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Crítica

El camino de nadie hacia la luz

Fotograma de Birdman. En un umbral de luces, Thomson se pregunta sobre sí mismo.
Fotograma de Birdman. En un umbral de luces, Thomson se pregunta sobre sí mismo.
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Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? […] Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis
compañeros.

La Odisea, Canto IX

“¿Quién eres?”, se pregunta el hombre, mirándose al espejo.

“¿Quién eres?”, se preguntan todos, mirándose, alguna vez, al espejo, generalmente en un acto solitario que pretende reivindicar a la persona. Un gesto de autoconocimiento que, para algunos, buenamente, se resuelve con una respuesta y que para otros se queda en una cuestión que no será resuelta jamás. Por supuesto, no basta con responder con el nombre de cada quien.

Las preguntas sobre la identidad de alguien son válidas y sus respuestas generalmente son fallidas. Todo esto a propósito de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia), la última película del director mexicano Alejandro González Iñárritu, ganadora del Óscar como mejor película, que ha desatado opiniones varias, aguadas, algunas, favorables, otras. Digamos, entonces, que yo pasaré a engrosar las filas de los sorprendidos gratamente por la película.

Camino a la luz o hacia la oscuridad (como se sienta más cómodo)

En 1948 Alfred Hitchcock dirigió La soga, una película de suspenso que está filmada —oh revolución del cine, y claro que hay otros ejemplos, usos— en una serie de planos-secuencia, es decir, no hay corte alguno entre las escenas. La cámara sigue a los actores, brindándole al espectador una sensación de estar presente en una acción en tiempo real, con el vértigo que ello implica. Por supuesto, hay un nivel de ‘trampa’ en este recurso, una ilusión: en aquella época, Hitchcock aprovechó el paso de un actor frente a la cámara, pequeños momentos de ‘oscuridad’, para cortar las escenas. En Birdman, el director de fotografía, Emmanuel Lubeszki, hace las veces de ilusionista, aprovecha las espaldas, los claroscuros y logra, una vez más, introducir al espectador en la idea de que toda la película —toda, por Dios— es una larga caminata, un paseo por encima del hombro de los personajes que no se detienen, que no se paran ante sí mismos ni ante el resto. Hay cortes, por supuesto, pero no se nota.

Y es que la utilización del plano-secuencia (aunque se trate de una ilusión) no es lo que llama la atención en esta película, sino que ese acompañamiento del espectador al actor lo sitúe en la posición de este, en un paso hacia la luz o hacia la oscuridad, alternativamente, donde, claro está, las expresiones cambian, incluso las voces parecen adaptarse a los cambios de la luz y de los colores. ¿El movimiento? ¡Qué importa que la cámara se mueva, que los personajes caminen! La revelación se encuentra en que estos transitan por espacios de luz y de sombra y este desplazamiento, a su vez, contribuye a la apreciación de cada personaje bajo los distintos matices que se encuentran a su alrededor.

La luz, el color de la luz es el que aporta a la actuación, la luz que se refleja en los rostros, iluminándolos, situándolos en la sombra, a media luz, otorgándoles una tonalidad absoluta, la expresión de la rabia o el estupor. Hay una luz amarilla en el rostro de Sam (interpretada por Emma Stone) cuando le enrostra a su padre su condición de mortal, de hombre común, que no es sino nadie; hay luz en su rostro, una claridad absoluta, cuando mira hacia el cielo, y sonríe —a alguien, que, quizá, se erige como la fuente de la luz—. Sam se mueve entre las luces, de forma vertiginosa, habla hacia atrás, hacia adelante, atrae a Mike —irrefrenable, egoísta, soberbio (Edward Norton)— hacia la luz, literalmente. En el encuadre, en las escenas en que ambos personajes están juntos, la luz se posa alternativamente en los rostros, como en el juego que ellos sostienen, verdad o desafío.

El paroxismo de la luz, sin embargo, lo protagoniza el mismo Riggard Thomson (Michael Keaton), al entrar en la licorería, alunado, alucinado, enmarcado en múltiples luces, ‘pimpollos’ dorados (1) y de otros colores, elementos propiciatorios para un viaje al Inframundo de su conciencia, donde pueda visualizarse fuera de sí, con su traje de ave, como un ser completo, el actor que anhela ser, el sujeto excepcional que desciende y asciende por sí mismo del infierno a su cielo personal. Su hija, aquella que de cierta manera ha vuelto de su propio infierno —drogas, descreimiento, cinismo— hace las veces de Sibila, porque logra situar al hombre —no solo al actor, no solo al padre, a aquel detrás del nombre— en su condición de mortal, de ‘Nadie’ en un mundo donde el nombre, al final de cuentas, no importa.

En el principio fue el nombre: nadie

La cámara se detiene de vez en cuando en la historia de Birdman. Bueno, se detienen los personajes, y la cámara salta de rostro a rostro, para transmitirnos el vértigo de la conversación, de la perspectiva. Junto a una barra de bar se enfrentan primero el terrible Mike y la crítica Thabita Dickinson (Lindsay Duncan), esta última que se erige como la única voz que importa en el rudo mundo de Broadway. Ella no va a ceder: va a destrozar la obra, sobre todo, quiere destrozar a Thomson porque viene de otro mundo, el de las luces falsas, Hollywood.

Ese mismo enfrentamiento se da entre la crítica y el propio Thomson, junto a la misma barra, mientras él le dice: “etiquetas, etiquetas, solo sabes ponerle etiquetas a las cosas. No sabes qué es esto realmente —mostrándole una flor—”. Ella no va a ceder, va a destrozar la obra, sobre todo a Thomson, y se lo dice en la cara. ¿Es la antagonista esa mujer? No, pero sí es la representante de una voz colectiva, si así puede llamarse, la voz de la crítica, en general, la que puede conducir la opinión del público hacia lo favorable o lo lapidario. Ella es la representante del público. Se deja llevar por el nombre, por las etiquetas. No es el enemigo. Es solo parte del entorno, que, sin embargo, es el que determina el comportamiento del protagonista.

El enemigo, el opositor y verdadero antagonista de Thomson es esa voz, la que lo incita a volver a su mundo de luces de neón en Hollywood, el personaje de caricaturas, Birdman.

Así que cuando el hombre pregunta “¿Quién eres?” frente al espejo, puede responderse a sí mismo con su nombre y errar; puede atreverse a decir “Yo soy tú”, y también erraría, de hecho. Porque la pregunta sobre la identidad de un hombre solo puede ser respondida por él mismo gracias a la inesperada y sagrada virtud de la ignorancia, es decir, la única respuesta válida es qué importa quién eres, con tal de que seas.

¿Se puede huir de la propia conciencia del ser?

Notas

1. Los héroes clásicos, cuando emprendían su viaje ritual al Inframundo o mundo de los muertos, debían siempre acceder a objetos rituales, como el caso de Eneas, quien tuvo que encontrar un pimpollo de oro en el bosque para encontrar así y franquear las puertas del Hades. Sin embargo, el héroe clásico, y por lo visto, los modernos también, en sus múltiples adaptaciones, no pueden quedarse en el Inframundo, pues no habría gesta heroica en eso. Han de ascender al mundo de los vivos, deben volver.

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