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El poeta que nos enseñó a leer distinto
Cuando irrumpe el libro Poemas y antipoemas, en 1954, en los escenarios chilenos, latinoamericanos y de las letras en castellano en general, algo se fracturó en la manera de concebir al poema como constructo. Tempranamente su autor fue consciente de la llegada violenta que habían tenido sus textos al muelle de la poesía española. De aquel tono solemnizador de las letras quedaban muchas voces poblando el hemisferio.
Y, por otro lado, la ampliación de índices temáticos, de la vía no canónica para abordar la cosa poética (aunque las mismas formas versales llenaran las dimensiones de las páginas en blanco) hacía su aparición con este (anti)poeta que ocupó así un espacio que hacía falta llenar desde hacía tiempo.
Tras ingresar a estudiar al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile las ramas de matemáticas y física, sus inquietudes lo llevaron a amistarse con otras mentes como las de Luis Oyarzún (que sombreó buena parte de mediados de siglo con temas literarios y sobre la cultura chilena). Ese temprano Cancionero sin nombre (1935) lejos estaba aún de sus búsquedas ulteriores. Si miráramos por encima del hombro hacia los lados, poco se distanciaba de los poetas contemporáneos y coterráneos. Sus exploraciones iban hacia formas clásicas como el romance, pero de la misma forma, tenía un tono evidentemente narrativo y en el que el yo poemático se notaba casi como uno con el autor (o al menos con sus ansiedades).
Pero parecería tener un punto de inflexión aquella carrera literaria: entre 1943 y 1949 estudia en los Estados Unidos y en el Reino Unido. Demora en retornar a Chile, pero cuando lo hace hay algo en su espíritu que ha madurado. Hay una conexión con la atmósfera anglosajona en los campos de la cultura y, concretamente, en la literatura.
Leamos una declaración de antiamor en Aromos (pensamos en Anteros, el dios griego del amor correspondido): "Paseando hace años/ por una calle de aromos en flor/ supe por un amigo bien informado/ que acabas de contraer matrimonio./ Contesté que por cierto/ que yo nada tenía que ver en el asunto/ Pero a pesar de que nunca te amé/ —eso lo sabes tú mejor que yo—/ cada vez que florecen los aromos/ —imagínate tú—/ siento la misma cosa que sentí/ cuando me dispararon a boca de jarro/ la noticia bastante desoladora/ de que te habías casado con otro".
Hay algo en Ludwig Wittgenstein que llama poderosamente la atención en Parra. Los aforismos del filósofo calan profundamente y los juegos del lenguaje son una de las consecuencias. Sí, el lenguaje ofrece territorio para un juego, pero, ya lo decía Friedrich Holderlin, esos juegos van desde lo inofensivo hasta lo denodadamente peligroso. Se juega uno por entero. La ironía, ese decir lo contrario pero dando a entender lo que se pretende, está sirviendo de hilo conductor, si es que hay uno, en sus textos.
El horizonte de la poesía latinoamericana vio abrirse un sendero más, esto es, el de la antipoesía. Tras esa entrega de Poemas y antipoemas, se dio 4 años para publicar La cueca larga (1958). Dice Parra en Brindis a lo humano y a lo divino (de La cueca larga): cuando parodia un larguísimo brindis mundano: "[...] por turcos y judíos/ por indios y castellanos/ [...] aquí no se enoja naiden/ ¡vamos empinando el cacho!/ [...] ¡ya pus compaire Manuel/ al seco que está esperando/ [...] hay que aprovechar las últimas/ botellas que van quedando/ [...] que el día menos pensado/ a una vuelta del cerro/ la flaca nos hecha el lazo". ¿Qué hay aquí en este libro tan celebrado como el anterior? Pues un ejercicio enorme de observación y de escucha. Parra recupera, para su respectiva parodia, el tono de las danzas de extracción popular en Chile, así como ritmos emparentados con el terruño.
No hay, en general, menciones gratuitas: todas impulsan a la voz a reivindicar su discurso ante la idea de conjurar una manera de leerse (por parte de los chilenos). Por eso, Parra nos enseña a leer. Y en el caso de la poesía (o antipoesía), cuando leemos, se cumple el prodigio literario en que el texto se metamorfosea en un espejo que nos hace leernos a nosotros mismos. Al misterio que somos se le suma otro, que es el de la palabra que busca el extrañamiento, que pretende derrumbar ese castillo de naipes construido con las fórmulas del lenguaje de comunicación cotidiana.
Iván Carrasco propuso que el discurso de la antipoesía básicamente era paródico en el sentido de que se enfrentaba a otros discursos con un propósito de volcarse al humor, a esa tensión que produce el roce de fuerzas entre esas orillas tan dispares (el hipotexto que sirve de base, y el hipertexto que dialoga con el anterior). Están ahí los discursos del poder o los discursos de la lógica, pero también los discursos de la poesía tal y como se la entendía hasta la aparición de los antipoemas de Parra.
No se contenta Parra con estas entregas. Parte a una suerte de recorrido por su propia propuesta, en la que se nota una evolución: a Versos de salón (de 1962) le siguieron Obra gruesa (1969), Artefactos (1972), Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977), Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (de 1979), Chistes para desorientar a la poesía: chistes para desorientar a la policía (1983), Coplas de navidad y Poesía política (ambos del mismo año) hasta Hojas de Parra (1985). Podemos ver que el parteaguas se mantiene.
La ironía de Versos de salón y Obra gruesa se percibe precisamente en que el poema funciona como antítesis, como juego con lo que asegura tratar. Dice Parra en Pido que se levante la sesión (de Versos de salón): "Señoras y señores:/ Yo voy a hacer una sola pregunta:/ ¿somos hijos del sol o de la luna?/ porque si somos tierra solamente/ no veo para qué/ continuamos filmando la película:/ pido que se levante la sesión".
Hay una meditada distancia con el objeto de tratamiento de sus poemas, esto es, su ligazón a la tierra a través de sus manejos con los registros ctónicos y populares. Por tanto, la fastidiosa división entre alta cultura y cultura popular ha sido reemplazada por una que ve en lo formal (por un lado) y lo popular (por otro) los fenómenos que se colocan en los fieles de una misma balanza.
Lo que categoriza a cada fuerza es su extracción, su procedencia. Y la tensión que surge de esta medición de fuerzas es el antipoema. En Locos, de Palabras obscenas, dice: "John está loco/ Nikita Jrushov está loco/ Mao Tse-tung está loco/ Franco está loco/ De Gaulle está loco/ el papa Juan XXIII está loco/ Ehrenburg está loco/ los monjes budistas están locos/ el propio Fidel está loco". ¿Está discriminando (propositivamente) o está sumándose a las voces que recrimina y, desde esa perspectiva, lanza una diatriba contra la propia palabra?
Una trayectoria como la de Parra queda, también, registrada con esos hitos que son los premios literarios. Ahí están el Premio Nacional de Literatura (1969), el Premio Iberoamericano Pablo Neruda (2012). Pero si nos retrotraemos, están el Juan Rulfo (1991), el Premio Reina Sofía y el Premio cervantes (ambos de 2001). Pero este centenario lo cumple Nicanor Parra sin pasar revista a dichos diques. Más bien, la lectura del mundo, esa lectura que propone con la lente de su visión alterna, es la que nos sugiere para desconfiar en los discursos oficiales y canónicos. De los discursos que el poder dispone, y que son quebrantados por poesía como la de Nicanor Parra.