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Música

“Destrucción”, de V8: una sinfonía motorizada

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Hay conciertos inolvidables. El 4 de junio de 2005, los cinco músicos argentinos que entonces integraban Horcas llegaron a Quito, se tomaron unas cervezas con sus seguidores, se subieron al escenario de un teatro que ya no existe y tocaron una versión de la que seguramente es la canción del heavy metal en español que más veces ha sido interpretada: ‘Destrucción’, de V8.

Si de metal pesado se trata, la asistencia no tiene que ser multitudinaria para que una presentación se quede grabada en la memoria (esa noche no había más de 200 personas), tampoco es condición que haya un gran despliegue técnico sobre el escenario (bastaron unos amplificadores que apenas sonaban) y, a veces —cada vez con menos frecuencia—, la cosa suele terminar en desastre sonoro: hace más de una década, en el antiguo Cine República, una de las canciones más emblemáticas del rock de Latinoamérica se escuchó entre advertencias de que el concierto iba a suspenderse y varios apagones aparecieron como interludio forzado y, luego, como final.

Destrucción’ hizo que Walter Meza, el cantante de Horcas, saltara del escenario, sobre las cabezas de quienes coreaban aquello de: “Se siente en el aire/ la fuerte tensión,/ es la imponente furia de mi motor./ Arrasará con todos/ y también con vos/ que morirás llorando por blando que sos”. Aquella noche es tan memorable como el zumbido de una máquina que no se rinde. Es que el ‘himno del metal argentino’ contiene —desde su grabación, en el disco Luchando por el metal, de 1983— un rugido de motor.

El bajista de V8, Ricardio Iorio, quería encender las ocho válvulas de un auto para inmortalizarlas al inicio de su debut discográfico, pero lo más parecido que encontró ante las prisas de la grabación fue un Torino, que echó a andar a la vuelta del estudio del sello Umbral, propiedad de los fabricantes de cintas Audio Magnética. Tras la batería estaba Gustavo Rowek, quien toma con humor la anécdota de Horcas, 32 años después de haber compuesto ‘Destrucción’.

Vienes por primera vez a Ecuador, luego de haber fundado Rata Blanca, Nativo y, ahora, Rowek —y te acompaña Sergio Berdichevsky, guitarrista de los tres grupos mencionados—, cuéntame, ¿de qué forma surgió el rugido inicial, el de V8?

GUSTAVO: Fue quizás el único momento que laburé en mi vida (sonríe). Empezó en el instante en que se pudre todo en casa: me dijeron: “¡Andá a laburar o te vas!” y caí en una fábrica de colada de plástico. Hacía cucharitas y me cagaba quemándome los dedos. Lo hacía todo mal, no lo podía creer. Gracias a esa desgracia nació ‘Destrucción’; yo rompía los embudos, el material se caía al piso y me prohibían gritarles a las máquinas cuando venía el gerente, a quien le agradecí estrechándole la mano cuando me dijo: “lamentablemente vamos a tener que hacer una reducción de personal y lo vamos a tener que echar”. Duré veintiún días en ese laburo y le dije a ese chabón: “Usted no sabe el bien que me está haciendo, se lo agradezco”. Después, en quince minutos, salió la letra del tema y la melodía. Es increíble cómo, luego, llega una canción a la gente.

SERGIO: Eso pasó hace 35 años y él recuerda el dato de los veintiún días o los minutos. Ahora parece que no podés ser músico de rock en español si alguna vez no tocás ‘Destrucción’. Parece mentira pero es así.

Entonces, en los ochenta, en su país, ¿‘no los dejaban pensar’, como dice esa letra?

GUSTAVO: Sí. Tenía que ver con el momento en que vivíamos. La canción la hice durante la dictadura, pero llegué a casa enfiestado, aunque me echaran. La canción fue elegida para empezar un disco de V8, éramos pibes sin envidia y eso era lo bueno. La banda está firmada por los cuatro (Rowek, Iorio, el guitarrista Osvaldo Civile y el cantante Alberto Zamarbide), que nos poníamos de acuerdo.

