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El bestiario mágico de Hayao Miyazaki

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Si existiera un portal al interior de la imaginación de los niños nos sorprenderíamos por la complejidad de las visiones de estos, algo contradictorio frente al trasfondo que la madurez tiene: una contextura rugosa, producto de la saturación, la rutina y la visión esquemática que originan los patrones de pensamiento heredados.

La obra de Hayao Miyazaki (Tokio, 1941)  se desliga de la rigidez del realismo y demuestra que el sueño de la razón no genera solo monstruos, sino un bestiario de hermosas criaturas. Son especímenes que no le envidian nada al hipogrifo de Ludovico Ariosto, al Bahamut de la mitología árabe o a los centauros griegos. Muchos de nosotros crecimos observando series de dibujos animados como Conan, el niño del futuro (1978) o Heidi (1974) —de las que Miyazaki fue el director y el diseñador—, junto a innumerables productos audiovisuales nipones de menor o igual calidad. Las animaciones de Hayao Miyazaki son ambiciosas y polifacéticas. Pese a que plantean reinos fantásticos, establecen una crítica en contra de la guerra, el consumismo, la destrucción de la naturaleza…

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Su película Nausicaä del Valle del Viento (1984) fue un éxito rotundo que permitió la creación del emblemático Estudio Ghibli. La cinta se apropia de la Hipótesis Gaia del científico británico James Lovelock, la cual afirma que la Tierra es un organismo vivo que tiene la capacidad de autorregularse. Desde dicho enfoque, Miyazaki narra la historia de una mermada humanidad que ha sobrevivido durante mil años a la Tercera Guerra Mundial. El conflicto dejó como legado un bosque tóxico que cubre la mayor parte del planeta y está atestado de insectos gigantes. Tiene la función de limpiar el desastre causado por la estupidez humana y si es posible erradicarla.

Sobre el territorio devastado coexisten varios reinos hostiles entre sí. El valle del Viento, un paradisíaco enclave rodeado de bosques,  es la excepción, ahí vive un pueblo de pacíficos agricultores, y es la cuna de la princesa Nausicaä, una joven que tiene la misteriosa capacidad de comunicarse con los insectos del bosque. El reino de Tormekia, en cambio, idolatra al dios de la guerra y quiere devolverle el aliento, sus habitantes poseen mastodónticos tanques y sofisticados aerodeslizadores y son los maestros de la guerra. No obstante, sus artilugios tecnológicos son inútiles frente al poderío de la naturaleza. El mensaje es claro: el bosque tóxico implica una medida de autoprotección de la vida, no su ruina.  

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El castillo en el cielo (1986) cuenta la historia de una civilización perdida —parodia de la tierra de los Atlantes— poseedora de un ingenio técnico inigualable. Sus habitantes construyeron una fortaleza aérea llamada  Laputa, al igual que la isla voladora que aparece en el libro de Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver. La fortaleza trascendió sus desvaríos de grandeza y flota por el horizonte, oculta entre las nubes. Está vacía: sus pobladores fueron aniquilados por una plaga y solo quedó su leyenda. En el pasado, sus habitantes utilizaron su poderío militar para masacrar a sus congéneres, entre ellos los habitantes de Sodoma y Gomorra. Sus siervos, un ejército de poderosos robots, se dedicaron a cuidar el jardín central, hasta que la naturaleza suplantó a la ingeniería y las máquinas se transmutaron en los centinelas de los árboles sagrados.

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La película Mi vecino Totoro (1988) es una bella aproximación a la mente de los niños. Basta con que un infante cierre los ojos para que en su imaginación se proyecten los espíritus de las cosas. Miyazaki, así, representa la riqueza y complejidad de este fenómeno.

El filme cuenta la historia de una familia de 1950 que se instala en una casa en el campo. Mei, de 5 años, se dedica a vagar por los alrededores detrás de los espíritus del polvo que se ocultan en las oquedades y desvanes. Los mismos la guían a la morada de Totoro, el espíritu del bosque, una sublimación del árbol más robusto de las inmediaciones. La niña descubre junto a su hermana Satsuki que el ritmo de la germinación de las plantas, el curso de los ríos, las posiciones de las estrellas en la bóveda celeste están regidas por una música universal que unifica las pulsaciones del cosmos, les da sentido y cumple el ciclo de la renovación y la muerte. La visita de Totoro es parte de un engranaje inasible donde el animismo es la norma y cada entidad vegetal, mineral y animal tiene un significado.

Solo los niños pueden ver el resurgir de la naturaleza, sus ritos intrínsecos, porque aún no han sido contaminados por la cultura humana. Son seres puros, y su imaginación es transparente y luminosa. Incluso su dolor está alejado de la podredumbre generalizada.

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Con La princesa Monoke (1997), Miyazaki retoma sus reflexiones sobre ecología. La cinta, ambientada en el Japón medieval, recrea los problemas que padecieron los clanes históricos para apropiarse de los recursos naturales de la isla, y las dificultades subsiguientes que generó la escasez de los mismos.

El error de la humanidad es su ingenio, nos dice el director. La necesidad impelió al hombre a crear herramientas destructivas que lo alejaron de sus orígenes de armonía salvaje. Los seres mágicos del bosque, los animales, están hartos de la senda de destrucción que la protoindustria del hombre fue dejando a su paso. El jabalí se transformó en demonio al ser embestido por un perdigón, fruto de los primeros arcabuces. La furia se despertó. La naturaleza perdió el balance. Para tratar de detener la ruina del bosque, la princesa Monoke, hija adoptiva de los lobos, se alía con las bestias para detener el avance de la voracidad de las poblaciones humanas.

