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El suicidio de los inocentes (2013): la última novela de Vicente Cabrera Funes

Un ingeniero civil estadounidense, cincuentón y despojado de escrúpulos y virtudes, deja su trabajo y a sus numerosas novias para ir a Sudamérica en busca de lo que bien puede denominarse un ideal o una intuición, o talvez una ilusión, algo, en todo caso, nada razonado y que nunca se sabe bien qué es. En un principio la novela parece ser una larga apología del soltero maduro pero, poco a poco, esta idea se desvanece y da paso a la reflexión sobre una serie de temas de diferente coyuntura tales como la búsqueda de la identidad, la imposibilidad del amor y de la satisfacción sexual, la batalla contra el lenguaje y la traducción, la protección del medio ambiente, el abuso de las drogas y el sentimiento de pertenencia a un país.

De estos temas el más interesante, a mi juicio, es la forma en que la novela se puede dividir en dos partes principales, las cuales, a su vez, están narradas en primera y tercera persona respectivamente. La primera parte está escrita con un estilo descuidado intencional por medio de una sintaxis extraña que intenta mimetizar la del inglés, o la forma de escribir en lengua inglesa, y solo después nos damos cuenta, sorpresa mediante, de que se trata de una traducción del manuscrito que escribiera el personaje principal, que se llama Emilio Franco pero que a momentos también se llama Kevin Franco. El resultado de este impostado lenguaje es un ritmo inconfundible, juguetón y ameno que también opera como si la búsqueda de un lenguaje específico, o la búsqueda de una precisión inexistente en la traducción, funcionaran a nivel de la trama y se confundieran con la búsqueda de la conciencia del personaje: así como Franco está perdido el lector puede extraviarse, acaso desesperarse a momentos.

La segunda parte, por otro lado, está narrada en tercera persona y coincide con la partida del personaje hacia Uruguay después de vender su casa para ir en pos de los orígenes de su padre. La cosa es que la dispersión, en vez de terminar, se vuelve mayor y pone a Franco a errar por la selva brasileña y por Sao Paulo a la sazón de sus caprichos amorosos y de la poca reflexión con la que lo caracteriza su autor. De ahí que la narración tenga episodios esparcidos que saltan de un lugar a otro pero que están pensados como un solo sistema y que, a la vez, funcionan recíprocamente como un todo, a pesar de las numerosas elipsis o de las veloces explicaciones que, a veces en dos o tres oraciones, resuelven problemas planteados 20 o 30 páginas antes.

Se percibe y se agradece, también, un esfuerzo por parte de Cabrera por alcanzar un ritmo y lujo verbales particulares; por ejemplo, la descripción de una casita de muñecas:

“Ante este distinguido jurado de heno y trapo, Bella defendía al acusado, un muñeco raquítico con mamelucos de brequero salpicados de aceite. El juez era de tiza dibujado en una pizarra verde, adherida a la pared, frente al jurado. Tenía una barba blanca que le cubría la cara, y los dientes de caballo, grandes y poderosos, montaban sobre el labio inferior, como los caninos de un castor”. (pág. 61)

O la de un sueño húmedo:

“La soñé la madrugada del martes: la tenía en mis brazos y le hacía el amor en la puerta de una iglesia protestante; mientras adentro se realizaba un ceremonial interminable de bautizos a chimpancés en las aguas de un arroyo invisible. Desperté mojado, había eyaculado”. (pág. 90)

O la disyuntiva sobre los nombres de Franco:

“Me dije después, mientras razonaba en la calle como un vagabundo que no tiene que dar cuentas a nadie más que a sí mismo, que la diferencia entre Uruguay y Paraguay es de un par de letras; entre Kevin y Emilio, igual. Pude decir que se encontraba Emilio en Uruguay y que la calle era Paraguay número 369; y que no era Emilio sino Kevin, y al revés, o que yo era él y él era yo; que Kevin regresó al hotel, donde tanto le agradaba hospedarse por las paredes macizas que impedían el contagio de las voces vecinas, de las habitaciones contiguas de los lados, de arriba y abajo, como tumba…” (pág. 146)

Este último pasaje es uno de los pocos en los cuales se puede saber lo que está pensando el personaje y ejemplifica la confusión sobre la forma como se concibe a sí mismo, mientras que, a la vez, muestra al lector la habilidad del autor para hilvanar pensamientos inconexos con velocidad inesperada; se nota claramente una estética transcendental a partir del refinamiento de la prosa y de la ocurrencia y vivencia personales. Si bien el hilo narrativo sostiene estructuralmente las dos partes de la novela, estas se pueden leer de forma independiente; se trata de una representación oscilante y no necesariamente secuencial, aunque a la vez controlada, lo cual explica de forma satisfactoria que Franco tenga tan poca introspección y que solamente actúe al tenor de su apetito sexual y su instinto, ambos proclives al fracaso.

Cabrera Funes es poco conocido por las generaciones jóvenes pero tiene publicadas ya cinco novelas, además de media docena de libros de investigación que van desde estudios sobre autores del boom hasta otros sobre la novela española en escritores como Cela y Delibes, pasando por publicaciones sobre Salinas, Aleixandre y Guillén. Es evidente que su originalidad al momento de escribir no se debe a su perfil académico, sino al aislamiento, al roce cotidiano con el inglés y al constante desplazamiento del autor por conductos intelectuales ajenos al Ecuador.

*Ganador del Premio Joaquín Gallegos Lara del Municipio de Quito, y del Pablo Palacio del Ministerio de Cultura del Ecuador, tiene un doctorado en Literatura iberoamericana en el Boston College, EEUU.

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