A-Dios-bendita-gracia, hoy los músicos no tienen que soportar golpes militares, como los soportamos nosotros, esa dictadura tan sangrienta. Todo lo que aportó la democracia marca la diferencia y, por otra parte, las crisis te vuelven más fuerte. Todos los tipos que salimos de esa generación somos muy curtidos en la calle, en la vida y así fue que hicimos nuestras bandas, y perduraron.

SERGIO: De todas formas, Gustavo llegó a la casa desempleado y lo echaron de una patada en el culo (ríe). Eran tiempos distintos. El ritmo del mundo marca la diferencia. No sé si antes era peor, y la comunicación... por ejemplo, ahora el disco, que está desapareciendo, es casi una herramienta de publicidad y antes era un objeto de arte, elevado. Hoy hay más acceso, y eso está buenísimo.

El guitarrista Osvaldo Civile (1958-1999) fundó Horcas —que destacó en el thrash metal— durante un viaje a Brasil que los incluyó. ¿Cómo asimilaron su muerte?

GUSTAVO: Fue muy duro. Una semana antes yo había estado con él, con un disquito de Nativo (Consumo) y lo vi muy deteriorado. Osvaldito estaba un poco muerto en vida durante sus últimos años. Hay una foto casi premonitoria de lo que le pasó a este amigo de toda la vida, compañero de la ruta. Lo tomamos muy mal y no me interesaba saber qué fue lo que le pasó. Solo repito que Osvaldito no estaba bien.

SERGIO: Lo vivimos muy de cerca. Durante una gira, Horcas estaba con Christian Bertoncelli (cantante de 1994 a 1996) y compartimos la presentación del disco Vence. Yo iba adonde ellos fueran, adonde sea y, después, nunca se supo lo que pasó.

Se ha dicho que en esa época querían escapar de la locura, del exceso y de las drogas. ‘Beto’ Zamarbide ha admitido incluso que por ello se acercó a la religión...

GUSTAVO: Cada uno elige su medio de salvación y, si te salvás, a mí me parece bien lo que elijan. Cuando en V8 se volcaron hacia el evangelismo, ahí dijimos, con Osvaldito: “Yo me voy de aquí, mamá” (bromea). Yo busqué otro medio, simplemente. Cuando nos dijeron: “No pueden hacer más nada porque si no se mueren”, elegimos vivir.

Somos de la generación esa del ‘sexo, drogas y rock and roll’ pero no lo recordamos con nostalgia, la mínima, porque, en un momento de mi vida, tocar era lo de menos. Lo máximo era el antes y el después. Pero, ahora, no veo el momento de subirme al escenario, que es cuando todo cobra sentido. ¡Gané por donde lo miren! Los mejores momentos fueron cuando empezábamos las bandas, cuando éramos todos para uno y uno para todos, esa unidad.

SERGIO: Salimos del exceso por voluntad. “¿Vida o muerte?”, nos dijeron. “Vida”, respondimos. La entendimos claro. Salimos con la ayuda de amigos, de la familia que te acompaña, pero no de la Iglesia, una institución que, bueno, me reservo lo que pienso... Igual, ¡lo que vivimos estuvo bárbaro!

Alguna vez definiste a Rata Blanca como “los cuatro pibes del bajo Flores que querían conquistar el mundo”, ¿de qué manera alcanzaron ese objetivo?

GUSTAVO: Fue una alegría increíble, Rata me agarró con 23 años, estaba en la gloria. Vi esto, una vez, en la avenida Cabildo, del barrio Belgrano, una llena de disqueras y por la que estaba paseando con mi chica. Entonces doblé en la esquina y escuché ‘Mujer amante’, era la primera vez que estaban tocando un tema nuestro en una de esas tiendas y nos abrazamos pero, a dos cuadras, escuchamos también ‘La Leyenda del hada y el mago’. De un día para el otro me di cuenta que la banda había explotado y, un poco antes, habíamos hecho el primer disco y lo presentamos en el teatro Alfil de la calle Corrientes, en diciembre de 1988, contra todo pronóstico porque antes del verano nadie da bola a los discos y tuvimos que hacer dos funciones por tanta gente que fue. La ‘calle que nunca duerme’, de cuatro carriles, y que desemboca en el Obelisco de Buenos Aires quedó cortada por Rata Blanca. Ahí me di cuenta de que la banda estaba entrando en lugares por donde no había entrado una banda de metal.

