo Bustos, “el carácter público de la memoria hace referencia al espacio en que procesa su contenido y a la relación que mantiene con la estructura de poder vigente”12. La estatuaria pública es un ‘vehículo’ de memoria que viabiliza la transmisión de contenidos políticos e ideológicos, desde un lugar de autoridad que posibilita la lectura de su materialidad “como soporte de su aura de distancia histórica y trascendencia en el tiempo”13. El semblante de antigüedad de las estatuas nos permite interrogarnos sobre la percepción del tiempo, en relación con una contemporaneidad ‘vivida’ en el presente por los transeúntes.

Las plazas de Guayaquil ya no necesitan estatuas masculinas —poquísimas son las dedicadas a mujeres, excepto el ‘Monumento a la Madre’ que existe en todas las ciudades del Ecuador—, aquellas moles de bronce “donde cagan los pájaros” (Ilegales dixit) y que parecen eternizar injustas y asimétricas relaciones de poder; sino memoriales de conciencia donde los pueblos, colectivos y culturas populares tengan, al menos, una presencia pública que promueva sentidos de participación ciudadana, así como debates sobre la contribución de estos sectores en el proceso de construcción de la nación.

Notas

1. Gómez Ramos Antonio (2002). ¿Por qué importó el pasado? (el espejo deformante de nuestros iguales), en Manuel Cruz, comp., Hacia dónde va el pasado. El porvenir de la memoria en el mundo contemporáneo. Barcelona: Paidós, p. 85.

2. La noción de ‘marco social’, en el sentido que aquí se maneja, es propuesta por el sociólogo francés Maurice Halbwachs, en su libro Los marcos sociales de la memoria (1925, París: Alcan).

3. Jelin, Elizabeth (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI, p. 26.

4. Ibídem, p. 23.

5. Ibídem, p. 28.

6. Elizabeth Jelin, op. cit., p. 37.

7. Achugar, Hugo (2003). El lugar de la memoria, a propósito de monumentos (motivos y paréntesis), en Elizabeth Jelin y Victoria Langland (comps.), Monumentos, memoriales y marcas territoriales. Madrid: Siglo XXI, p. 199.

8. Majluf, Natalia (1994). Escultura y espacio público. Lima, 1850-1879. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Documento de Trabajo N° 67, p. 19.

9. Kingman Garcés, Eduardo (2006). La ciudad y los otros: Quito 1860-1940. Higienismo, ornato y policía. Quito: Flacso-Universitat Rovira e Virgili, p. 326.

10. Ricoeur, Paul (2006). Definición de la memoria desde un punto de vista filosófico, en Academia Universal de las Culturas, ¿Por qué recordar? Buenos Aires: Granica, p. 28.

11. Hugo Achugar, op. cit., pp. 199-200.

12. Bustos, Guillermo (2007). La hispanización de la memoria pública en el cuarto centenario de la fundación de Quito, en Christian Büschges, Guillermo Bustos y Olaf Kaltmeier (comp.), Etnicidad y poder en los países andinos. Quito: UASB-Universidad de Bielefeld-Corporación Editora Nacional, p. 113.

13. Huyssen, Andreas. En busca del tiempo futuro. Cultura y memoria en tiempos de globalización, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 70.

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