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Fin de la inocencia en tres bofetadas
Amanece la década de los ochenta y el rock en Argentina es un adolescente ansioso y dubitativo, como todos los de su edad. Ronda los 14 años —nació allá por 1967, cuando Los Gatos grabaron La balsa y descubrieron que cantar en castellano no era una locura—, se mira en el espejo y hace muecas para tratar de reconocerse.
Criado entre dictaduras como entre padres castradores, conoce muy poco de aquello que se cuece más allá de sus fronteras. Y oscila entre los modelos de conducta que le muestran las décadas anteriores, del folk al jazz-rock, pasando por la autocomplacencia sinfónica y la aspereza del blues o del metal. Pero no logra definirse. Busca otra cosa.
Es entonces cuando aparecen en su vida tres personajes que vienen de lejos; aunque dos de ellos, en realidad, regresan. Luca Prodan llega desde Italia huyendo de sí mismo y de su adicción a la heroína. Federico Moura vuelve desde Brasil, donde se había radicado luego de varios recorridos por Estados Unidos y Europa. Miguel Abuelo Peralta viaja desde España, tras pasear su hippismo pendenciero por buena parte del Viejo Continente desde 1971.
“ Las tres bandas asumen el costo de lo desconocido
con intenciones
de novedoso”Ninguno de ellos se dedicó exclusivamente a la música, pero los tres llevan en sus mochilas pistas éticas y estéticas para ayudar a la maduración de ese rock argentino adolescente. Así descubre que la incomodidad es parte del juego. Que animarse a cambiar y correr riesgos puede nutrir tanto como aniquilar. Que lo diferente no es un pecado, ni “encajar” en los prejuicios ajenos es el camino hacia la felicidad. Y también, que la adolescencia solo termina con una bofetada —en este caso, serían dos más— seca y fría del destino: la que marca el fin de la inocencia.
Redescubrir el cuerpo
Luego de los infantiles años de ocultamiento, el adolescente redescubre que tiene un cuerpo. No lo convencen demasiado sus proporciones, tan imperfectas como provisorias. Es un territorio que le genera placer y angustia a intervalos regulares, y a menudo una combinación de ambas. En público, siente que ponerlo en movimiento significa exponerse al ridículo, la burla o la reprimenda por su osadía.
Al rock argentino de 1981 le sucede lo mismo. Su anatomía lleva muchos años oculta, atada, postergada. Tapada por interminables sucesiones de notas y versos herméticos, con los que quiso abandonar el estigma “populachero” que le impusieron en sus inicios. Oscurecida por obra y (des)gracia de los tiranos de turno y sus tijeras censuradoras de los “melenudos subversivos”. Atrapada en un laberinto que la hizo perder todo lo de “and roll” —es decir, de bailable— que tuvo alguna vez.
Y de pronto, aparecen ante el público masivo tres bandas que no temen diferenciarse del modelo dominante. Se trata de Virus, Los Abuelos de la Nada y Sumo, por orden cronológico de sus primeros trabajos discográficos. Surgen de las guaridas under del momento, como el café Einstein, Stud Free Pub, Zero o el Parakultural y se animan a bailar, a realizar performances dramáticas, maquillarse o usar disfraces y ropas coloridas. En definitiva, deciden poner el cuerpo en acción y usarlo como lienzo para pintar sobre él un nuevo panorama del rock. Esas inquietudes provienen de sus líderes, que traen de Europa y Estados Unidos una serie de influencias, no solo musicales, desconocidas o silenciadas por entonces en su país.
“A los primeros que yo vi, en la Argentina, preocupados por cómo ‘mostrar’ la música, fue a los Virus”, recordó alguna vez el conductor radial y televisivo Juan Alberto Badía. No hay dudas de que en ello tiene bastante que ver la voz del grupo, Federico Moura, quien es mucho más que un cantante: ex estudiante de arquitectura, es un diseñador de indumentaria reconocido —llega a tener dos locales con creaciones propias en Buenos Aires— y una figura respetada en los círculos artísticos alternativos de la capital argentina. Por caso, de sus complicidades con el sociólogo y poeta Roberto Jacoby, la artista plástica Renata Schusseim, el coreógrafo Jean François Casanovas y el actor-director Lorenzo Quinteros surgen gran parte de las letras de Virus, así como las innovaciones escenográficas y dramáticas de sus conciertos.
