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Érase una vez una niña que leía… y que elegía lo que quería leer

Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer
Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer
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La memoria, para algunos, es un concepto abstracto, algo que tiene que ver con algo muy viejo, enterrado, quizá, y no la consideran como una capacidad humana para indagar en uno mismo, en el porqué de los comportamientos actuales. Algunos, entre los que, por suerte, no me cuento.

Era 1988 y había un libro sobre el sofá de la sala. No hacía frío, no hacía calor, había luz suficiente para leer, eran las cuatro de la tarde. En un sillón enfrentado al sofá, un profesor esperaba, entre aburrido y resignado, a que su posible futura alumna le hiciera caso. La niña, más tímida que huraña —puede haber divergencias al respecto—, se sentó en el sofá, miró hacia su lado, hurtando la vista a padres y desconocido, y encontró el libro. Sopesó la situación. Optó. Eligió el volumen ilustrado, ignorando al profesor de piano, a la gente en general, al entorno. Desde entonces, ignora al mundo cuando lee, y esa es su trinchera. El libro era Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Érase una vez una niña que leía, y desde entonces, no quiso escapar de ese mundo.

Pero no era la primera vez que tocaba un libro, no. Su madre —que solo ha terminado obras cuyos protagonistas son asesinos en serie o niñas poseídas por el demonio— le leía desde pequeña, y le mostraba dibujos, y cambiaba el tono de voz, la asustaba, la sorprendía, buscaba emociones y reacciones en el rostro infantil. La niña aprendió a leer así, entonces, a tropezones, buscando la relación entre las letras para obtener esas imágenes maravillosas que se materializaban detrás de la voz de su madre.

Para cuando la niña pudo leer a solas, descubrió una especie de felicidad, un lugar propio donde no había más ruido que el de su propia respiración, pendiente de la siguiente línea, de la siguiente página.

Quizá leyó, a temprana edad, libros que no correspondían a sus años, a su entendimiento, podrían decir los pedagogos modernos, pero la ansiedad por la lectura, cuando se manifiesta tempranamente, no se cura, porque va de la mano de la curiosidad: todo libro es atractivo desde donde se lo mire, no solo por la portada, por los títulos... por la completud de la obra. ¿Quién puede decir qué libros leer y cuáles no, y a qué edad? ¿Cuál es ese canon, fuera de lo comercial?

“The rest is silence”, dijo el príncipe de Dinamarca, y ella tenía ocho años cuando lo escuchó, mejor dicho, cuando leyó esa línea fatal y final. Aquello no estaba en otro idioma, estaba en un formato de diálogo teatral comprensible y asimilable para sus años, cualquier niño podría acceder al drama de un joven que, muerto su padre, descubre que este ha sido asesinado y que su madre podría ser la cómplice de semejante atrocidad. Es una historia sencilla, cruel, sí, pero no más que los argumentos de cualquier película que un niño puede pescar en la televisión o en redes sociales, incluso. Shakespeare, como poeta, se le iría revelando a la niña, en la lengua original, con los años, en todo su esplendor, pero ya el nombre del autor había quedado anclado en su memoria afectiva, la historia de un joven que debe decidir entre hacer o no las cosas, y que los actos definen a las personas.

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Michael Ende, Momo

 

 

 

La lectura aleatoria, sin freno y sin guía, tiene la ventaja de sorprender enormemente a quien la emprende —las recomendaciones de lectura siempre tienen la desventaja de la subjetividad, pues las personas, los niños, más aún, pueden leer o no algo solo por simpatías o repelencia hacia quien comenta una obra—, porque si bien hay decepciones, también los descubrimientos literarios tienen el peso de un hallazgo maravilloso, como si se hubiera encontrado la cura a una enfermedad o el secreto el origen del universo. Además, descubrir por uno mismo a un autor es motivo de orgullo, de satisfacción al acceder a un secreto que raya en lo iniciático.

 

Michael Ende, por ejemplo, es uno de los autores más conocidos de la literatura infantil y juvenil por su obra La historia interminable, que prontamente fue adaptada al cine, pero otro de sus libros, Momo, menos conocido, quizá resulte más interesante para algunos lectores. Y este libro, de hecho, puede ser disfrutado a cualquier edad, porque la ternura que inspira la protagonista —Momo es una niña desmelenada que vive en un anfiteatro, y que no tiene padres, pero sí muchos amigos, hasta que los hombres que roban el tiempo se los arrebatan— y por la crítica feroz a un sistema que privilegia el trabajo por encima del descanso de las personas, el comentario irónico de cómo los adultos, en algún momento, pierden de vista sus prioridades vitales por agenciarse dinero y tiempo, paradójicamente, para seguir trabajando, y así ganar dinero...

