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El accidentado oficio del editor

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He aquí que una ojeada a la interrogación misma, en el momento en que creíamos alcanzar la meta, nos revela de pronto que estamos rodeados de nada.

Jean Paul Sartre

 

 

Ya casi todos conocen la tormentosa historia que se tejió entre Raymond Carver y Gordon Lish, su editor. Al parecer, el estilo frío y distante, una de las ‘gracias’ de la escritura de Carver, no era sino un artificio ideado por Lish —quien también fue editor de Don DeLillo y Richard Ford—, que se tomó la atribución de suprimir varios pasajes en los relatos del escritor. En algún momento, Carver le exigió a Lish que dejara de publicar sus libros, dados los enormes cambios en los textos. Cuando Carver murió, Lish se encargó de dar a conocer su pequeño aporte a la literatura.

 

Por el contrario, son entrañables las historias entre los Gallimard —Gastón, su fundador, Robert y Antoine— con los autores que editaron en su casa, como Marguerite Duras, Jean Paul Sartre, y algunos latinoamericanos como un joven y desconocido Mario Vargas Llosa. La relación cordial, y de amistad, incluso, existe, puede existir entre el editor y los autores.

 

Pero, después de tantos malentendidos y buenas relaciones, ¿quién es el editor?

 

Si las personas no están ligadas directamente al mundo editorial, es poco probable que sepan quién es el editor y qué hace exactamente. Quizá solo el editor —o editora, en este caso específico, por ejemplo— sepa realmente cuál es su función en el mecanismo de elaborar libros u otros materiales de lectura, como un ser omnisciente que, por supuesto, dado su poder y ubicuidad, hace las veces de dios. Y demonio, según algunos.

 

Habría que hacer una precisión idiomática antes de entrar en materia, en el mismo texto, por así decirlo. En inglés, existen dos vocablos para designar roles distintos dentro del mundo editorial: publisher es quien representa legalmente a una empresa editorial, y que, en buen castellano, es quien posee los medios económicos para publicar a un autor; editor es la persona que realmente trabaja con el texto y mantiene una relación de colaboración directa con el autor.

 

En el mundo hispanoparlante, el editor es, precisamente, quien está al frente de un equipo de trabajo para conseguir que una obra, periodística, académica o literaria, salga a la luz de buena forma.

 

El editor lo hace todo, está en todas partes y, por tanto, requiere de habilidades especiales, pero sobre todo, requiere de una sensibilidad particular a la hora de manejar el lenguaje.

 

Tantos editores existen como temas y tipos de textos. Editores académicos, editores literarios, periodísticos, editores científicos... Y para cada caso hay que calibrar con sumo cuidado el uso del lenguaje, tal como exponía María Cuvi, editora académica, hace unas semanas en una conferencia que reprodujimos en esta revista.

 

Hay diferencia, por supuesto, entre editar una revista cultural y hacerse cargo de publicaciones de una universidad, tal como le tocó a Santiago Vizcaíno, actual director del Centro de Publicaciones de la PUCE.

 

El editor tiene que leer de todo, saber de lenguaje, estar abierto a las propuestas, pero sin dejar de lado la corrección.

 

¿Se puede mediar en este oficio?

 

Coinciden nuestros editores convocados en que el editor debe explorar diversos temas, estar abierto a los estilos y a las lecturas, pero sin perder de vista su misión, es decir, hacer que ese texto, una posible joya en bruto, reluzca, al fin, a los ojos de los lectores.

 

Para Yanko Molina Rueda, editor de La Caracola, quien cumple su oficio “debe ser paciente, meticuloso, incluso puntilloso. Solo las múltiples lecturas en busca de erratas evitarán que estas se multipliquen”.

 

Antonio Correa Losada, editor del Proyecto Editorial del Consejo de la Judicatura, dice que el editor

 

además de la sensibilidad y el conocimiento básico del idioma, debe ser un lector prolijo, abierto. Esto es, que se acerque y tenga un conocimiento amplio de los temas que son la materia del trabajo editorial, y que conozca las corrientes del pensamiento para estimular el interés y la inteligencia. Con estos elementos se convierte en el aliado principal del autor y en apoyo incondicional para el lector.

