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Lecturas de verano

El aprendiz del monstruo: sobre los Sorias, de Alberto Laiseca

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Tuve la suerte de conocer a Alberto Laiseca en el Centro Cultural Rojas el 13 de abril de 2010. Ingresé a su taller de escritura sin saber lo que me esperaba. El primer día de clases llegué temprano, pues no quería dar una imagen equivocada. Las hojas de los árboles cubrían como una alfombra crujiente las veredas de Buenos Aires. Decidí fumar un cigarrillo para hacer tiempo, mientras veía el humo bailar en el viento, escuché un sonido reverberante que atrajo mi atención en segundos. Miré hacia la esquina de Santa Fe y Agüero buscando el origen del sonido y lo encontré. La montaña Laiseca se aproximaba a paso firme, rompiendo en miles de pedazos las hojas olvidadas por la memoria del otoño bonaerense. Cuando llegó a la puerta, su frondoso e imponente bigote me saludó con solemnidad y yo asentí con la cabeza. Mis palabras quedaron prisioneras de su fuerza gravitatoria. Terminé el cigarrillo y subí a la clase a velocidad estrepitosa. Me senté a tres puestos del maestro y quedé en silencio hasta el final de la clase. Al salir le pregunté dónde podía encontrar su obra y me respondió: “No lo sé, muchacho, me cagaron varias veces y mis libros están desparramados por todo este monstruo de concreto. Tenés que tener suerte o hacer bien la tarea para encontrarlos”. Su respuesta me obnubiló, pues me estaría enfrentado a uno de los escritores más underground de la literatura argentina. Al día siguiente no perdí tiempo y a primera hora me dirigí a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires para investigar a fondo. Lo que no sabía es que el fondo, en el caso de Laiseca, no existe. Mi primera inmolación fue con Matando enanos a garrotazos, un libro de cuentos exquisitos que son perfectos para iniciarte como neófito del universo laisequiano. En la portada saluda al lector un Laiseca joven, ‘stenciliado’ frente a un atardecer atlántico. Una portada perfecta para contemplar el ocaso del realismo delirante. En una semana llena de garrotazos terminé de leerla y el virus de la literatura ya estaba haciendo lo suyo.

Se me abrió un hueco en el estómago. No entendía mi hambre voraz de historias. Mi segundo banquete me lo di con El gusano máximo de la vida misma, un libro que mi ex, con sutileza, supo regalarme. Y me fui a las cloacas de Nueva York para ver la caída del reino de su gordísima majestad. El virus en este momento se encontraba proliferando por todo mi torrente sanguíneo. Necesitaba ir más lejos. Mi espíritu todas las mañanas imploraba un poco de vértigo.

Fue entonces que descubrí LosSorias, la ‘ballena blanca’ de la literatura argentina. 1.323 páginas del más delicioso delirio bélico, situado en un universo laisequiano atemporal. Inicié la exploración enseguida. Lo único que sabía es que en 1998 fueron editadas 350 ediciones, numeradas y firmadas por el autor. Durante 3 meses, recorrí todas las cuevas de la avenida Corrientes, sin ningún éxito. Una semana después de cumplir 25 años terrestres, mientras esperaba el colectivo 152 en la plaza San Martín, se me acercó un arqueólogo cubierto hasta los ojos por el frío del invierno. En silencio, me entregó un papel que tenía una dirección y una hora: calle Libertad 3456 – 18:00. Terminada la transacción, se despidió, levantándose el sombrero unos centímetros.  Al día siguiente acudí a la cita. La dirección correspondía a una librería. Toqué el timbre y la puerta se abrió de golpe. Al fondo de la librería se encontraba el arqueólogo detrás de una pila de libros. Antes de poder saludarlo, me interrumpió: “Se dice en el medio que estás buscando Los Sorias. Yo poseo el noventa, pero te advierto una cosa, pibe, esta novela  es un viaje de ida. Son 3.000 pesos”.

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