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Del asesinato como una de las formas del amor

Suele escucharse en boca del amante una declaración siempre ostentosa: por ti, corazón mío, moriría de amor. Aunque la frase puede tener sus variantes lingüísticas, o los matices que dictamina la cultura o la experiencia personal, en los segundos postreros, apacibles y empalagosos que devienen a la batalla del amor, el amante ratifica su condición al afirmar que ante la escena dolorosa de la partida o la desaparición, él o ella, no podría soportar el vacío existencial de una vida a la que se le ha quitado su otra mitad, el aire que le permite inflar sanamente los pulmones, la mano que le acompaña a caminar, mansa y tiernamente, cursi, hacia el ocaso de la vida.

 

No obstante, ese amante aferrado al otro cuerpo que, no siendo suyo, creer poseer por la fuerza de la pasión o la necesidad de sortear las vicisitudes de la soledad o los acuerdos monetarios de la pareja, no suele pensar o peor aún proclamar a los cuatro vientos: por ti, corazón mío, hasta te asesinaría de amor.

 

Esa declaración —que mal podría entenderse como una de las afirmaciones propias de la crónica roja, que aparecen en sus primeras planas, en las que el marido celoso asesina a su esposa al sospechar una presunta infidelidad con el vecino galante— puede aparecer en algunas de las experiencias cinematográficas de reciente data. El amor y la condición de entrega que se encuentran en la vida diaria —ese trabajo continuo y permanente, proletario, tal como lo concebía Erich Fromm— no puede aceptar la aniquilación del amado, de la amada, a la que se convierte en objeto de protección. Ya no un sujeto que actúa por sus propios fueros, sino un objeto desposeído, infantil, que requiere dejar el campo del sacrificio para desplazarse a un estado de redención, de felicidad, aunque estos supongan la muerte.

 

Esta forma del amor, el asesinato planificado, consciente y estético —como Thomas de Quincey postulaba cuando establecía la proximidad entre el artista y el asesino, entre el relato y la acción misma de despojar de la vida al otro— resultan una forma narrativa que explora esa línea invisible, liminal, explosiva.

 

Estas ideas me han surgido a propósito de mirar la película Amor (2012) dirigida por el siempre sorprendente cineasta Michael Haneke. Confieso, con un dejo de vergüenza, que me resistía a mirarla por una suerte de prejuicio: en general desprecio las historias —literarias, teatrales, cinematográficas— en las que el artista construye su obra a partir de un programa melodramático, conmiserativo, falsamente judeocristiano. Los niños, los pobres, las prostitutas, los viejos, suelen tratarse desde esa mirada contaminada por la culpa, y el acto de la creación artística esa culpa se encarna en falsas declaraciones programáticas.

 

“Anne pierde el habla, balbucea
frases incoherentes y se pierde en los pasajes nebulosos de su infancia (...)”.
Sin embargo, al mirar las primeras secuencias de la película ganadora de la Palma de Oro en Cannes, 2012, se hace evidente que Haneke busca naturalizar el amor y la vejez, los espacios limítrofes entre ese amor y la pérdida de la condición humana, digna, y lo hace a partir de un juego de sentidos dramáticos cuya tensión radica, precisamente, en otorgar a la pareja de ancianos un espacio de legitimidad discursiva. Por ello, la casa —y luego, la cocina, el baño, la habitación— resulta el territorio primordial, el único lugar seguro para que ese amor soporte el sinsentido de la propia vida, y la única solución posible.

 

La historia cuenta la vida de una pareja de esposos. Ella, Anne, una ex profesora de piano, jubilada y parca y él, Georges, su marido, también ex profesor de piano. La película comienza cuando los bomberos ingresan a un departamento en París y encuentran detrás de una habitación sellada a una anciana vestida de negro acostada sobre la cama. Entonces, con el vértigo de una historia que está por comenzar, la película se traslada al pasado: Una mañana mientras la pareja toma el desayuno, Anne sufre un ataque catatónico que la llevará, posteriormente, a una operación. Al quedar postrada a una silla de ruedas, la mujer empieza a despreciar la vida. Aparecen en escena Eva, su hija, y un joven pianista que ha sido alumno de Anne. La historia se desarrolla a partir de los cuidados que el marido brinda a su esposa, condenada a la cama, hasta que ella —una tarde lluviosa mientras el marido acude al funeral de un amigo— intenta lanzarse a la calle a través de la ventana. Las cosas se ponen cada día peor. La hija exige que su madre sea hospitalizada, pero su padre se niega, pues ha prometido a su esposa que nunca más la llevará al hospital. Anne pierde el habla, balbucea frases incoherentes y se pierde en los pasajes nebulosos de su infancia, mientras se queja de dolor. En la secuencia crucial, Georges relata a su esposa una historia de la infancia en el que aparecen flores y estrellas, y sin más, asfixia a su esposa con uno de los almohadones. Luego, sella la habitación. Al día siguiente, escucha los sonidos habituales que se producen en la cocina y descubre, con estupor, a su esposa mientras lava los platos. Los dos salen del departamento. En la secuencia final, Eva recorre las habitaciones vacías del departamento de sus padres.

