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Reseña

El amor en tiempos de Grey

Foto de Milena Busquets: EFE/ Andreu Dalmau
Foto de Milena Busquets: EFE/ Andreu Dalmau
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Que la última novela de Milena Busquets (Barcelona, 1972), También esto pasará, sea un acontecimiento de ventas —no equiparable a la rentabilidad de la saga de Grey, pero nada desdeñable en el espacio y ámbito en que circulan los libros de Anagrama—, convoca más a practicar una interpretación de los desplazamientos del gusto de los lectores que a practicar en primer lugar una crítica del libro en cuestión.

En realidad, esta situación incita más a especular sobre el valor de cambio de las editoriales independientes, al menos de esta, que se ha reacomodado hasta ser una propuesta para plataforma de supermercado y libro de autor, todo a la vez.

No estoy diciendo, al menos no de golpe y porrazo, que el libro de Busquets sea del todo desdeñable. Por lo pronto, me atrevo a sugerir que si hubiese sido publicado hace, digamos, cinco o seis años, cuando la saga del señor Grey era un proyecto editorial en el espacio angloparlante, la novela no habría despertado ni un tercio del interés que ha generado durante estos meses, al punto de que, incluso antes de la publicación en su lengua original, las traducciones al italiano, portugués, alemán, inglés y francés (¡Gallimard!) ya hayan estado pactadas.

Si la trama de mercado instaura una tendencia aunque esta requiera de una diferenciación para los diversos sectores que la levantan, la novela de Milena Busquets saca la cara por la porción que reclama la así llamada ‘alta cultura’ ante la embestida de las ficciones sobre el nuevo erotismo femenino de masas, liberado y lenguaraz. Una vez superada la falacia del desencuentro perpetuo de los estratos a partir de sus preferencias de consumo, todos queremos asomar la cabeza en la ola del tópico que medio mundo pretende navegar. Valga la metáfora: ya se sabe que pobres y ricos quieren un iPhone. Los primeros se contentan con Chiphone; los segundos le incrustan topacios para ‘embellecerlo’.

En el fondo de esta ficción, la de Busquets, se encuentra la muerte de la editora y escritora catalana Esther Tusquets. La novela trabaja, por su parte, los registros del duelo de la hija de una mujer de letras, solvente y emancipada para su tiempo. Pero lo que hubiera podido ser una conmovida noticia y relato libresco, por el carácter confesional de la pérdida de una figura tutelar de la literatura en castellano, ha vivido un tránsito hasta venderse como una caliente confesión de una movida vida amorosa, tal vez escrita para el rango de lectores para quienes editaba Tusquets sus libros y no para los consumidores de las fantasías de Grey.

Es posible, con todo, que los trasiegos del duelo sean lo más resaltable de esta novela a la que le pesan decenas de lugares comunes, y que tiene, todo hay que decirlo, algunos hallazgos, principalmente en la primera parte.  

Blanca —o Blanquita—, la protagonista, vive la pérdida de su madre con algo de resignación y otro poco de travesura. Se aventura a ir a la casa familiar de Cadaqués con dos amigas, una que lleva a su pareja cubana y otra, desinhibida y frívola, que quiere divertirse. Entretanto, Blanquita baraja las posibilidades de encuentros galantes y recuerda porciones de estos: “Que yo sepa, lo único que no da resaca y disipa momentáneamente la muerte —también la vida— es el sexo”, dice. Y se esfuerza por sacar conclusiones eróticas de almanaque: “Se puede decir mucho de un tío por la manera en que te quita o te aparta las bragas”.

Blanquita está desolada por la pérdida de su madre, que nunca le quiso demasiado, pero al mismo tiempo se encuentra tramando el encuentro con alguna de sus dos parejas anteriores, los padres de cada uno de sus dos hijos; o por momentos con el ex de su amiga, o con el tipo al que vio en el funeral y que por coincidencia pasa unos días también en Cadaqués; o con Santi, un hombre casado que apenas tiene tiempo para ella porque debe regresar adonde su esposa.

La relación con este último amante —posible, imaginario, real— mejora la perspectiva de la novela, y la transforma por instantes en un mapa de cuerpos posibles cuando no cae en el recurso de la descripción de gente de cualquier balneario aristocrático. Las figuras parecen llegar a la vista de la protagonista y del lector, pero son las más de las veces solo espectros que sugieren un encuentro. Si no, solo son parte de la memoria. La imaginación del sexo es mejor que el sexo, parece pensar por momentos Blanquita, que al mismo tiempo estropea su historia con estrategias de seducción estivales, como faldas ligeras o rememoración cansina de torsos macizos y brazos velludos.

Sin renunciar a esta letanía interior, Blanquita habla al mismo tiempo y directamente con su madre. Estos diálogos-recuerdos son las partes del libro más logradas. Así, Blanquita va desgranando una sentida interpretación de su vida juntas a medida que corren las páginas. Recuerda detalles de viajes y rutinas, como las escapadas a Londres, la vida de su madre con sus perros y el cambio de casa que uno de estos vivió cuando la mujer enferma ya no pudo cuidar más de él. Allí y entonces percibió la hija la certeza de su muerte.

Al mismo tiempo, esta mujer gesta por instantes el relato del progresismo catalán en las playas mediterráneas, de su acomodo burgués y del clima de libertad en la infancia de los hijos de los habitantes de la ciudad letrada. Rememora la muerte de su servidumbre, las mutaciones del pequeño pueblo catalán y de la casa ante el ocaso de generaciones estragadas por la vejez.

Por el contrario, el relato de las vacaciones con las amigas en Cadaqués dicen poco. Un relato previsible de pequeñas discusiones e intoxicaciones alcohólicas, un recuento de recelos y resentimientos volátiles.

Luego de todo esto se cierra el libro, se vuelve sobre lo leído en las solapas y el interior, y queda en el lector la sensación cansina de haber leído lo mismo una y otra vez en los estantes de novedades, solo que con personajes de doblez y gesto amanerado, rodeados de libros, música rebuscada y apellidos altisonantes.

Aunque todos son igualmente descifrables, más allá de si su apellido es Grey u otro más rimbombante.

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