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Perspectiva
El fútbol es danza
Había algo en Zinedine Zidane que lo volvía impredecible. Hacía carruseles imposibles lo mismo que dominaba una pelota de rabona, y se iba entre rivales con esa habilidad que compensaría hasta la lentitud de Per Mertesacker, el defensa alemán que en Brasil 2014 se fue a la banca porque no podía perseguir argelinos. ‘Zizou’ era hábil, sí, pero su habilidad no lo era todo. También había algo de engaño. El exjugador francés (hoy técnico del Real Madrid) jugaba con el movimiento de sus brazos. Eran alas batiéndose en turnos de un lado para el otro. A la mitad de carreras frenéticas, sus brazos ondeando eran la ralentización perfecta para decidir su camino, mientras la marca no acababa de entender adónde iba. Grandes jugadores cayeron en sus dribles y sus amagues: David Beckham y Pavel Nedved se fueron siguiendo a una pelota que solo existía en el hechizo de Zizou. Les había roto el freno. Cuando narraba un partido donde jugaba el francés, el comentarista de ESPN Luis Omar Tapia lo llamaba Harry Potter, porque era un mago con el balón. Su negocio no era la magia, sino el engaño: “nada por aquí”, parecía decirles a sus rivales mientras les hacía un sombrero, “nada por acá”, y volvía a levantarles el balón por encima de la cabeza. Zidane era un prestidigitador del fútbol. Se iba para volver. Cambiaba la trayectoria del balón con un taco que convertía en centro, o acomodaba el cuerpo para la volea como una ballesta que se recarga. Con una de esas ganó una Champions League. Ese batir de alas —poco común en cualquiera que tenga que echar una carrera— no era un defecto, era una ejecución. Zidane sabía muy bien que el fútbol es un ejercicio performático.
Pier Paolo Pasolini decía que el fútbol “es el espectáculo que ha sustituido al teatro”. Cuando Italia perdió la final de México 1970, Pasolini escribió un ensayo, ‘El fútbol es un lenguaje con sus poetas y prosistas’, donde hasta llegó a predecir —sin saberlo, por supuesto— el gol que Diego Maradona le marcaría a Inglaterra dieciséis años más tarde, el barrilete cósmico: una corrida de once segundos en la que el 10 —D10S, como le dicen sus más ciegos fanáticos— se quita a todo inglés de media cancha para abajo. Pasolini trataba de explicar la derrota italiana. Decía que el fútbol es un idioma donde hay ‘podemas’ (fonemas del pie: pases, disparos, regates…), las jugadas son palabras y el partido es un discurso. Así, el catenaccio italiano, fuerte y ordenado, era una prosa estetizada que nada tenía que hacer contra la poesía contundente, libre pero precisa, del Brasil tricampeón de Pelé. Hasta se puede ver. Es lo que siempre se ha dicho del fútbol sudamericano contra el europeo: la disciplina del ensayo contra la creatividad de la ficción. Es García Márquez contra Milan Kundera hablando de mujeres que ascienden por los aires: una se va al cielo, la otra se eleva en éxtasis de puro entusiasmo. La misma materia, otra interpretación.
En los noventa, el fútbol europeo se universalizó. Como cualquier arte, ya no bastaba la belleza: la disciplina era primordial. Y aunque esa disciplina en acción es bella, a la selección de Brasil le ha costado su prestigio, ahora que los ‘cariocas’ están tan afanados por formar jugadores de laboratorio antes que encontrar el talento de la calle. Pero aún quedan pinceladas de fútbol libre. Como las de Alexandre Pato. En un partido de Copa Libertadores entre Sao Paulo y Danubio (Uruguay), un taco de Michel Bastos se convirtió en pase al vacío para Reinaldo, que avanzó a caños hasta la línea de fondo y centró desde la izquierda. Ubicado donde debía, como si supiera su tiempo y lugar en la coreografía, Pato esperaba, pero no estaba parado: su cuerpo empezó a girar, los brazos de un lado al otro como si el tronco fuera el eje de un juguete de cuerdas: fue como ver la energía desplazándose del pie de apoyo hacia el otro, con el que golpeó, de volea, una pelota que estaba a más de un metro del piso. Fue perfecto. El balón es caprichoso, por eso es el jugador el que se acomoda, el que performa. Es un artista que baila la danza del balón.