Otro tanto puede decirse de Los Abuelos de la Nada, cuya magia gira en torno del alma de un pequeño duende intuitivo y danzarín, poeta de extraña profundidad y vocalista de un histrionismo incontenible, llamado Miguel Abuelo Peralta. Ese que según el periodista Alfredo Rosso fue fundamental a la hora de liberar el cuerpo “de la camisa de fuerza verde oliva de los milicos”. Niño callejero, hijo y padre de la primera generación del rock argentino, Abuelo comenzó su carrera en reductos míticos del hippismo porteño como La Cueva o La Perla de Once —donde se compuso La balsa— a fines de los sesenta. Luego de 11 años en Europa, regresa convocado por el bajista Gerardo Cachorro López, con la idea de formar un grupo que “le devuelva la alegría a la gente”. Los Abuelos de la Nada cumplen con ese mandato a partir de una aceitada y energética combinación de pulsos de funk latino, melodías pop pegadizas y algunas dosis de reggae, ritmos que contribuyen a introducir en Argentina.
“ Para las discográficas, era
tiempo de expansión y conquista de nuevos espacios, que asegurasen mayores ventas”También hay reggae en las maletas que Luca Prodan lleva al sur de Sudamérica desde su Roma natal, que encierran asimismo su fascinación por el pos-punk de Joy Division y el rock progresivo de Van der Graaf Generator. Ya en Argentina, casi sin querer, aquel italiano concentra a varios amigos locales en torno de un proyecto en el que caben todos esos gustos musicales y algunos más. Nace Sumo. Sobre el escenario, son una maquinaria impredecible, potente, agresiva, con chirridos y distorsiones que dejan de ser desprolijidades cuando se convierten en recursos. Llaman la atención e impresionan en partes iguales, tal como lo hace el cantante con su despliegue físico: se cuelga de cabeza en las vigas del techo; con el torso desnudo y los pies descalzos simula atacar a los otros miembros del grupo; no teme cruzar insultos con el público.
Además está rapado por completo, una característica inédita en el rock de las pampas. Y canta casi siempre en inglés, lengua prohibida a causa de la guerra de Malvinas. Difícil no generar reacciones, buenas o malas, con tanto desafío a lo impuesto.
Asumir el costo
Las tres bandas asumen el costo de lo desconocido con intenciones de novedoso. Una gran porción de los espectadores, que replica la conducta dictatorial —¿alguien dijo “Síndrome de Estocolmo”?—, censura a Virus y Los Abuelos etiquetándolos como frívolos, comerciales, pasatistas y un largo etcétera. No les perdonan el “pecado” de abandonar la ropa de cuero y las cadenas, de jugarse por sonidos pop e incitar al baile, a sacudir y liberar el cuerpo social adormecido, a desprenderse juntos de las mordazas represivas. En sus primeras apariciones, los reciben con chaparrones de naranjazos, botellas, monedas y trozos de barro, lanzados al civilizado grito de “¡Putos!”.
Ambos se sobreponen con valentía a las agresiones. “Decime puto, gil, pero dejame hablar”, le responde Abuelo, con su impronta callejera, a uno de esos insultadores anónimos que se amparan en la multitud. Desde un costado más analítico, afirmado en su homosexualidad sin necesidad de hablar de ella, Moura critica en una entrevista a aquellos que “buscan identidad y la identidad no se busca, se trasciende”.