Ustedes pasaron de hacer música muy frontal y dura —como la de Motörhead en WC o V8— a incorporar música clásica —al estilo de Deep Purple en Rata Blanca—, ¿se cuestionaron ese giro alguna vez?

GUSTAVO: Yo soy un tipo que escucha infinitamente más música que la que toca, entonces no me cuestioné. Di el salto. Cuando hicimos Nativo, que es la banda posterior a Rata, nos permitimos hacer un disco ultrapesado, con tiempos irregulares, y otro que tenía mucho de Los Beatles o Foo Fighters. Siempre pensé en darme los gustos musicales en vida. Siempre pensé primero en mi, la verdad. Los estados que viví los reflejé en la música. A veces la gente acompañó más que en otros tiempos, pero siempre hicimos lo que nos dio la gana. Hicimos lo que decía nuestro instinto musical y pasó lo que pasó.

SERGIO: Fue natural y se debe a los referentes. Motörhead fue una banda que me gustó mucho, después Judas Priest y, antes, el blues de Eric Clapton pero escuchamos mucha música, desde Rush hasta Randy Rhoads, que cuando salió se convirtió en el guitarrista con quien más me identifiqué después de Jimi Hendrix. Ellos marcaron una escuela para mí, como las que marcaron Brian May, Ritchie Blackmore o Tony Iommi. Siempre nos gustó mucho Black Sabbath, somos resabbatheros.

En plena dictadura militar, fines de los setenta quizá, no había lugares de reunión para los rockeros, era muy dificil juntarse para tocar. Había mucha policía pero en un cine del centro, el Lara, en la avenida de Mayo, daban los sábados una película de Led Zappelin, The Song Remains the Same (Peter Clifton y Joe Massot, 1976). Era como un mito: ir a un cine en el que se podía fumar, donde nos veíamos las caras siendo tipos raros, extraños, que no se veían así nomás...

GUSTAVO: Pero el rock surgió en otros lugares: el oeste de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, era muy rockero; o Flores y Chacarita, que aportaron bandas.

En 1996 se grabó un concierto en el Estadio Obras que fue el Homenaje a V8. Entonces, Gustavo, ¿tú, Beto, Osvaldo y Miguel Roldán —guitarrista de Logos, quien tocó el bajo en esa gira— le preguntaron a Ricardo Iorio —fundador de V8— si quería participar en el disco?

GUSTAVO: Claro. Pero, como digo siempre, está lo que uno dice para la tribuna y lo que pasa entre nosotros. Ricardo fue muy claro: me dijo que había quedado un poco prisionero de sus palabras, de lo que había dicho y que no debía formar parte, simplemente.

Homenaje nació con una gira por Argentina, que tuvo más o menos cuarenta días de duración. Fue una reunión que empezó en un show de Logos, cuando Beto nos invitó a tocar a Osvaldo (Civile) y a mí. Luego pasó a Cemento y terminó en Obras.

Hubo otra gran variación en su estilo: entre Rata Blanca y Nativo, en 1998...

SERGIO: Fueron cambios musicales en que nos acompañamos y que marcan géneros porque sosmos muy amigos. En los noventa oímos bandas como Faith No More o Nirvana y estábamos tocando otra cosa. Por eso los cuatro discos de Nativo son muy distintos (entre sí). Empezamos con un estilo muy rebuscado, violento y potente y terminamos con un rock tipo Oasis. El momento en que nos encuentra ahora Rowek tiene un poquito de todo eso más el desenfado que puede tener el resto de músicos de la banda (el guitarrista Guillermo Piazzo, Ezequiel Palleiro al bajo y Nicolás Vicente cantando). Son jóvenes, buenos músicos y con gran entusiasmo. Tienen una libertad musical que se refleja en el disco debut, Grita, que tiene un aire a Black Sabbath que, en otro disco, se convertirá en un stonner-progresivo, de ambientes aún más oscuros.

GUSTAVO: Pasa, generalmente, que cuando el disco le gusta a la gente, no le gusta a la prensa; y al revés: las críticas buenas del disco nos pueden costar mucho en la gente. Siempre hicimos lo que nos gustó, incluso discos repesados, como los de Rowek.

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