A la coreógrafa brasileña Deborah Colker una vez la llamaron de un periódico para mostrarle veinte fotografías de fútbol y pedirle que las relacionara con la danza. “Es impresionante mirar la foto y ver la semejanza entre las dinámicas”, dijo Colker, la primera mujer en dirigir una coreografía del Cirque du Soleil. Sabía de lo que hablaba: en 2005, estrenó la danza Maracaná durante el sorteo de la Copa del Mundo de Alemania. Ella no es la única coreógrafa que se ha fijado en la semejanza. El catalán Cesc Gelabert presentó en 2015 la danza Foot-ball, inspirada en los movimientos de Xavi, Iniesta, Messi, Puyol y Valdés, jugadores del Barcelona. La ejecución se parece tanto, que los obstáculos son los mismos: “La auténtica dificultad no es el cuerpo”, dice Gelabert, él sabe que el secreto está en la mente, en el dominio que un jugador —o un bailarín— tiene sobre sí mismo.
En el primer Clásico del Astillero de 2015, el delantero de Emelec Miler Bolaños recibió en diagonal una pelota de Marcos Mondaini. Bolaños tenía que encarar al defensa uruguayo Andrés Lamas. Lo que hizo Bolaños fue puro performance. No era tan fino como Zidane, pero movía los brazos de un lado al otro, y pisó tosco la pelota para sacarla un segundo antes del alcance de Lamas. El uruguayo acabó de rodillas, sometido, en franca claudicación. Lamas se quedó como la cobra que persigue a la flauta, pero está tan seducida por su movimiento que no se atreve a lanzar el mordisco. Miler quedó libre para habilitar a su habilitador. Mondaini marcó el 2-0 definitivo gracias a una chispa de su compañero, pero sobre todo, gracias a la ejecución. Como decía Pasolini, todo gol es poesía.
En el documental Zinedine Zidane, la leyenda, una escena muestra a Zizou hablando de los tiros libres directos. El secreto está en el gesto, decía. Cuando cobraba un tiro libre, apuntaba a las cabezas de la barrera. Era casi como obligar a los defensas a salirse del camino. Y la carrera de Zidane estuvo llena de esos gestos. Tanto, que cuando pateó el penal en la final de Alemania 2006, parecía que golpear el travesaño era su intención. Entre el efecto del pique y el roce del poste, la bola cayó dentro del arco para salir enseguida. Otra vez, la ejecución. Pocas veces un penalti es hermoso. Pero ese era un Panenka, un tiro suave y levantado, una finta al arquero que está presionado y se deshace en adivinanzas sobre el lugar al que irá la pelota. Penales así nunca se olvidan: Checoslovaquia ganó una Eurocopa en 1976, el día en que Antonín Panenka se inventó esa manera de cobrar, ante el temible arquero alemán Sepp Maier. Los uruguayos atesoran el recuerdo de Sebastián Abreu pateando el penalti final de la tanda contra Ghana en Sudáfrica 2010 con esa misma cachetada, ese tiro que está tan cerca de ser épico como un fiasco, que solo se detiene cuando el portero decide quedarse en su lugar. El emocionado comentarista uruguayo Carlos Muñoz gemía: “Es que Abreu la pica... y a mí me da un infarto”. Es que el riesgo es para morirse. Es un tiro que no depende de su potencia o colocación, sino de qué tan buen ilusionista es el que patea. Como Zidane, que fue siempre un maestro de la ilusión, elegante hasta cuando cabeceó a Materazzi, un referente para cualquiera que se lance a improvisar el preciosismo. Porque el performance es, sobre todo, una improvisación que sale bien.
Nota
Esta es una versión editada de un texto originalmente publicado en 2015 en GKillCity.com.