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Dudú siempre entrañable

Foto: Eugenio Mazzinghi. Tomada de http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2012/04/galeano.html
Foto: Eugenio Mazzinghi. Tomada de http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/2012/04/galeano.html
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Quito, 15 de abril de 2015

 

Dudú siempre entrañable:

 

“Miente la muerte cuando dice que Juan Gelman ya no está”, escribiste hace poco más de un año cuando a él se le ocurrió dejarnos huérfanos de sus ojos tristes, de su sonrisa-pese-a-todo, de esa presencia (física) siempre enriquecedora. Ahora me sucede exactamente lo mismo con vos.

Vuelve a mentirme la parca, como si no fuera cierto aquello de que “él sigue vivo en todos los que lo quisimos, en todos los que lo leímos, en todos los que en su voz hemos escuchado nuestros más profundos adentros”.

Cuando se nos murió Pedro Saad —ese dragón hermano tuyo con el que además de muchas otras cosas compartías signo en el horóscopo chino, tú del 3 de septiembre, él del 16 del mismo mes, nacidos ambos en 1940— te escribí quebrada para anunciarte esa otra orfandad. Te pregunté si vos sabías cómo se hace para que esos dolores duelan menos y me respondiste: “no hay remedio, y sospecho que nunca lo habrá, la memoria guardará lo que valga la pena: ella usa un colador infalible”.

Tienes razón, Edú. Y en tu caso y por tu culpa el cedazo es generoso justamente por infalible.

Mi memoria guarda tantas, tantísimas cosas que valen la pena, que acaso ningún tiempo alcance para contártelas.

Por ejemplo, cuando se puso de moda hablar del “fin de las utopías” para intentar quebrarnos las nuestras, tú nos recordaste para qué sirve la utopía, esa gran señora que vive en el horizonte y de la que nos diste fe: “Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos más. Camino diez pazos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine nunca la voy a alcanzar. ¿Para qué sirve la utopía? Sirve para eso: para caminar”. Acaso por eso mismo hoy un diario valenciano titulaba su crónica a propósito de tu viaje ¿al horizonte? como ‘La utopía llora a Eduardo Galeano’.

Cuando el año pasado dijiste en Brasilia que no volverías a leer Las venas abiertas de América Latina y nos dejaste desconcertados a muchos. Algunos vociferaron contra tus cuestionamientos de la izquierda tradicional, más precisamente del lenguaje de esa izquierda, que no es sino la expresión de cómo piensan quienes se niegan a entender que, como decías, “las cosas han cambiado, la realidad ha cambiado”.

Muchas de las críticas a esos cuestionamientos provinieron precisamente de esa izquierda tradicional, mientras los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano —ese título que remitía desembozadamente a Las venas…— se regodeaban porque, más o menos, el enfant terrible finalmente había aprendido la lección. Te envié entonces algo de esa vocinglería que había aparecido en las muy útiles pero también muy temibles redes sociales. “No hagas caso, alejandra querida. basura sobra. vuelan abrazos”, me escribiste. Y poco después Rubén Blades hizo público —por cierto también en las redes— ese artículo suyo en que comentaba tus declaraciones y la “ya tradicional alharaca de la izquierda dogmática”, y esperaba que tus comentarios provocaran una discusión honesta que “permita el examen crítico y objetivo del estado actual de la izquierda en Latinoamérica”.

Y entonces, a propósito del lenguaje, recordé una conversación que tuvimos en la revista Nueva, esa que de milagro hacíamos sobrevivir con mi madre en Quito. Me decías entonces que aspirabas a que nuestro lenguaje fuera tan seductor que, puesto que a los ya convencidos no había que convencer de nada, pudiera seducir a los que estaban dudando, pero ser tan, tan más seductor que lograra seducir a los que piensan lo contrario que nosotros.

Pero hay otras cosas que el colador infalible me deja en la memoria. Por ejemplo, tu pasión por el fútbol, “la única religión que no tiene ateos”, tu certeza de que “en Uruguay cuando salimos de entre las piernas de las madres nacemos gritando gol” y por eso las maternidades son tan bulliciosas. Practicante como soy de esa religión, también el hijo mío, Adrián, nació gritando gol en pleno mundial de 1986 y habría querido ser futbolista. Fíjate como son las cosas, fue él quien me anunció que te habías ido al “otro barrio”, como diría Blades. Y hoy, por haberte ido, te perdiste el triunfo de nuestro Barça sobre el Paris Saint-Germain en el Parc des Princes (primer partido que veo sintigo en la distancia). Pero tu paisano Suárez se encargó de rendirte homenaje con su doblete, que habrás festejado, no me cabe la menor duda, Edú, desde alguna cancha de por ese otro barrio.

En ese cedazo tupido que tiene mi memoria, hacen fila todos esos recuerdos, que vuelven a pasar por el corazón (fuiste vos mismo quien nos recordó, y valga la redundancia, que “recordar” viene del latín “re-cordis”: volver a pasar por el corazón). 

Y a propósito de las cosas pequeñas que pueden cambiar el mundo, cómo no van a valer la pena la Pepa Lumpen y el Sánchez, a quienes conocí en Calella. La Pepa, rescatada por ti y por Helena para salvarla de alguna posible perramenta acechadora y peligrosa. El Sánchez, la tortuga diminuta de nombre extraño (“¡¿Acaso no tiene cara de llamarse Sánchez?!”. Accedí, claro, ¡cómo no!). Y el rito era enternecedor: el pedacito de lechuga que merecía el Sánchez y al que le costaba su poquito llegar, era retirado por la Pepa dos pasos más allá, diez pasos más allá para forzarle a caminar. Como lo de la utopía, ¿no?

Recuerdo que la Pepa volvió del exilio con ustedes a Montevideo. El Sánchez se quedó en Calella pero, eso sí, con una familia Sánchez que ustedes se empeñaron en encontrar y que decidió adoptarlo, a pedido expreso, para mitigarle la nostalgia.

Por ahí recuerdo también tu irremediable e irrefrenable amor por los chanchitos (que hacen parte de tu firma ataviados de una flor en la boca). Nunca quise constatar si era verdad aquello de que las chanchitas paren de pie y que sus crías se bajan de ellas “como de un autobús, ordenaditas y en fila”.

Si fuera creyente, mi Eduardo de siempre —y hoy quisiera serlo, te juro, para estar convencida de que los buenos se van al cielo—, me diría que el cielo debe andar de fiesta con tu llegada.

Además, muchos son los buenos que se nos han ido en muy poco tiempo. De seguro te recibirán con los brazos más que abiertos como los tuvieron mientras en este barrio, el de la Tierra, andabas haciendo la permanente travesura de contarnos la historia de otro modo para convencernos de que otro mundo es posible y de ver el universo, como los niños, “por el ojo de la cerradura”, es decir, con su capacidad de asombro, para no perder ese aliento que tú tuviste siempre, pero, eso sí, luego de pasar por el desaliento, como también nos enseñaste a entenderlo.

¿Viste por qué te digo que miente la muerte cuando dice que ya no estás?

Vuelan los abrazos de siempre.

Alejandra

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