Publicidad
Literatura
El manuscrito indiferente
Me siento extrañamente conmovido hoy en día a pesar de que, al parecer, solo se hacen películas y solo de películas se habla; que tal película, que tal otra, etcétera. No me malinterpreten: me orino de risa viendo las películas de Seth Rogen, así como me quedé sin auténtico consuelo viendo el documental sobre los hermanos Restrepo. Lo que me conmueve es que siento que dentro de la discusión cinematográfica, así como dentro de la literaria, siempre está el azar del descubrimiento, a veces sorprendente, a veces irrelevante, pero siempre invisible.
De eso quiero hablar, de algo sorprendente, sano, hermoso e invisible que, al contrario de tantas películas nacionales recientemente estrenadas, no tuvo publicidad alguna y que lamentablemente cae dentro de aquello que la teoría de la dependencia pusiera de moda y que se ha vuelto de lo más predecible. Aquello de la ‘periferia’.
El libro más periférico y más alejado de todo lo ya antes mencionado es una obra publicada en octubre de 2011, en la ciudad de Riobamba, por Edipcentro, gracias a la gestión de Yanko Molina, quien lo prologa explicando su génesis y concepción, razones ligadas a ciertas tribulaciones particulares de su autor. Un libro que, según tengo entendido, no tuvo ni presentación y que tuvo un tiraje de doscientos ejemplares y que, claro, viene a ser uno de los libros ecuatorianos más interesantes y paradójicos que he leído en los últimos años.
No podía ser de otra forma y estas hiperbólicas y vacías oraciones se escriben solo para enganchar, que no para convencer ni apurar la compra y posterior lectura del libro en cuestión.
Es una colección variada de textos, entre ellos una novela de caballerías sin terminar, que parecen ajustarse a aquello medio falso, pero no por ello carente de condumio y ocurrencia, que se le endilgara a Nicanor Parra: “La primera obligación de una obra maestra es pasar desapercibida”. Me refiero a El manuscrito de Krutoy, que trata de los trabajos, venturas y desventuras de Ródanes y Sinómide, y que incluye la fantástica historia de Zázimo, junto con otros hechos dignos de ser recordados. Redactado y transcrito por Monkes Torrior de la Condaine, monje sibarita, epicúreo y dipsoda. In memoriam, al ínclito ratón de tres colas de Andrés Castro.
Por si no tienen suficiente con el título y por si aún les quedara la duda, se trata de una novela aventurera ambientada en el Medioevo que el autor no alcanzó a concluir porque, entre otras cosas, falleció, además de que incluye un brevísimo cuento sobre dos amantes, un retablillo a la manera de los entremeses cervantinos, una farsa teatral comiquísima, una mojiganga insegura y deforme, y un ensayo triste, impreciso y contradictorio sobre la muerte, el suicidio y la literatura.
Andrés Castro, dedicado a la imposibilidad de la reapropiación de la narrativa medieval por parte de un sudaca, tiene un talento sin desperdicio y maneja el léxico, la sintaxis y los temas propios a la escritura estilada en el Parzival, o en el Amadís, con una depuración asombrosa, fanática y demente, con humor y giros desconcertantes.
Al mismo tiempo, el libro de Castro tiene una genuinidad y originalidad paradojales y poco vistas en los autores de su generación, y leído bajo el lente de esta opera como una vacuna para algunos de sus males. Indiferente casi total a la búsqueda de la identidad nacional, que no individual, o a la autopromoción sin cese camuflada bajo la opinión pública sobre todos los temas posibles, escribe un libro representativo de lo que se concibiera antes de que los términos promoción e identidad nacional fueran acuñados y antes de que la figura mediática de los autores condicionara tanto la recepción de sus obras.
Esta ambiciosa empresa, ni pequeña ni despreciable, del manuscrito precursor a la fundación de la ‘literatura nacional’ se posiciona opuestamente al discurso narcisista de la película de viajes en primera persona, por dar un ejemplo; o a aquel del lanzamiento de la novela de un autor más de una vez, por dar otro; o a aquel discurso, ya desgastado por repetido y vacío, del chovinismo que pretende defender operas indefendibles.
