Publicidad
Espacios
El agujero del telón
Primera campanada
Imagina esto: un espacio que no está en el espacio, un paréntesis de realidad entre el telón de fondo y el muro de un teatro cualquiera donde el silencio es absoluto, terso. La oscuridad previa al inicio del espectáculo apenas te permite moverte sin tropezar con la escenografía o el vestuario oculto tras las patas laterales. Acurrucados en otros puntos del escenario, varios actores y actrices esperan también que la primera luz se encienda, que el telón se abra.
Las puertas externas dan paso al público que rasga el silencio, va ocupando las butacas, conversa animadamente si es que la convocatoria ha sido buena, o mantiene un mutismo receloso si descubre que va a compartir el espectáculo con un puñado de personas.
***
Cuando iniciaba mi aprendizaje actoral se me quedó grabado un consejo: “El público lo es todo y debemos, siempre, estar agradecidos con él, con que sus integrantes hayan decidido responder a nuestro llamado, pagar una entrada y asistir al teatro. Sin ellos, nuestro arte no existiría”. De allí aprendí que el actor espera con ansia el encuentro y prepara concienzudamente el escenario, los baños, los camerinos, para recibir al interlocutor indispensable, al otro sin quien el teatro no existe.
Era una época distinta en la que, antes del boom de las Iglesias Universales, la realidad del teatro nacional era la de antiguos cines devenidos en escenarios de ocasión: viejos pisos de madera, viejas butacas, iluminación hazla-tu-mismo… y telones raídos.
De allí que era común que el espacio de oscuridad previo a la función se hallase matizado por delicadas líneas de luz que se colaban por mínimos agujeros abiertos en la uniformidad de los telones. Siempre era sencillo localizar uno de esos agujeros, colocado a altura conveniente, y desde allí asomarse al mundo del público.
En veintidós años he visto de todo en los palcos: el océano rojo de butacas del viejo teatro Fénix (activo hasta mediados de la década de los noventa del siglo pasado), salpicado por unos treinta espectadores dispersos por allí, una sala rebosante en el Festival Internacional de Manizales, un público monolítico de cadetes en un asfixiante auditorio en mitad de la península de Santa Elena, una jauría de estudiantes adolescentes que está lista para cualquier cosa excepto para una obra de teatro, una multitud impaciente en la plaza de San Francisco, cinco mil personas, setecientas personas, cien, diez, una, nadie…
Segunda campanada
Es como una presión constante en el estómago, un grito sordo que está pugnando por salir; empieza una hora antes de salir a escena y solo desaparece una vez que tomo aire y enfrento el primer texto del personaje. De allí las cosas suceden tan rápidamente que se diluyen en un estado alerta, de concentración, de interacción con el público. Los minutos previos al inicio de espectáculo son de profunda concentración, buscando cualquier elemento ensayado previamente para ingresar al personaje. A veces basta un gesto, un movimiento, una canción o un recuerdo, para reconstruir la estructura de aquello que uno va a encarnar.
***
Alguna vez, uno de mis maestros me dijo “no puedes entrar a escena si no has perdonado”. Aún sigo tratando de entender esa frase con relación al concepto del “actor santo” de Grotowski: el ingreso a escena, ese momento de exhibicionismo del alma, solo puede ser afrontado desde el convencimiento absoluto de lo que estoy haciendo.
Mientras se acerca el momento, por la cabeza del actor revolotean una enorme cantidad de imágenes, ideas y temores. Se repasa, momento a momento, los textos, las acciones, los espacios y movimientos que se pondrán en juego durante las siguientes horas. Uno siempre descubre un cabo suelto, algo que puede fallar, un pequeño olvido, y no queda otra opción que volver a aquellos elementos que brindan seguridad: cientos de horas de ensayos, el pulir hasta el cansancio los diálogos y los gestos del personaje, la frustración de no hallar lo que se busca y la embriagante felicidad del descubrimiento casi milagroso.
El momento de la vulnerabilidad, el animalito en la mesa de disección: el actor se para en medio de un escenario y se enfrenta a un público que puede contarse por decenas. Se expone allí, exhibe descaradamente su yo más humano. El actor (la actriz) viven entonces ese tiempo suspendido de lo teatral, donde todo cabe, donde las personas que participan en él aceptan como verdadero todo aquello que sucede y donde las emociones quedan a flor de piel. Se produce ese enfrentamiento que también es profundamente racional: la ficción solo será aceptada si es que el personaje que se presenta puede sostener su esencia frente al público, si es que lo convence de su existencia y no deja nada al azar, donde incluso quepa una duda no planificada con anticipación.
En ciertos momentos, la delicada mezcla de elementos se vuelve alquimia y se accede al espacio de lo mágico: la sensación de respirar en conjunto con la audiencia, hacer un silencio y escuchar el vacío de decenas de personas que esperan ansiosas mi siguiente movimiento. Realizar un giro, un pequeño gesto… y percibir que la audiencia retoma la respiración conmigo.