El caso de Sumo es diferente. Nadie puede achacarle frivolidad, excesivo cuidado de la vestimenta u ocultos ingredientes pop en sus canciones. Pero la prédica y práctica antisistema de Prodan causa desagrado en la ciudadanía “biempensante”: no tiene casa propia, vive en pensiones modestas, llega a sus conciertos en medios de transporte público y sube a escena con la misma ropa que utiliza a diario. Desprecia el “star system”, asegura que escribió sus mejores canciones en prisión —por tenencia de estupefacientes y por negarse a cumplir con el servicio militar— y no deja su botella de ginebra ni siquiera durante las presentaciones en vivo. “Luca nunca salió del under en su alma”, sostiene el poeta y periodista Tom Lupo. “El under para él era una estética. No era una cosa que tenía que ver con la pobreza, sino un lugar de libertad”, completa.
Por aquellos días, un periodista cuestiona la “imagen de reventados” que tienen los miembros de Sumo, y Luca responde con una de sus filosas ironías: “¿Reventado? Yo me eduqué en el mejor colegio de Europa, fui compañero del príncipe Carlos de Inglaterra, hablo cuatro idiomas, ¿vos cuántos hablás? ¿Y yo soy el reventado?”. Aguerrido e iconoclasta, el italiano no perdona tampoco a sus colegas del rock argentino. Dice de Luis Alberto Spinetta que “es muy rebuscado”; desafía a Norberto Pappo Napolitano a correr “una carrera hasta Rosario tomando ginebra”; opina que Miguel Abuelo “no es buena persona”, que Virus no le gusta “para nada” y que Gustavo Cerati “es un chetito (pelucón) con toda la guita de papi”.
El rock adolescente empieza a comprender. A veces, el camino más corto para conocer quién es uno mismo, comienza por saber qué lo distingue de los demás y expresarlo, aunque sea a los gritos. Pertenecer a un determinado grupo puede otorgar ciertas seguridades; pero quien primero descubre cuanto de único tiene dentro y lo proyecta al exterior, destroza la dependencia, las ataduras y las etiquetas. Ser es diferenciarse. “No es con las viejas armas que se pelea la nueva realidad”, decía Miguel Abuelo por esos días, en la primera mitad de los ochenta.
Florecer a la fuerza
La nueva realidad de aquella Argentina marca el final de la dictadura y el inicio de un nuevo período de democracia. Nace una cálida primavera en las instituciones y en el alma de los argentinos. Y por fuerza la esperanza impulsa a florecer, en las artes, perspectivas y estéticas inéditas poco tiempo antes. Las letras rockeras, que en los setenta habían pasado de lo testimonial a lo hermético/elíptico para eludir la censura, vuelven a darse el lujo de ser directas, alegres, irónicas, y hasta echan mano de la sensualidad y el hedonismo para cumplir su cometido.
Apoyado en su dupla creativa con Roberto Jacoby, Moura denunciaba, en varias de sus canciones de la época, los manejos de la dictadura y la mentalidad retrógrada que muchas personas habían heredado de aquel régimen. También insinuaba el resurgir de las sensualidades/sexualidades reprimidas con dureza por los gobiernos militares y sus aliados eclesiásticos. E incluso se dio el lujo de citar a James Joyce en el título de su oda masturbatoria llamada Una luna de miel en la mano. Pero todo esto lo hacía a partir de juegos textuales y envoltorios sonoros “tramposos”: solo quienes prestaban atención descubrían, bajo la cáscara ligera, veloz y bailable, el jugoso fruto de la inteligencia. “Ellos (por Virus) le dieron al pop una dosis de cinismo y pensamiento crítico que no tenía hasta entonces”, opina Isabel de Sebastián, quien fuera ocasional corista del grupo y luego vocalista de Fricción.
Más “volada”, compleja, universalista y espiritual resultaba la poesía de Miguel Abuelo. Que a pesar de ciertos tintes místicos —y otros fronterizos con lo lisérgico— mantuvo siempre una conexión, entre marginal y culta, con el entorno social. Lector voraz y desordenado, admirador de autores folclóricos como Ariel Petrocelli y Gustavo Cuchi Leguizamón, Abuelo fue a su vez una referencia poética ineludible para el universo rockero de su país: “Mi poesía no hubiese sido la misma sin las críticas de Miguel”, llegó a afirmar Luis Alberto Spinetta. Durante sus días al frente de la segunda y más conocida formación de Los Abuelos de la Nada (la original existió entre 1968-1969), su caudalosa voz literaria se vio cobijada por el certero funk latino de Cachorro López y Gustavo Bazterrica, el pop pegadizo de Andrés Calamaro y algunas pinceladas de reggae y ritmos brasileños aportadas por Daniel Melingo.
