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El veneno de Miguel
Me imagino a ese pequeño —en una época situada, de forma imprecisa, entre la década de los treinta y los cuarenta— encubierto en la timidez de sus primeros años. Lo veo solo, cabizbajo y jugando consigo mismo para divertirse un poco. Imagino al niño ermitaño, escondido detrás de un libro en algún rincón del campamento minero inglés que regentaba su padre. Quizás hubiera preferido pasarla con su tío, el escritor, ese tal Alfredo Pareja Diezcanseco.
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En la primera escena de La muerte del maestro de té, del japonés Kei Kumai, el pupilo sueña que el gran maestro se aleja hacia otro mundo. “No me sigas, este no es tu camino”, le advierte uno al otro, en el sueño, antes de desaparecer en un vacío nebuloso. El aprendiz quiere ir detrás de su mentor pero él lo aleja y se marcha. El joven se resigna a recordar y a practicar las enseñanzas del sabio. Las siente recorrer en su sangre como un veneno.
Sen no Rikyu, el maestro del té a quien está dedicada esta cinta, fue reconocido en la cultura japonesa como uno de los guías más respetados en la ejecución de este ritual. Una de sus máximas rescataba el valor de los encuentros como oportunidades irreemplazables.
Armonía, respeto, pureza y tranquilidad son los cuatro pilares de una ceremonia del té para esta altísima figura de la tradición nipona que hasta hoy ocupa un sitial inalcanzable: el de los maestros.
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La muerte de un escritor no es la misma cosa que la muerte de un maestro. Hay quien dijo que un escritor muere a cada rato y nadie lo recuerda como tal poco después de su fallecimiento. Un maestro, en cambio, establece un ceremonial con su propia muerte desde antes del instante letal: se empieza a marchar semanas, meses, años antes de la partida definitiva.
Un maestro no es el que enseña un oficio en particular, sino el que muestra cómo representar el sentido de la existencia a través del oficio que le tocó practicar. Servir el té como escribir. Beberlo para administrarse la dosis suicida: un acto dotado de meticulosidad y de sutileza, un oficio celoso y cruel.
Todos quienes se adhirieron a las expresiones de dolor tras la muerte de Miguel Donoso Pareja coinciden en que su legado es el del guía, el del formador de escritores. Su oficio constante ha inscrito los méritos de un maestro en la historia de la literatura hecha en Ecuador, en México, en América Latina. Sobre cualquier cosa, no se trata de un lucero anacrónico cuya fama se limita al estéril espectáculo de su muerte. Sus enseñanzas son como ese veneno letal que transita en silencio y se transforma en la poética de otros.
Todos sus alumnos, y quienes han seguido su trayectoria, coinciden en algo: Miguel Donoso Pareja impartió siempre una lección de desapego, de desprendimiento y de entrega. Por sus talleres pasaron voces locales como las de Huilo Ruales Hualca, Jorge Velasco Mackenzie, Alfredo Noriega, Raúl Vallejo, Vicente Robalino, Byron Rodríguez, Edwin Madrid, Aleyda Quevedo y Cecilia Velasco. En México, estuvieron con él Carlos Chimal, Mario Santiago Papasquiaro (quien fue representado por Roberto Bolaño como Ulises Lima, en Los detectives salvajes) y el periodista y escritor Juan Villoro. Todos ellos son dueños de su propia voz, de su propia dosis. Todos ellos, gratos practicantes del oficio, pueden jactarse de explorar la autenticidad huyendo de la imitación.
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Juan Villoro no necesita muchas palabras para mostrarse un deudo más tras la partida de Miguel, como lo son sus numerosos pupilos. Él es, con toda seguridad, uno de los más célebres y vigentes escritores mexicanos que tuvieron el privilegio de asistir a sus talleres y por eso sabe que dedicarse a la literatura puede significar una intensa distorsión de la personalidad.
Le he preguntado a Villoro en un correo electrónico cómo pueden convivir generosidad y rigor en un espíritu creador, por lo general sumido en una permanente lucha contra su propio ego. “Durante meses —me dice— te encierras a escribir y actúas como dios de tu propio mundo: matas y resucitas gente a capricho. Luego sales de ahí y esperas el reconocimiento. Cuando alguien te dice ‘maestro’ por amabilidad, es terrible que creas que eso es verdad. Sinceramente, encerrarse a escribir y pedir aplausos no es una forma sana de vivir”.
