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Libro

El baile: un ajuste de cuentas

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Muchas obras de arte son un desquite. Un modo amargo de responder a las injusticias de la vida. Sin ese sentimiento, esa imperiosa necesidad de revancha, no conoceríamos esa furia ni esa rabia que llamamos literatura. Irène Némirovsky odió a su madre, y si bien el miedo la paralizaba frente a ella, en la soledad de su habitación, delante de la hoja en blanco, iba creando su particular ajuste de cuentas. La venganza de la autora rusa contra su madre tiene nombre: El baile. Y aunque esta sea una novelita de no más de cien páginas, el veneno que la corroe es suficiente como para saldar por siempre la deuda que existió entre madre e hija.

A lo largo de su vida, la escritora rusa de origen judío, nacida en 1903, recibió muchos enveses del destino. Pese a nacer en un hogar rico (su padre era entonces uno de los banqueros más importantes de Rusia), la situación económica nunca la libró de ese tipo de penas que están siempre más allá del dinero. Hija de una madre déspota, que siempre rivalizó con ella, y de un padre indiferente, que se dedicó a sus negocios y diversiones particulares, la pequeña Némirovsky conoció aquella desdicha, aquella mancha húmeda en el espíritu que llamamos abandono.

Su destino fue dramático como sus obras. Y la sombra de la adversidad jamás dejaría de acosarla: primero cuando huyó con su familia por la Revolución bolchevique, y después cuando, ya instalada en París, los nazis la llevaran a Auschwitz, el famoso campo de concentración, donde moriría en 1942, a los 39 años (sin concluir la que deseaba fuera su obra maestra, Suite francesa).

Pero no todo fue desdicha en su existencia: nuestra autora también conoció una época de esplendor, una temporada de logros y alegrías que ocupa aquellos años en París, desde 1920. Ahí la creadora de más de 15 novelas llevaría una vida de mundanidad burguesa (que se evidencia en las cartas que enviaba a diferentes amigas) y empezaría a demostrar, precozmente, su talento como escritora.

Tiene apenas 23 años cuando publica por entregas, en la revista Le oeuvres libres, su primera novela, El malentendido. Luego vendrían Un niño prodigio, pequeño relato sobre cómo un artista desperdicia su talento, y la novela que la consagraría, David Golder, en la que describe con maestría y destreza técnica el recuerdo de la figura paterna.

Unos años después, en 1930, Némirovsky publica El baile, esta pequeña obra maestra que tiene como blanco de ataque al núcleo de la sociedad: la familia. Tiene 27 años; es una mujer joven, talentosa y millonaria que tiene todo para ser dichosa. Pero no lo es: la felicidad ha sido un trago muy corto y esto es algo que ella ha aprendido desde niña.

Un inesperado desquite

El argumento de El baile es el siguiente: Los Kampft son una pareja de judíos que, por la habilidad en los negocios del esposo, han podido obtener una gran fortuna. Nuevos ricos, no contentos con el progreso económico, anhelan conseguir otra cosa: el reconocimiento social del mundo (ese mundo que siempre los ha rechazado y que para ellos es la burguesía parisina). A Rosine, la esposa, se le ha ocurrido una gran idea: qué mejor manera de presentarse ante la sociedad francesa que dar un baile. Ahora que son ricos es necesario que todos lo sepan. Con este propósito, el matrimonio judío, rodeado de sirvientes, empieza a organizar todos los detalles para dar una excepcional recepción.

Pero los esposos Kampft, tan centrados en sus vidas, olvidan un pequeño detalle: su hija Antoinette, alter ego de Némirovsky y protagonista del relato. Muchacha de 14 años, la única hija del matrimonio observa con fascinante repudio la transformación en la conducta de sus padres. Parece no adaptarse a esta situación de ‘nuevos ricos’ que también enfrenta. Lo que sorprende, sobre todo, a la niña es el brusco cambio de comportamiento y actitud que ha empezado a tener la madre, Rosine, quien no solo ha adquirido un conjunto de nuevas costumbres (hábitos de rica) sino que ha empezado a tratarla con prepotencia e incomprensión. “Te he dicho que esto no es correcto en una niña de tu edad”, “te falta distinción, muchacha”, “no comprendes nada de la vida”, son algunas de las frases con las que Rosine se dirige a su hija constantemente, olvidándose tal vez de que Antoinette no ha dejado de ser una niña.

Un buen día pasa lo intolerable. Luego de que Antoinette, obligada por Rosine, ha escrito a mano los nombres de los 200 invitados que se pretende asistirán al evento, la madre con cierto placer, y ante la insistencia de la muchacha de participar en la gran fiesta, sentencia: “Asistir al baile esta chiquilla, esta mocosa, ¡habrase visto!... Espera y verás cómo hago que se te pasen todos esos delirios de grandeza, niña… ¿Quién te ha metido esas ideas en la cabeza?...”.

La adolescente, dolida por la indiferencia de sus padres ante lo que siente y herida por la prohibición de asistir al baile, mira con rencor todos estos preparativos. El odio y la ira son las emociones que la acompañan en estos días. La muchacha siente ese mundo que le rodea, el de los adultos, como injusto, hipócrita, mezquino. No ha planificado fríamente una venganza, pero sus emociones la predisponen al desquite.

Un giro del destino permite que en un momento de la historia la niña tenga sobre sus manos el éxito o fracaso del evento. Miss Betty, la preceptora de Antoinette, y a quien Rosine ha encargado el envío de las invitaciones, se distrae, por un momento, con un subrepticio muchacho, que resulta ser su novio. Pide, entonces, a Antoinette que, mientras ella se rinde ante los besos y caricias de su amado, coloque las invitaciones en el buzón, ese que está junto al río Sena. Momento intenso, este pasaje de la novela, resulta ser uno de los nudos narrativos más poderosos que he leído en un relato: la muchacha tiene el Sena frente a los ojos. No se lo piensa dos veces: arroja las 200 invitaciones al río. Consuma una de las venganzas más sutiles y crueles de la historia literaria.

El día del baile —que por lo demás nunca se realiza— la angustiada pareja espera ansiosamente a cada uno de esos honorables invitados que no llegan ni llegarán. No obstante, ya es tarea del lector (que queda invitado) descubrir uno de los desenlaces más tiernos y profundos de la narrativa de principios del siglo XX.

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