 

Leer, leer, leer. A toda costa, aunque los ojos sufran con el resplandor de la pantalla. Algunos dirán que hoy en día es más fácil editar en la pantalla de un ordenador por la inmediatez a la hora de corregir, pero la verdad es que solo una persona que está todo el tiempo ‘iluminada’ por el monitor sabe el costo que esto tiene, a nivel físico, y que, por seguridad, siempre es mejor, además, corregir o editar en impreso. Mientras más lecturas, mejor. Leer, leer, leer.

 

El lenguaje, para el editor, se convierte en una obsesión, en una herramienta que puede volverse en contra si no se la maneja con cuidado. Orlando Pérez, director de EL TELÉGRAFO, y editor de quien escribe —y a quien seguramente editará, valga la repetición del verbo, ¡hay que usar el lenguaje con propiedad!—, considera que el editor, como principal habilidad, debe “tener un amplio conocimiento de muchos temas, pero también una capacidad única para entender el lenguaje como la herramienta más expresiva del pensamiento. Y eso, que parece fácil decirlo, implica un entendimiento cabal de la cultura, en su más amplia expresión, para reconocer en el lenguaje todas las posibilidades de la existencia de la especie humana”.

 

Leer, entender, traducir este entendimiento, traducir e interpretar lo que otra persona, el autor, ha querido decir, expresar, es un reto. ¿Cómo editar a un autor sin traspasar la línea, quizá como hizo Lish?

 

Conjugar el lenguaje del autor con el suyo es para el editor, un desafío y, entonces, hay que transitar por el texto con delicadeza, con tino, respetando la forma propia de cada género. Santiago Vizcaíno, en su posición ya no de editor, sino de poeta, dice que en la poesía no se puede mover ni una coma, ni un espacio, pues la poesía es un género tan subjetivo que, generalmente, son los poetas quienes terminan editándose a sí mismos.

 

¿Editor y escritor, al mismo tiempo?

 

La creación de un texto es difícil, pero también lo es el trabajo posterior, cuya única finalidad es entregar a los lectores un texto legible, coherente, artístico —en el caso de la literatura—, que exprese correcta y precisamente el pensamiento del autor.

 

Y es que a veces el propio autor no puede definir qué desea expresar, con claridad. Para eso está el editor, quien se queda un poco en las sombras, ayudándolo, conjugando lo mejor del escritor para que la obra, desnuda, no dependa ya de ningún actor humano y se sostenga por sí misma.

 

El editor debe pensar en el texto, no en el autor, al final, aunque esto suene cruel para los creadores, periodistas y académicos. Por supuesto, en este acto de privilegiar el bien del texto, el editor asume el papel de mediador, y, como antiguamente se decía, “no se puede quedar bien con dios y el diablo”.

 

Los problemas a la hora de editar son muchos, pero hay uno, que específicamente tiene que ver con el autor, con el ímpetu del escritor que desea que su texto, tal cual, vea la luz, sin reparos, sin sugerencias ni objeciones. Para Antonio Correa, este es uno de los mayores dolores de cabeza: “El trato con autores fatuos, por lo general de pocas luces, que consideran que sus textos están escritos en bronce”.

 

Pero hay que contemporizar, siempre: el texto debe sostenerse a sí mismo, quizá tenga méritos para ser publicado, quizá no, pero el autor debe estar consciente de que todo texto debe pasar por otros ojos, frescos, que puedan aportar a la versión final. Aquí debería citar a quien me precedió en la revista, Fausto Rivera Yánez, quien me dio un consejo clave, cuando me pasó la posta de cartóNPiedra: “Si tienes que reescribir un texto, ya no solo editarlo, entonces no vale la pena publicarlo”.

 

El editor no pretende suplantar al autor, así que tampoco tiene que echarse encima la responsabilidad de publicar cualquier cosa que llegue a sus manos, pues podría haber, o no, en el interior del texto la joya que todos esperan.

 

Hay un compromiso del editor con el lenguaje, con la obra, con los lectores y con quienes trabajan con él.

 

Esta posición, por supuesto, coloca al editor en un nivel aislado, de conflicto, porque la manía del lenguaje no es sino la única ayuda con la que cuenta.