 

Hay un tono festivo en el acto mismo del asesinato, como si la muerte de Anne supusiese la única solución al drama de una vida que ha perdido el reducto íntimo de la dignidad: el cuerpo. Es el cuerpo el que, en tanto morada de la humanidad y el espíritu, permite concebirse como un ser humano íntegro. Cuando este se desvanece, lenta, horrendamente, ante los propios males que laten dentro de él, ya nada queda. Por ello, el asesinato se configura como el acto supremo del amor. No hay doctrinas del deber ser, políticas del cuerpo o trasfondos filosóficos, sino el simple hecho de concluir el tránsito vital, natural, plausible. En ese instante epifánico, no exento de dolor, George se convierte en el amante amoroso que toma las riendas del destino. No como un dios, sino como el compañero al que la propia vida le designa la tarea final. En la guerra como en el amor, las reglas del juego están marcadas. El soldado que sobrevive a la tragedia debe evitar que sus compañeros mutilados, apenas conscientes, se desangren y, por eso mismo, tiene la noble tarea de evitar la prolongación del sufrimiento. De la misma manera el amante, debe, en un momento de lucidez, depositar todas las fuerzas de su amor para sortear la prueba final que el mismo amor le pone en el camino. Al final los dos —amante y amada, salvador y víctima— se juntan en la metáfora del desprendimiento. Los dos —Anne y George— salen a la calle, que es una forma de salir a la muerte, y, al mismo tiempo, en la paradoja de la diseminación de sentidos y símbolos que propone Haneke, de huir de la propia muerte que los acorrala en los últimos instantes de la vida.

 

“Betty no solamente encarna la belleza desafiante de una sexualidad libre, sino también la convicción del artista”.El sujeto se constituye como tal en relación con el otro, dice Lacan, y en ese juego de dualidades construyen su identidad, como en la película Amor, o como en un clásico del cine erótico, BettyBlue (1986) en la que el cineasta Jean-Jacques Beineix explora también ese espacio conflictivo en que el amor debe resolverse a partir del asesinato del otro. En esta película se cuenta la historia de Betty y Zorg. Ella, una ex camarera que ha huido de su trabajo ante los acosos de su jefe. Él, un trotamundos que se desempeña como hombre de mantenimiento en unas cabañas de la costa sur de Francia. Cuando la historia comienza los dos —jóvenes y hermosos— se hallan viviendo la plenitud de una vida sexual intensa, así como de una cotidianidad descomplicada y ligera. En un momento, Betty descubre que Zorg es un escritor frustrado, y mientras lee cientos de cuartillas escritas a mano, decide que estas deberán ser reescritas en máquina de escribir. Ella se ofrece a tamaña tarea a pesar de que nunca en su vida ha tipeado sobre las teclas. En medio de esta tarea, los dos deben escapar del bungalow donde se hospedan después de que Betty lo incendia, en un ataque neurótico, luego de que Zorg soporta las humillaciones de su jefe. Ese es el primer indicio del universo tormentoso que habita en Betty. Ya en París, entre el frenesí de la fiesta, los amigos y las grandes comilonas, Betty da nuevas muestras de su psiquis conflictiva. Ya terminada la transcripción de la novela, decide enviarla a varios editores que, a los pocos días, rechazan el manuscrito. Zorg oculta las cartas de negación. En una de las secuencias de mayor fuerza dramática, Betty descubre una de las cartas, y le pide a Zorg que la acompañe a hablar con el editor que la ha escrito, y al tenerlo en frente, en su departamento, lo agrede, termina en la cárcel, pero logra salir. Los dos amantes tomados de la mano viajan a un pueblo cercano y trabajan en una tienda de pianos, propiedad de un amigo de Zorg. Poco a poco, los ataques de Betty recrudecen, y en una de las secuencias finales, al descubrir que no puede quedar embarazada, se clava una tijera en uno de los ojos. En el hospital, demacrada y ausente, desprovista de la belleza salvaje, mira a Zorg con los últimos arrestos de cordura. Más tarde, Zorg, torpemente disfrazado de mujer, se escabulle entre los pasillos del hospital y asfixia a Betty con una almohada. Otra vez, como George, encuentra en la almohada la única posibilidad de terminar con el sufrimiento de la amada.

 

Betty no solamente encarna la belleza desafiante de una sexualidad libre, sino también la convicción del artista. Ella, más que el propio Zorg, asume la vida como si fuese una novela, con quiebres dramáticos, atmósferas conmovedoras y diálogos delirantes. Por ello, su paulatina e irreversible destrucción, constituye el propio tormento de la creación del arte. Ese camino al fracaso, tal como pensaba Oscar Wilde, y que, por la fuerza y el ímpetu del artista que no se rinde frente al mundo, debe sobrevivir. Ante el fracaso —a pesar de que en una de las secuencias finales, Zorg recibe la aceptación de una editorial: un triunfo que Betty ya no podrá disfrutar— que es, además, la devastación de la belleza, a Zorg no le resta más que cumplir la tarea que el amor le ha impuesto: asesinar a su amante, como una forma de ratificar el compromiso del amor. Libre ella de sí misma, y de los huracanes que martirizan su espíritu, puede, por fin, descansar. Nunca tan certera la frase consabida del funeral: “Descanse en paz, Betty Blue”.

