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Entrevista

Fabio Morábito: «Sospecho que nadie lee estas entrevistas»

Fabio Morábito: «Sospecho que nadie lee estas entrevistas»
Foto: Eduardo Escobar / El Telégrafo
19 de septiembre de 2016 - 00:00 - Jéssica Zambrano, Periodista

Fabio Morábito (Egipto, 1955) guarda la posibilidad de que esta entrevista no la lea nadie. Cree que, en la actualidad, los escritores hablan demasiado como si fueran una especie de «inteligente a tiempo completo, cuando —considera— algunos ni siquiera son inteligentes». La noche de un miércoles llegó a Guayaquil. Eran las nueve. Dejó sus maletas y pidió indicaciones para llegar al Centro de Convenciones, donde se desarrollaba la Feria Internacional del Libro, el evento que motivaba su viaje.

El lugar queda a media hora del hotel donde se hospedó, pero a la persona a la que le pidió instrucciones le pareció demasiado lejos —y, seguramente, peligroso— para que un extranjero camine en ese rumbo.Morábito salió del hotel en medio de la noche y se encontró con un paisaje más bien hóstil e insípido. Él, que escribió Lotes baldíos bajo la afirmación de que «la ciudad tiene lugares donde no sucede nada, lotes baldíos ocultos tras una barda», se encontró con una ciudad amurallada y dividida, más allá del río que la atraviesa.

Morábito es de los que creen que se puede hacer libros sobre «cualquier cosa». En su diálogo con la poeta Aleyda Quevedo, por ejemplo, admitió que su libro de relatos breves poetizados, Caja de herramientas, nació de su mirada prolongada hacia una lima, mientras pensaba las condiciones en las que a un hombre se le ocurrió que necesitaba un objeto como ese, lo que reconoce como un evento fantástico. En aquel libro, los personajes son un martillo, un trapo, un resorte, un par de tijeras, un tornillo, un aceite, un cuchillo y un tubo.

Su trabajo se desarrolla principalmente entre el cuento y la poesía, aunque —como en Caja de herramientas— todo está poetizado. Cree que el poder de la poesía sobre la sociedad es muy discreto, pero que solo a través de ella la capacidad comunicativa del lenguaje puede encontrar nuevos atajos. Para él, la poesía lleva al extremo la capacidad del lenguaje para comunicar fuera de lo cotidiano. «Allí funciona el chiste para sacudir. La poesía no está hecha solo para entender. Nos educan para que lo entendamos todo, pero sin la tontería, la poesía no existiría», dijo Morábito.

Para el escritor mexicano Sergio Pitol, Morábito se reveló «desde sus iniciales ejercicios literarios como uno de los raros de la lengua. Desconcertó a algunos y fascinó a otros cuantos. Quien pretenda imitarlo se arriesga a cometer un suicidio. Su prosa elegante y exquisita es irrepetible. Nada de pomposo se acerca a su mundo. Parecería que sus palabras, precisas y transparentes, le sirvieran como un encantamiento, un regalo, un guiño a los lectores. Pero en el subsuelo se encuentra una lava ardiente, un nudo de interrogaciones e hipótesis cercanas a una metafísica».

Tal vez, Morábito sea un autor al que no hay que leerlo en entrevistas, en las que no cabe la complejidad de su obra, sino solo una dosis de su pensamiento. Con sus libros funciona de manera inversa: hay que recorrer su juego con la palabra.

El primer relato de El idioma materno (Gog & Magog, 2014) dice que tras la vergüenza que pasó Massimo por no saber leer, el protagonista —que estaba enamorado de él— intentó hacerlo peor, pero no pudo. Concluye entonces que escribir libros y la traición son vocaciones estrechamente unidas. ¿Por qué?

Escribir es una manera de atrincherarse un poco frente a la realidad, y en ese sentido es una manera de replegarse y traicionar un poco la vida de las personas comunes y corrientes que no tienen ningún afán de trascendencia como el que les daría el arte o la literatura para vivir. No es más que eso: la literatura como una forma de defenderse, de dar un paso hacia atrás, mirar la realidad de una manera más rotunda.

En ese juego entre ficción y realidad que hay en El idioma materno, los cuentos parecen ser de fábula: al final tienen siempre una especie de moraleja

No hay que olvidar que más que cuentos son ficciones en el sentido de lo cortos que son y también hay pequeños ensayos. Es un libro muy híbrido y autobiográfico. De pronto encuentras confesiones llanas y, de pronto, son historias medio ficcionales en las que encuentro algo de mi vida. Nunca sentí la obligación de escribir cuentos en el sentido más ortodoxo. Más que moralejas, hay ideas que me llevan a pensar en el desarrollo del texto y esa idea podría parecer un mensaje, pero son textos cortos y se vale que una idea los pueda sostener. Se ejemplifican a través de una historia, ideas recurrentes como que escribir es traicionar, que es lo que le pasa al protagonista del primer relato, cuando prefiere no apoyar a su amigo por apoyar la literatura, el idioma, la escritura, defender la palabra.