El estilo de Luca Prodan, en cambio, era tan visceral, desprolijo, crudo y directo como su actitud y la de su banda sobre el escenario. En la mayoría de los casos, además, es difícil establecer qué porción de los textos le pertenece, ya que las composiciones de su grupo eran firmadas colectivamente. Pero las pruebas de su sensibilidad, poder de observación y de síntesis afloran en ráfagas, como su personalidad a ratos tierna, feroz o contestataria.
Quizás la muestra más contundente de su capacidad autoral, como el canto del cisne, llegó con el último disco de Sumo, After Chabón: Mañana en el Abasto es una instantánea cristalina y melancólica del tradicional barrio porteño, que agoniza en silencio por el cierre del mercado que lo animaba. Muchos consideran a esa canción como la “más tanguera” del rock argentino. Paradojas de la identidad que se trasciende, fue un italiano que cantaba en inglés y despreciaba al tango por machista, quien acabó escribiendo el tema que recibió elogios —entre otros— del célebre Polaco Roberto Goyeneche.
Tres bofetadas
Cuando por fin la unanimidad parece bendecir a las tres bandas y sus líderes, las manecillas del reloj dejan de girar en el sentido correcto. El tiempo se desvanece. La primavera democrática sufre los primeros vientos del otoño hiperinflacionario argentino, y el final de los ochenta pasa elevadas facturas por los platos rotos de la fiesta. Tres bofetadas, fin de la inocencia y de la inmortalidad. El primer golpe llega en diciembre de 1987 cuando una cirrosis hepática se lleva a Luca Prodan, un día antes de cobrar los derechos de autor de sus canciones, dinero con el que pensaba internarse para tratar su alcoholismo. Pocos meses después, en marzo de 1988, una infección generalizada —derivada de ser portador del VIH- apaga para siempre la luz que emanaba Miguel Abuelo. Federico Moura es el último en partir, otra vez en diciembre, y otra vez por el VIH.
Aunque diferentes, los tres coincidieron en la construcción de una nueva identidad, rockera y argentina, con proyección hacia el resto del continente. Poco antes de morir, dieron sus primeros pasos por Chile, Paraguay, Bolivia o Perú, donde hasta surgieron grupos locales que los emulaban. Como lo hicieron en Argentina: desde Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota hasta Miranda!, pasando por Soda Stereo y Babasónicos, son pocos los que eludieron reflejarse en el espejo de tres caras fabricado por Sumo, Los Abuelos y Virus. “No me lloren, crezcan”, les decía Abuelo a sus íntimos, cuando sabía que el final estaba cerca. Pero su banda, pese a intentarlo, no pudo seguir sin él. Como tampoco pudo -ni quiso- continuar Sumo con su marcha arrolladora, perdida ya la energía de Prodan. Apenas Virus evitó la desaparición, aunque la química original jamás llegaría a repetirse.
La etapa de afirmación interna quedaba definitiva y dolorosamente atrás. Para las discográficas, era tiempo de expansión y conquista de nuevos espacios, que asegurasen mayores ventas. El rock pasó a llamarse “industria” o “mercado”. Otros solistas y grupos se encargarían de cosechar los frutos de aquella siembra triple. Las giras de rockeros argentinos por América Latina ganaron en continuidad, duración y organización. Pero también se perdió algo de esa ingenua magia con que todo había comenzado: el temblor y la pureza de la primera vez adolescente. Desde entonces, queda apenas un puñado de canciones, todavía modernas a pesar del tiempo transcurrido. Y una foto nostálgica, rota en tres pedazos.