 

El martirio que supone un cuerpo condenado a su propio exilio se manifiesta también en la película Mar adentro (2004) de Alejandro Amenábar. En esta historia se plantea el drama de un tetrapléjico, Ramón Sampedro, condenado a una cama y a una ventana a través de la cual puede recordar, quizás intuir todavía los matices cromáticos, los olores y las cadencias del mar: el mar es la fuente de vida y la tumba de Ramón. Muchos años antes —ahora Ramón es un hombre de mediana edad, calvo, furioso, aunque tierno y melancólico— ese mismo mar que le permite viajar por el mundo, ahora le postra para siempre. Entonces, Ramón —joven, bronceado y de espesa cabellera al viento, viajero irredento— se lanza al aire, dibujando un clavado perfecto pero que, dado el azar y los axiomas del fátum, será su último vuelo. En el presente, decidido a ganar un juicio para que se le permita implementar la eutanasia en su propio cuerpo, conoce a Julia, una abogada decidida a apoyarle en su lucha, pero que sufre sus propios tormentos, y luego a Rosa, una humilde mujer del pueblo que buscará a como dé lugar iluminar los oscuros pasajes en los que Ramón habita. Para Rosa la vida es hermosa y hay que vivirla. Las dos féminas, quizás con un dejo de excesiva y empalagosa sensibilidad, terminan por sucumbir al encanto de Ramón. Julia —ante la negativa de los tribunales por aceptar la demanda de Sampedro— decide ayudar a que Ramón pueda hacer uso de su máximo deseo: la muerte, pero dado que padece Cadasil (una extraña enfermedad que se expresa, entre otros síntomas, con una serie de infartos) termina por perderse en una apacible nube enajenante. Entonces, cuando parece todo perdido Rosa —que, poco a poco, ha aceptado los argumentos de Ramón­–, como una forma de demostrar el verdadero amor que siente por él, decide ayudarle. Finalmente, Sampedro puede terminar su martirio. En el clímax de la película, acostado en una cama que no es la suya (se ha despedido para siempre de su familia: su hosco hermano y su esposa, y su ingenuo sobrino con quienes ha compartido la vida campestre de La Coruña en España), frente a una cámara de video que registra sus últimos minutos de vida: explica sus razones, exculpa a quienes le han ayudado y bebe el coctel que le permitirá morir.

 

Aunque en este film, el tema de fondo es la eutanasia y la soberanía del propio cuerpo, también en el amor se encuentra una de las líneas de soporte dramático. Rosa, finalmente, es la única que puede ayudar a que Ramón consiga su objetivo. En ese acto, ella asume la misión que la vida le pone en tanto amada. No una amada de carne y hueso, pues nunca ha tenido —dada la condición de Sampedro— más que charlas amistosas, frenéticas o reconciliadoras. Junto a la cama, con su hijo cerca, o afeitando a Ramón, o celándolo con Julia, Rosa se constituye en la heroína. Y aunque, a diferencia de George o Zorg no serán sus propias manos las que terminen con la vida del otro amado, ella, metafóricamente, también se convierte en las manos de Ramón. Ella será la que determine que el momento ha llegado. Su palabra será la última.

 

La humilde mujer —madre separada y en paro laboral— asumirá con naturalidad lo que debe hacer. Quizás el logro del film, desde el punto de vista de su verosimilitud, ha sido depositar la responsabilidad en una mujer del pueblo, que, en efecto, naturaliza la planificación de la muerte, la auto eutanasia, el suicidio, de Sampedro. Ella no tiene nada que perder: su amor cobija sus decisiones. Si tu paz, requiere que te ayude a morir, pues venga, parece decir Rosa, al tiempo que los paisajes nublados de La Coruña se abrazan con el mar.

 

En la última secuencia, epílogo del drama, la voz de Ramón recita uno de sus poemas mientras la cámara se desplaza por un mar luminoso, vivo y cimbreante. Otra vez el mar: principio y fin de la vida.

 

Asesinar, como una de las formas del amor, ratifica la condición del amante y la amada, el amado: el acto de entrega, en la esfera de la dualidad del sujeto que se asigna como tal en la mirada del otro, supone siempre el desprendimiento, no la sujeción eterna, o la vida como un corsé de protección del propio amor. Tampoco la necesidad de una proximidad que ratifica la subordinación del sentimiento, no la razón. El amor no es la codicia que lleva al amante a apropiarse del cuerpo de la amada como un conquistador imperial. Ni siquiera el frenesí, todavía chispeante, que se manifiesta en los adarmes de la vida cotidiana, postrera, inaudita, durante años y años. Si algo es el amor, en el mundo de la ficción cinematográfica y los breves aleteos que esta añade a la vida, es el acto del desprendimiento: te amo tanto, querida, que te asesinaría de amor, si con eso logras la paz, diría el personaje.

 

De lo contrario, no es amor.

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