En otro de los relatos se dice que a todos los escritores les deberían dar una dosis de cómo robar pequeñas cantidades de dinero, «porque cuando se escribe con intensidad se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir». ¿Esta idea surge también de esa defensa?

Sí. Esa dosis de clandestinidad de la sociedad es importante para el escritor. No creo que el escritor deba ser bien portado, que se refrende de valores, más bien debe mostrar la fragilidad de nuestras conductas.

¿Qué tan necesaria es la clandestinidad?

Parte de nuestra vida es clandestina. ¿Qué tanto decimos a los otros de lo que nos pasa? Si hasta a nuestros mejores amigos les ocultamos muchas cosas. Es bueno que así sea. No tenemos por qué ser honestos y transparentes. Eso se lo pedimos a los políticos para que no sean corruptos, no porque nos interese mucho lo que piensen. Pero nosotros, la gente común y corriente, siempre tenemos clara la distinción entre la interioridad de la vida privada y la pública.

De alguna manera, en La lengua materna lanza una crítica a los talleres literarios, como espacios en los que «se enseña a escribir sin miedo y con la frente en alto...». ¿Esto de escribir con la frente en alto tiene que ver con lo que se produce en redes sociales con un afán de revelarse siempre a sí mismo, a veces produciendo personajes que no somos?

Hay un exceso de dosis pública, una aspiración de mucha gente a exhibirse, a ser oída. La gente quiere ser más oída y oye menos. Hay poca paciencia para escuchar. No sé si es solo que a partir de cierta edad como que merma la capacidad de interés en el otro y todo el mundo cree que lo que le pasa es lo más importante. Están ávidos de ser oídos sobre sus pequeños problemas. Luego se quedan callados y no dicen «¿Y tú?». Es como una entrevista, género que se ha apoderado de la cultura.

¿Por qué lo dice?

Antes los escritores no eran tan entrevistados, ahora es una ley editorial que si sacas un libro nuevo tienes que conceder mínimo veinte o treinta entrevistas porque, dizque, es la forma más efectiva de vender el libro y te la pasas hablando de las mismas cosas. Sospecho que nadie lee esas entrevistas. A mí, qué me va a interesar lo que dice el escritor de un libro que solo él ha leído, porque cuando recién sale un libro solo lo han leído el autor, el editor y el corrector de estilo. Creo que el escritor habla cada vez más. En cierta ocasión, estuve en una comida en la que alguien hablaba de cómo ha cambiado la actitud frente a un escritor. Ahora se le puede tocar, platicar con él, estar cerca, pero ¿esa es necesariamente una ventaja? Añoro que antes ni siquiera había fotos de los escritores, que eran conocidos por sus libros y no se les preguntaba por cualquier cosa como una especie de inteligente a tiempo completo, cuando algunos ni siquiera son inteligentes.

¿Es un síntoma de esta época?

También. Como hecho concreto, el mundo editorial está cada vez más sobresaturado de novedades. Los libros duran días como novedades y luego se sustituyen por otros. En ese brevísimo tiempo que tiene el libro para levantar la cabeza y decir «aquí estoy» se arma toda una logística de promoción que convierte al escritor en una figura espectacular. Se arma todo un tinglado.

Las ferias del libro son eso, en el fondo, más allá de la posibilidad de comprar y vender, son prolongaciones que apoyan el mundo editorial. Porque si tuvieran como objetivo simplemente comprar y vender libros, eso es lo que se haría, pero cada vez es más importante que lleguen escritores.

¿Por qué entonces participar en ferias como esta?

El mayor estímulo es viajar, conocer nuevos países, nueva gente, nuevos escritores. He conocido escritores que no hubiera conocido si no hubiera viajado y que después los puedo leer con mucho provecho. Tampoco está mal que en una feria del libro haya lecturas y diálogos..., pero hablo de lo voraz del mundo editorial. En ese sentido es muy frustrante, porque se supone que los libros tienen una vida muy larga, y la tienen en realidad. Un buen libro no necesita llamar demasiado la atención, se va abriendo su camino, pero sospecho que es tanta la oferta que seguro nos perdemos muy buenos libros. Es que hay demasiadas obras,  muchas veces, mediocres, sobre todo en cuanto a la novela, que es el género que más se publica.

Y la poesía se pierde muchísimo...