Sobre los campos llenos de cadáveres, producto de la masacre, crecen las flores. Los cuerpos, sin discriminación, son abono. El ciclo se cumple. Entonces, el ser humano no es el centro de la biota, es una partícula que conforma el todo. La energía de la vida está por encima de todas las cosas y le sobrevivirá.

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El viaje de Chihiro (2001) es un recorrido iniciático similar al de Alicia —el personaje de Lewis Carroll—, pero también la peregrinación de una heroína hacia el reino de las sombras, las pesadillas, los espíritus benignos y la magia. La película despliega una animación impecable, sus criaturas imaginarias —por ejemplo el dios del Río, el cual está corroído por los desechos de la civilización humana, o las pequeñas motas de polvo que avivan una gran caldera— despiertan en el espectador una súbita ternura.

Chihiro, una niña de 10 años, obstinada y vital, se extravía junto a sus padres en la entrada de un túnel. La familia desemboca en un pueblo desierto que casi al instante les ofrece un banquete. Ella se niega a probar los manjares pero sus progenitores se atiborran hasta transformarse en cerdos. Desde entonces, ella desciende por el agujero del conejo hacia un universo donde los parámetros de la realidad cotidiana están abolidos en contraposición al devenir de la magia. Se desenvuelve entre los animales antropomórficos de la ciudadela, se transforma en la sirvienta de una poderosa hechicera, o se enamora de un  atormentado niño-dragón.

Los cambios que experimenta Chihiro son dramáticos. Sin embargo, los asume con una seriedad anómala para una niña. Su inmersión en el limbo es el primer paso hacia la edad adulta y esta es la transición que le permite ingresar a su propio subconsciente; por eso lo cruza sin la guía de sus padres. Al igual que el Virgilio de Dante, Chihiro tiene que descender al agujero de los espíritus, pero no para buscar a ninguna Beatriz, sino a sí misma.

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Ponyo en el acantilado (2008), la penúltima película del maestro japonés, derrocha sensibilidad y belleza. Junto a Mi vecino Totoro, esta es la que mejor se adapta a la sensibilidad de los niños y, a su vez, está inspirada en La sirenita de Hans Christian Andersen y en una leyenda oriental del siglo VIII. La cinta narra la historia de Ponyo, una pequeña y dulce niña-pez. Un día, mientras Ponyo recorre el océano, se queda atrapada en una red de pesca. Es rescatada por Sosuke, un niño de 5 años por el que desarrolla un cariño sin contemplaciones.

El amor le hace comprender a Ponyo que debe abandonar el mar, sobre todo a su padre Fujimoto, un hechicero que claudicó de su condición humana impelido por la misantropía y el desprecio hacia la civilización industrial, la misma que está arrasando la vida marina.

Ponyo es una semideidad benigna y esta historia es una relectura en clave de cuento de hadas de las motivaciones de Jesucristo (quien sacrificó su omnipotencia por piedad hacia el sufrimiento humano). La niña-pez es el salvoconducto que impide el advenimiento de una edad transhumana como ansía Fujimoto. Ponyo escapa de las profundidades convertida en un tsunami que respeta la vida de las personas, y a su vez es el retorno de las criaturas extintas del agua, una nueva explosión cámbrica.

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El viento se levanta (2013) es el testamento antibelicista de Hayao Miyazaki y, según sus declaraciones, la última película que realizará. Cuenta la historia de Jirō Horikoshi, el brillante ingeniero que creó el avión Zero, el mismo que se usó para bombardear Pearl Harbor y desestabilizó la balanza estratégica durante la Segunda Guerra Mundial.

El filme muestra un Japón que sale del feudalismo a destiempo y se interna en el pavor de una industrialización apresurada. El país intenta detener la arremetida de los fenómenos naturales (la guerra es otro de sus productos) que sacuden la isla. Por su parte, Jirō se sumerge en su privilegiada imaginación técnica, con una inocencia hija de la pasión.

El resultado de todos estos sucesos es catastrófico. El avión Zero tiene el poder destructivo del viento. Su creador es poseído por la misma debacle moral que debió asaltar a los cerebros detrás del proyecto Manhattan, o a los tecnócratas responsables de la maquinaria asesina nazi.

El viento se levanta es una película pesimista. Plantea que la imaginación técnica es el motivo del autoexterminio. Miyazaki no ve una salida. El creador de los dibujos que pueblan y nutren los ensueños de los niños está convencido de que la humanidad se encamina a un estrepitoso colapso.

Miyazaki es una anomalía. Su creatividad y la capacidad de coordinación de su equipo de trabajo transformaron el cine de animación en un nuevo arte. Hay que recordar que la mayoría de sus animaciones fueron hechas a mano, y que miles de personas se dedicaron a ensamblar cada escena. La fascinación por el detalle es vertiginosa. La delicadeza del movimiento, el juego de sombras, la belleza de las composiciones, la perfección de sus criaturas.

Con la retirada de Miyazaki también se acaba la época de oro de la animación japonesa, comandada por el Estudio Ghibli (el cual informó que cesaban sus actividades), y termina el reinado de la animación artística y artesanal, hecha a mano, que caracterizó la producción del siglo pasado.

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