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Especial
Con la esperanza puesta en la derrota
No sé si en el principio fue el verbo, el sustantivo o cualquier otro vocablo. Sé que fue la palabra, por sobre todo, y que hasta hoy seguimos tan sujetos a ella que es imposible desligarnos a su influjo, del Logos entendido como absoluto, del lenguaje omnipotente. Bah, estoy empezando a sonar como Horacio, llevamos muchos años juntos, he leído una y otra vez su perorata sobre el Logos, sobre el kibbutz, presencié varias veces su descenso a un Inframundo a la medida, su voluntad de juego, su heroica trayectoria buscando la derrota, el amor… Pero el amor, esa palabra…
Y es que después de algunos años entiendo, de cierta forma, el acto de renuncia, las ganas de desentenderse de lo aprehendido para llegar a un centro que no hemos sino entrevisto a lo largo de la corta o larga vida, el centro en que uno no necesita entender, solamente saber, de alguna forma que se acerque a la completud, a la ósmosis, saber, sin retórica ni explicación de por medio. Saber y punto.
Se cumplieron 100 años del nacimiento de Julio Cortázar. No sé, entonces, si esto que escribo ahora es un homenaje, una réplica o una palmada en la espalda para el autor, el narrador, el hombre: te entiendo, si eso es posible, de alguna forma, con la esperanza de que en realidad no suceda así, con la esperanza puesta en la derrota frente al lenguaje.
Vamos por partes, pues, desde el principio, sea este verbo o sustantivo (sin alusiones, por favor, a esa horrenda canción de cierto autor centroamericano). Entonces: escribir y leer, ambos, son actos basados en el lenguaje. Este, a su vez, es una invención humana, imperfecto como su creador, y ahí empezamos a dudar, a tantear los significados, el verdadero peso que le hemos otorgado al lenguaje. ¿Acaso el lenguaje me acerca a los otros, nos hermana? ¿O nos aleja, indefectiblemente? Escalofriante, pero dejemos de lado el discurso universitario y etéreo. Pasemos a un ejemplo concreto.
El nombre del hombre. El nombre, tu nombre, Horacio… Una palabra más, después de todo. Por un instante, dejaré de llamar al héroe de Rayuela por su nombre, apegándome a cierta propuesta de Morelli, escritor y álter ego de aquel, dentro de la obra: “A esto debía agregarse una nota bastante confusa donde Morelli tramaba un episodio en el que dejaría en blanco el nombre de los personajes, para que en cada caso esa supuesta abstracción se resolviera obligadamente en una atribución hipotética”(1). Con la situación ya instalada, los personajes vendrán luego, los nombres pueden esperar, así lo plantea este escritor-personaje, y así parece, desde algún punto, que sucede con la historia de Rayuela, porque los personajes pueden permutar sus nombres, bajo las categorías de dobles, de fantasmas. Así lo decidió el autor, quizá el mismo H., quien podría erigirse como un demiurgo enmascarado de su propio universo. Así lo decidió, también, hace mucho tiempo, mucho más, otro héroe, Odiseo, aquel que decidió llamarse ‘Nadie’ para sobrevivir, y que echó sobre sí la furia de los dioses cuando recuperó su nombre. ¿Coincidencia? De esas no existen, sino que los héroes viajan a través del tiempo, más allá de los 100 años de su autor, viajan, descienden y ascienden, y se dan el lujo, momentáneo, de no pronunciar su propio nombre.
Pero ¿de dónde saco yo que aquel es un héroe? Hace años ya que postulé que Oliveira era un héroe descontextualizado, un buscador, un perseguidor, por supuesto, que pugna por encontrar el motivo y destino de su búsqueda, que se mantiene al margen de cualquier acción, pensamiento —individual o colectivo—, de cualquier motor que pudiese movilizar a otro ser humano, uno que sí estuviera ‘inserto’ en el mundo, en lo que llamamos ‘vida’. A Horacio le “duele el mundo”, según comprende Gregorovius, porque este no es sino una representación colectiva que él siempre sentirá como falsa.
Tantear, a ciegas, es el destino de Horacio, y este se encuentra con él, de morros, de frente, cuando cae en la cuenta de que ha perdido a la Maga o Lucía, o podría llamarse Talita (depende de la perspectiva), a quien sí podía sentir, percibir, más allá de las palabras, dentro de un plano real, también dentro del plano metafísico; hijo de las palabras, Oliveira no puede desentenderse del odioso acto de nominar lo que siente, un ‘te-quiero’ al ritmo de la cintura de la mujer, clasificar según sus propias categorías, acto de renuncia que lo lleva a desear a la Maga apenas la ha perdido, a buscarla a ella o a su fantasma en un moderno mundo de los muertos.