Como si esto fuera poco, este librito parece corroborar aquello que mencionara Paul Valéry: “La adoración de lo nuevo es por tanto contraria a la preocupación por la forma”. Que cierta geografía literaria ecuatoriana en cuestión cumpla con esta cita, como se sabe, no garantiza el valor del libro de Castro, pues no lo hace, pero algo que seguro lo garantiza es que se da, se publica, se concibe, sin preocupación alguna por los temas controversiales o por aquellos de moda, etc. Al poner en juego aquello que Borges tan bien explicara con relación a cómo Kafka, tangencialmente, creara a sus precursores en vez de estos crearlo a él, El manuscrito de Krutoy da una gran lección; no por nada la literatura medieval puede definirse, en parte, como una literatura de moralejas, pedagógica.
La paradoja, que es uno de los medios por los cuales se expresa el azar, según dijo alguien, está en que a través de la reapropiación medieval permeada por una voz criolla se perciba cierta originalidad combativa de cara a la representatividad de la generación a la que su autor pertenece. Al mismo tiempo, llama la atención cómo una literatura, relativamente lejana y distanciada, vista desde un horizonte en el cual Latinoamérica no puede ni siquiera imaginarse, se reinscribe subrepticiamente para desestabilizar el concepto siempre insuficiente que intenta ubicar su origen a partir del corpus colonial (ubicar el origen de una literatura no es signo de validez).
Esta obra es como el tiempo, solo se da, solo ocurre, solo pasa, indiferente a todo lo demás, y arrasa. Claro, si seguimos la línea a veces contradictoria del pensamiento valeriano enunciada arriba, Castro nunca llegó a descuidar la forma porque nunca buscó la novedad, dos ejes que no deberían estar divorciados, dicho sea de paso, pero que despiertan pasiones por lo general sin sustento en nuestro mundillo.
Un ejemplo: “Con bullanga del frufrú de sus faldas, doña Pepona atravesó el pasillo. En la sombra su bulto dejaba ver pequeños reflejos lunares, voz de diamantes y eco de espejuelos. Por el fondo la puerta se recortaba con haz de luz impertinente; una que otra mesilla en el camino y retratos con rostros de cera en los muros. Al ritmo del paso de la Pepona, el vestido subía y bajaba con buen chiquichaque”.
Castro no solo no descuidó la forma sino que tampoco adoró la contemporaneidad de modo irreflexivo; enunciado tan evidente como miope, pero importante porque muestra una madurez intelectual adelantada e impropia de su progenie literaria porque, como se sabe —aunque nunca está demás recordarlo—, cada edad literaria tiene un tipo de inocencia particular. Dicho de otro modo: no solo los mal llamados jóvenes escritores o cineastas pecan a veces de esta simpleza, sino aquellos que ahora rondan los 50, o los 60, o los 70, y por qué no decir aquellos que rondan los 40, los 30 y los 20, solo estos últimos, tal vez, con licencia para la verdadera inocencia literaria.
Por eso queda preguntar: ¿qué tan inocente puede llegar a ser el autor o el director al administrar su capital del ridículo? ¿Y a aquel romántico perteneciente al suicidio? La respuesta solo aparece en la medida en que se pueda vislumbrar la falta o abundancia de recato o de modestia, dosificando o saturando nuestro anémico mercado con obras o intervenciones sesudas, pero también, muchas veces, llenas de vaciedad.
Quedan otras preguntas: ¿cómo es posible que este libro no haya sido publicado en Antropófago? ¿Cuándo saldrá la reedición de Autogol, de Jorge Izquierdo, uno de los libros de cuentos más notables del siglo XXI en el Ecuador? ¿Dónde está la recepción crítica de Matar a mamá de Santiago Vizcaíno, otro libro de relatos indispensable?
¿Quién va a responder estas preguntas?