El final de la presentación, como en un espejo, cumple la función inversa: ir dejando de a poco las intensas sensaciones que se fueron desarrollando en escena. Las formas que toma este proceso de salida dependen de las dinámicas generadas con el público: algunas veces simplemente uno se va desvistiendo en la euforia de un trabajo bien realizado, o se arroja a la frustración de una función poco satisfactoria. Recuerdo algunas ocasiones, pocas en verdad, en que me he quedado parado en medio de un teatro, o de una plaza medio vacía, tembloroso, con los ojos llenos de lágrimas, dejando en el lugar todas las emociones intensas del trabajo, para poder retomar la vida, la verdadera, la que queda por fuera de lo teatral.
En mi adolescencia fui un muchacho tímido, demasiado, para quien hablar con otra persona resultaba siempre cuesta arriba. De ahí que, en un primer momento, el escenario se convirtió en un espacio seguro para interactuar con otros. Es ahí donde se me revelaba el doble estado del actor: la intimidad del tablado y la comunión con un colectivo.
Uno sabe que el público está allí, respirando del otro lado de los reflectores, pero no lo ve. Se halla envuelto en la incandescencia de la iluminación, sabiéndose el foco de atención de un grupo de personas que no conoce y a quienes ha decidido mostrar su sensibilidad más íntima.
El momento de la actuación es un instante de contradicción, de intimidad distante, de extroversión insociable, de ficción verdadera.
Me empecé a dar cuenta de esto con el paso de los años, cuando (por ejemplo) me encontraba con compañeros de colegio que no había visto desde la graduación y que comentaban con sorpresa los enormes cambios en mi carácter. O cuando converso con conocidos sobre mi trabajo y sonríen incrédulos cuando comento que aún soy muy introvertido. Porque una cosa es enfrentar una multitud después de dos horas de calentamiento, guarnecido por un personaje, sabiendo que ese momento tendrá un final; y otra muy distinta es interactuar con personas desconocidas en una reunión social donde ya no eres el actor o lo eres de otro tipo.
Tercera campanada
Conozco mis límites: sé qué es lo que no me gusta hacer y en qué espacios no me siento cómodo. Definitivamente, actuar para un grupo de personas que no han aceptado previamente ese pacto de lo ficticio, que están comiendo o bebiendo, que han ido al lugar para otra cosa, es el trabajo que menos disfruto.
Perder la comodidad es un hito y, por tanto, es esa frontera por la que siempre transito cuando necesito probar algo diferente. Para mí, el gran cambio, hace más de once años, fue el dejar los teatros y salir al espacio público.
***
La calle es una gran escuela teatral, porque destruye ese refugio que es el escenario: el actor queda allí, a la misma altura del espectador, en un contexto en el que no se ha dejado en claro la ficción escénica (estar en un teatro, entender que todo es imaginario) y donde todo puede suceder.
Mis compañeros de Quito Eterno y yo hemos tenido que enfrentar varias realidades del Centro Histórico de Quito mientras realizamos nuestros recorridos teatralizados: desde los vivísimos que se paran cinco minutos a escuchar, con sonrisa sardónica, un pedazo azaroso de un texto de dos horas y media para, luego, dar media vuelta y gritar “¡mentiroso!”, mientras se aleja envuelto en su soberbia; hasta la tensión que provoca (a quienes no comprenden la realidad profunda del sector) la irrupción del mendigo alcoholizado que murmura algo incomprensible, intenta pedir algo de dinero y se aleja tranquilo.
Si me preguntan, creo que los espectadores más agresivos son los conductores, por la impunidad que les da el poner su automóvil en marcha, después de haber gritado cualquier tontería.
A pesar de aquello, un complicado juego se lleva a cabo y el escenario se mantiene intacto. Uno puede percibir una distancia entre el actor y sus espectadores que no se rompe aunque se interactúe con mayor intensidad que en un teatro. Solo que este espacio de la ilusión ya no está trazado por las luces, o las tablas; es la palabra, el cuerpo, la vestimenta la que va definiendo la frontera entre la realidad y la imaginación.
Sin embargo, con el tiempo, es inevitable que este juego de espacios comience a fundirse. La persona empieza a dejar de ser para dar paso a la imagen del personaje. Cuando camino por el Centro Histórico mucha gente me saluda: “¡Diablito!”, y es el momento en el que el personaje va ganando corporeidad. El escenario se convierte (como les gustaba imaginar a los dramaturgos barrocos) en el gran Teatro del Mundo.
También, por supuesto, el escenario puede desaparecer. Recuerdo ocasiones en que el espacio de lo sensible se trasladaba al público, desarmándome al punto de perder al personaje y convertirme en un espectador emocionado: una familia que quiso regalar un recorrido teatral sorpresa a su padre (gran amante de Quito), un muchacho al que se le ocurrió pedir la mano de su novia sobre las cúpulas de Santo Domingo…
Mucha gente me pregunta: ¿aún te sientes nervioso antes de empezar la presentación? Y la respuesta sigue siendo sí. Siempre sí. Creo que es una de las cosas que hace que la experiencia teatral sea, para mí, vital: ese salto al vacío donde solo cabe la incertidumbre de lo que el público vaya a proponerme cuando salga a escena. (F)