 

Es necesaria la precisión, la ‘locura’, la obsesión por el lenguaje, según Orlando Pérez:

 

 

El mayor problema es la mediocridad de los ‘escribientes’ y de los actores sociales, culturales, políticos y económicos para expresarse. Muchas veces una declaración política está cargada de tantos lugares comunes, irreflexivos, que los periodistas, por ejemplo, reproducen sin mayor consideración con los lectores. Y añadiría que otro factor que está en juego en la ‘inglesisación’ de nuestros modos de expresarnos por esa supuesta jerarquía que adquiere hablar en inglés, con sus modismos y hasta neologismos.

 

El español o castellano es un idioma rico e intensamente expresivo y creo que a los editores nos corresponde enriquecerlo para no sostener ese decaimiento al que lo sometemos con lugares comunes y extranjerismos innecesarios.

 

El estilo, argumentan unos, la personalidad, dirán otros, es lo que le da la vida al texto. Así por ejemplo, hoy en día existe una tendencia recurrente de acudir a neologismos y extranjerismos para darle ‘frescura’ al texto, o dotarlo de un ánimo ‘moderno’. Las ideas bien expresadas, en un lenguaje correcto, no caen en desuso. Se actualizan y, a la vez, permanecen.

 

Quizá habría que puntualizar que la relación entre autores y editores no es de superioridad, de uno u otro lado, sino de cooperación. Es decir, la mirada del ‘otro’, su aporte, es lo que revitaliza y potencia un texto, pero esto no significa que el editor sea mejor escritor, sea más sabio, o que tenga superpoderes que lo colocan por encima del autor. El editor pretende, como un organizador nato, como un visionario, atisbar más allá de las mismas posibilidades de la obra.

 

Y esto se da en todos los ámbitos, no solo en el literario. Cada editor, en su área, matizará el lenguaje, tratará de estar en todos los puestos de trabajo al mismo tiempo, para coordinar que el producto final sea perfecto. O casi, que el error es una característica humana.

 

El editor aprende de sus errores, una y otra vez, y debe estar dispuesto a rectificar cuando sea necesario. El accidentado trabajo del editor se aprende día a día, con cada texto y cada voz que llega a una redacción, a una oficina atestada de manuscritos.

 

En otras partes del mundo existe la fortuna de contar con escuelas para editores, pero en nuestro país el oficio del editor se aprende sobre la marcha, con sus errores, por supuesto, y con las ventajas. Quien llega a editor aquí, después de muchos años, es porque ha sobrevivido a mil textos y a autores airados, a lectores insatisfechos y a torturantes faltas de presupuesto. Sin contar con las fechas de cierre...

 

El tiempo, por supuesto, jamás es suficiente para quien tiene que editar un libro, una revista, un periódico. Hay que rehacer, componer, leer, leer, leer, mientras el tiempo pasa, y el texto se resiste, a veces, a que su naturaleza cambie. Entonces, el editor hace uso de recursos del lenguaje, economía del lenguaje, de prestidigitación, casi.

 

Al final, cuando ya la obra está publicada, el artículo es de dominio general, quien suele llevarse los vítores es el autor, en caso de que el escrito, guste, por supuesto. Si algo sale mal, seguramente fue culpa del editor que pasó por alto este o aquel detalle, por haber permitido, siquiera, que el autor se acercara a cualquier herramienta de escritura.

 

Quizá la justicia no encaje en el mundo de las letras.

 

El trabajo de editor, muchas veces, acarrea más dolores de cabeza que satisfacciones. Pero los buenos textos, limpios, claros, bellos, los que por su sencillez, quizá, no son apreciados al final del día —o la noche, el editor duerme poco—, son los que construyen una cadena de alegrías, de la conciencia tranquila frente al trabajo bien hecho.

 

Puede ser que el autor disfrute de la fama mientras el editor espera pacientemente, en las sombras, el siguiente texto, pero en el fondo sabe, claro que sí, que quien ha propiciado esa alegría fue una especie de conciencia.

 

Una voz interior que, en buen español, se hace llamar editor, o editora, en este caso.

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