Sí, por otras tantas razones, y es que también hay una mala educación. Si desde la escuela se acostumbrara a los niños al uso anómalo del lenguaje —que a ellos les encanta, porque siempre viene en relación con el humor, con el chiste, todo lo que viene con la deformación del lenguaje, que es lo que es la poesía—; si se los acostumbrara a familiarizarse con esa práctica y a disfrutarla, la poesía no produciría ese espectro solemne que es sinónimo de miedo y que hace que nadie quiera leerla. Habría que empezar por decir cuando se lee un clásico que no es un clásico. El lenguaje es muy diferente, porque creo que a unos niños se les pueden leer unas páginas del Quijote, más o menos bien escogidas porque, claro, hay muchas palabras que no van a entender, pero tampoco necesitan entenderlas todas. La literatura va mucho más allá del entendimiento concienzudo de cada palabra, pero si les dices «este es un monumento de la literatura española», se introduce como una obligación, cuando se podría simplemente hablar a quemarropa, leer y comentar. En general, la literatura es muy mal enseñada porque lo primero que se pierde es el placer, la sorpresa, y entonces muchos lectores potenciales se quedan irremediablemente perdidos.

Por esta voracidad del mundo editorial también se produce una imposición respecto al lenguaje en las traducciones, la mayoría de ellas de España. ¿Podría ser una coartada para el idioma?

Un problema del español es que hay muchos españoles. El problema que encontramos en el gilipollas lo encontramos en la pollera en Argentina. Se ha exagerado ese problema. En realidad, podemos, perfectamente, entender cualquier traducción al español sin importar si es de Chile o de España. Ciertas cosas nos causarán molestia, pero si es una buena traducción nos creeremos el gilipollas. A veces los españoles no tienen esa flexibilidad porque no están acostumbrados, porque tienen el monopolio de lo que se traduce, entonces están muy hechos a leerse su propio español. Hay que alentar toda diversidad.

Lo que sí habría que decir es lo siguiente: si bien creo que las cosas se dicen de modo diferente, eso no tendría que afectar ni la circulación de libros, ni la educación. La diversidad lingüística en el español es buena porque nos vuelve a todos traductores y toda traducción es buena porque te sitúa frente a los otros y te hace traducir al otro.

Pero nuestra homogenización ha sido pronosticada...

Por eso hay que defender la diferencia y no preocuparse por la diversidad lingüística. Somos suficientemente inteligentes como para abarcar a fondo mundos que no comprendemos, sustituirlos, tal como un niño cuando empieza a leer y muchas palabras se le escapan: suple esas fallas y omisiones con su imaginación.

En gran parte de sus obras hay claves sobre la condición de extranjería. ¿Cómo esa extranjería influye en la reescritura de Cuentos populares mexicanos (Fondo de Cultura Económica, 2014) a través de la mirada que tiene sobre un entorno distinto al que creció y a la hora de escribirlo?

Hay una necesidad de afincar mis historias en un lector no reconocible. Es algo común.

Depurar el entorno, volviéndolo un trasfondo común, no identificable, me permite hacer lo que me interesa, que es escudriñar más profundamente en los personajes y descubrir con mayor libertad las posibilidades de la historia. De pronto la historia, sin llegar a ser fantástica, puede tener cambios abruptos, casi anómalos, que la llevan hacia derroteros muy poco previsibles, y, quizá, para eso me sirve de antemano plantear un espacio, un lugar indefinido.

Mantiene una disciplina con la escritura. Dice que se levanta como un centinela a cuidar el sueño de los demás. ¿Cómo funciona esa disciplina en la escritura, cada día se despierta con la idea de escribir algo distinto o siempre son proyectos a largo plazo?

En primer lugar, no hay que darle demasiada importancia a la disciplina. Eso de levantarse tempranito y escribir tres o cuatro horas también lo puede hacer un mediocre. Hay escritores geniales que no son nada disciplinados, eso depende un poco de cómo se organiza la vida. A estas alturas, ser disciplinado es mucho, y hay días en los que uno está desganado, pero hasta que se me ocurra algo, por lo menos corrijo otro texto pendiente o reviso poemas viejos que quedaron tirados en la basura. Siempre hay algo que hacer, y muchas veces en eso surge un buen poema, un cuento. El escritor siempre está atareado, yo me obligo a estar ahí. Si no, ¿qué hago a las siete de la mañana? Ni modo que me ponga a ver televisión, me sentiría culpable, tonto, y lo mejor es que las cosas vayan saliendo.

En El idioma materno juega con la idea de que nunca ha leído un poema completo de Vallejo, sino solo lo que dicen otros de su obra y considera que aun así es el poeta que mejor conoce. ¿Cómo esta idea puede funcionar en la poesía? ¿De verdad no ha leído a Vallejo?

Claro que sí. La poesía se presta para eso también: ¿cuánta gente se aprende versos pero no se aprende poemas? Y se los aprende porque son versos que le dicen algo y es parte de la plasticidad de la poesía: ofrecerse por fragmentos. No solo hay que leer los poemas completos, sino los libros completos. Porque es distinto, realmente, cuando lo que escribió el poeta es un libro. En mi caso, cuando creo que ya tengo los cuarenta o 45 poemas de un libro, lo único que me falta es ordenarlos, una tarea que parecería muy sencilla.

En ese momento empieza a formarse el libro y algunos poemas que consideraba muy bien, de pronto, quedan fuera. El poeta escribe siempre.

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