 

Michael Ende, La historia interminable

 

 

 

Una obra que establece ese tipo de reflexión sobre el tiempo, el trabajo y la felicidad, en suma, de la gente, ¿es para niños?, ¿es para adultos?, ¿quién puede decirlo? Y después de esta lectura, ¿adónde ir?

Los libros llegan a las personas en el momento preciso y estas los dejan ir en el instante en que sienten que deben hacerlo, aunque algunos, sí, se queden guardados celosamente en la memoria, como el eco de una fiesta, de una guerra épica, de un sueño feliz...

¿A qué edad debe preguntarse la persona quién es? ¿Quizá en la adolescencia, cuando los cambios biológicos afectan a la persona en sus  emociones y actos? Quizá en ese momento sea recomendable leer algo como Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, obras en las que Lewis Carroll hizo que su protagonista se preguntara, una y otra vez, quién era, cuál era su papel en un mundo que estaba habitado por ‘locos’ o en una tierra donde todo estaba al revés, donde los seres no son sino reflejos de un mundo que, seguramente, también está habitado por ‘locos’... La obra de Lewis Carroll, más allá del morbo alrededor de su génesis, aportará a los lectores chicos, grandes, de cualquier edad, porque la pregunta, la central, sobre la identidad y el papel de cada persona en el mundo, sigue resonando en las mentes de cada generación, a cualquier edad, incluso cuando estemos a punto de partir: ¿Quién fui? ¿Quién soy?

Antoine de Saint-Exupéry, El principito

 

 

 

¿Acaso pertenezco a este mundo?, sería otra pregunta que surge en un camino de vida y lectura, y esa interrogante se la planteó Antoine de Saint-Exupéry en El principito, uno de los libros más promocionados dentro de la literatura infantil. Y si es para niños, ¿por qué hay adultos que lloran con esa obra?, ¿por qué hay niños que la encuentran banal y aburrida? Porque la reflexión sobre cómo las personas —grandes, chicas, jóvenes, viejas— justifican su vida, sus actos, no es inherente a una edad, sino a una condición propia de cada uno, de cómo racionaliza cada acto, desde una travesura hasta el cierre de un negocio importante, desde la pronunciación de una palabra hiriente a la disculpa que le sigue. La reflexión es un acto humano, puro, que se desata con el estímulo adecuado, en el momento en que es necesario para cada hombre o niño. Así, si la lectura es un acto que invita a la reflexión, ¿por qué circunscribirla a un tiempo determinado en el ciclo vital de las personas?

Juan Villoro, Las golosinas secretas

 

 

 

Hay libros para niños, hay libros para adultos, hay libros y libros, y la realidad radica en que son todos para todos. ¿Podría alguien prohibirle a un adulto que lea Las golosinas secretas de Juan Villoro? O más que prohibir, ¿por qué no habría de leer un adulto ese texto, divertido, sin construcciones políticamente correctas a nivel de lenguaje —Tencha, uno de los personajes femeninos, es gorda, así de sencillo, no se usa eufemismo alguno para delatar una condición, como otro personaje podría ser una flaca, y punto—, y que cuenta una  historia maravillosa, el recorrido fantástico de una niña que es rescatada por un intrépido e infantil héroe? Este viaje de Rosita —la protagonista— podría perfectamente equipararse a los maravillosos viajes del divino Odiseo —¿pero no se supone que el género épico recién se explora en los niveles superiores del colegio?— o de otros héroes clásicos, míticos. Si un adulto disfruta de este texto de Villoro —y vaya si estamos hablando de un tremendo autor de crónicas y novelas— ¿por qué un niño no puede acceder a la épica, a la mitología, quizá al canto de las musas que ensalzan la cólera de Aquiles?

La lectura no tiene edad. El gozo de esta, para quienes la ejercen libremente, no está circunscrito a ninguna categoría, es divertimento, y a la vez, pensamiento profundo, reflexión, capacidades de las que los niños no están exentos. Y es que hay una diferencia entre enseñar a leer —unir las palabras entre ellas, a relacionarlas con sus significados— y enseñar cómo leer y qué leer, lo que, en realidad, entra ya dentro de las elecciones personales, del gusto, del momento en que una persona elige tal o cual camino para desarrollar sus preferencias o rechazos.

Leer es una habilidad y debe promoverse para que esta se ejercite. Qué leer es una expresión básica de libertad.

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