Como escritor, se sentía más cercano a Lezama Lima, incapaz de hacer concesiones al lector para agradarlo y ganarse halagos fáciles. El Tyron Power de Miguel, hecho para morir en el estadio del Barcelona de Guayaquil, es una búsqueda íntima para comprender el paso del tiempo, el envejecimiento y la soledad. Lo demás es un excelso disfraz.
Sus ensayos sobre el indigenismo, el realismo social y su legado acerca de lo que quiso llamar ‘realismo libre’, marcando un parteaguas entre la marca del Grupo de Guayaquil y lo que quiso venir después en las letras ecuatorianas, son experimentos de sabiduría que hoy resultan indispensables para aproximarse a la producción literaria del siglo XX en Ecuador.
“El escritor debe responder a su propia naturaleza, lo que le nace a uno es lo que debe hacer”, dijo una vez Miguel en una entrevista. Por eso, la obra de Donoso Pareja se me aparece como un permanente ejercicio de voyeur de laboratorio: mirar con atención, hurgar, despellejar, para luego someter lo recibido a un experimento circular.
El lector, un cómplice que terminó por hacerse el desentendido. Eso Miguel lo sabía: siempre fue muy poco leído y también se hizo, en cierta forma, el desentendido. A lo mejor estaba demasiado preocupado por repartir sus herramientas entre los neófitos escritores y envenenarlos, sin que sus cátedras tuvieran más consigna que la de escribir. “Como tallerista era sumamente abierto, no preconizaba una estética determinada ni quería que compartiéramos una escuela o un tipo de escritura —recuerda Juan Villoro—. Buscaba las mejores posibilidades para cada quien. Esta amplitud de criterio sólo podía venir de alguien suficientemente generoso para tratar de que un alumno lograra escribir bien un tipo de cuento que a él no le interesaba mayor cosa como autor, pero que podía disfrutar como lector. En este sentido, su postura era la de un pulverizador de dogmas que buscaba las mejores soluciones para cada quien”.
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Entonces, imagino al escritor curioso y atrevido —en eso se ha convertido el niño que imaginé en un principio—, que no tuvo reparo en declarar alguna vez que la celebérrima Cien años de soledad le resultó “una historia un poco light”, que no le gustaba.
Es ese mismo escritor que despertó las ganas a Alejandro Jodorowsky de hacer una película basada en su novela Henry Black (experimento que, por fortuna, no se concretó).
Ese Miguel se hacía llamar ‘experimental’ cuando un crítico o un periodista buscaban clasificar su estilo. Pero ¿en qué casillero cabía quien dedicó sus esfuerzos más elevados a comprender las expresiones literarias de su país como una necesidad vital de explicarse a sí mismo en el mundo? ¿Cómo clasificar a un escritor obsesionado con desprenderse de su sabiduría para distribuirla entre los demás en dosis exactas?
Villoro recuerda que su maestro llegaba a dictar sus talleres en México con un periódico deportivo y otro de información general bajo el brazo. Mostraba mucho interés por la escritura continua de los periódicos, en un acto de humildad encarnado en su permanente curiosidad. “Hay que luchar contra las distorsiones que trae la vida literaria —me dice Juan—. Esto no siempre se logra, abundan los escritores encantados de haberse conocido a sí mismos o que prefieren promover libros que escribirlos. El trato con Donoso Pareja me vacunó desde los 15 años contra estas actitudes”.
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Miguel era de esos que se reservan para sí el último camino, luego de haberlos compartido todos a lo largo de su vida terrena. No es ese mito construido por obra de su propia muerte.
“Con la nada, nada desaparece. Con la muerte, todo desaparece”, dice uno de los personajes del filme de Kumai. El maestro labra lentamente un sendero único, erigido sobre el ritual de la generosidad. Solo después de pulverizar los dogmas, se dirige —sin dubitaciones— hacia una caprichosa idea de trascendencia de la que nunca participará. Hay que clavar la rodilla sobre la espalda del propio ego para no desviar los pasos. Todo desaparece.
Cuando finalmente ocurre la muerte, el maestro ya se ha desprendido de sí mismo, ya se ha tomado el tiempo para separar su tormentosa popularidad del sabor íntimo de su existencia. Ya ha intentado recuperar su añorado aislamiento.
Afuera del maestro, en el mundo que le sobrevive, la muerte es otra: se parece más bien a la plaga, al veneno inmortal de una víbora. Se expande hasta dominarlo todo.
Yo imagino de nuevo al tímido niño que juega, solitario, mientras se va.