Desear, perder, buscar, otra vez. He ahí un punto de partida para Horacio, un punto de llegada, también, un comienzo y final permanentes, como en un juego, como en un laberinto que se renueva una y otra vez. Por supuesto, a cada paso, este héroe pasa de la euforia y una caída mítica (capítulo 36, el del encuentro con la clocharde) a una especie de depresión y caída física (capítulo 54, el del sótano del hospital). El miedo y la esperanza(2) de encontrar su kibbutz, de reencontrarse con la Maga, corroen a Oliveira, sin que esto entre en conflicto:
12. La esperanza es la alegría inconstante, surgida de la idea una cosa futura o pasada, de cuyo resultado tenemos alguna duda.
13. El miedo es la tristeza inconstante, surgida de la idea de una cosa futura o pasada, de cuyo resultado tenemos alguna duda(3).
Claramente, este es un personaje complejo, padece y goza por sus manías y divagaciones, pero es que él hace las veces de héroe incomprendido por sus semejantes, de un sujeto que busca algo que a nadie más se le ha perdido, por así decirlo, y que incluso puede desdoblarse, situarse en una posición en la que necesita de un doppelgänger o álter ego para aprehenderse a sí mismo desde la perspectiva de la otredad. O desde la orilla, según se lea, París o Buenos Aires.
Ya había establecido antes que Morelli, el escritor admirado por Horacio y por sus amigos, es una especie de álter ego de Oliveira, y que sus notas, las Morellianas y los comentarios del propio Oliveira apuntan a la construcción de un texto desde dentro, un texto que incite al lector a una lectura proactiva y que se deje leer en una secuencia —casi— aleatoria. De ahí que consideré siempre a Horacio como un héroe demiurgo que reconstruye su propio periplo a través de las palabras, las ‘perras negras’ a las que tanto teme, pero que le permiten recordar y revivir. Odiseo, antiguamente, reconstruyó así su heroico viaje durante su relato en la corte de los feacios.
Dentro ya de la narración, Horacio se encuentra con su otro doble, Traveler, el doppelgänger, aunque ambos se enrostren dicho apelativo, así que queda la duda de quién es el doble de quién. Horacio llega al punto de corporeizar a la Maga en Talita, la mujer de su amigo, para recuperarla, y hace de la otra una especie de Sibila que lo acompaña en su katábasis, el descenso al mundo de los muertos o Inframundo.
[Horacio] estaba en su pequeño, cómodo Hades refrigerado, pero no había ninguna Eurídice que buscar, aparte de que había bajado tranquilamente en montacargas y ahora, mientras abría una heladera y sacaba una botella de cerveza, piedra libre para cualquier cosa con tal de acabar esa comedia (Rayuela, 414-415).
¿Para qué un viaje al Inframundo? Horacio cree que la Maga pudo suicidarse, o quizá sencillamente necesita una experiencia que le permita reunir en el mismo espacio a la mujer real, la del presente, Talita, con la mujer del pasado, la Maga, que podría o no estar muerta, ausente, en todo caso. ¿Y qué con esa reunión, si el mismo Oliveira se encargó de alejar a la Maga durante su relación en París? Descubre, después de la pérdida, lo que podría haber tenido:
…en el fondo Traveler era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita imaginación, era el hombre del territorio, el incurable error de la especie descaminada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de territorio falso y precario, cuánta hermosura en esos ojos que se habían llenado de lágrimas y en esa voz que le había aconsejado ‘Metele la falleba, no les tengo mucha confianza’, cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintura de una mujer (Rayuela, 449).
A Oliveira no le queda más que desear, perder, buscar, otra vez. ¿No dije eso ya? No es un error de edición ni tipográfico ni estoy loca, es una reiteración, a la justa medida de Horacio, el héroe que se embarca en una travesía laberíntica, construyendo su propio universo con el material que más desconfianza le produce: el lenguaje.
De ahí mi reiteración, no repetición, ojo, de ahí esa sensación de vértigo que el lector puede sentir al momento de enfrentarse con Rayuela, no solo la primera vez, sino todas las veces en que se pretende leer la novela. De ahí la euforia que acomete a aquel que se queda colgado del bucle final, el bucle de lectura que se produce entre los capítulo 58 y 131, un movimiento pendular que solo se resuelve según lo requiera el lector: es posible que Horacio haya decidido lanzarse por la ventana de un hospital psiquiátrico o también es posible que haya decidido aceptar, de cierta forma, su entorno, su pérdida, el hecho de que tenía que deshacerse de algo, o alguien, o de sí mismo, para encontrarlo, encontrarse, nuevamente, en el recuerdo, en un ejercicio de escritura que puede estar contenido en un misterioso cuadernito que Gekrepten, Penélope porteña, guarda ‘amorosamente’ en un cajón.
Este es un texto sobre un texto que quizá es un proyecto de texto, en un cajón, o como parte de un legajo que Morelli le entrega a Oliveira cuando ambos se cruzan. De esos encuentros, de esas coincidencias literarias. De esas que no existen.
Cincuenta años después de su publicación, Rayuela sigue siendo un libro extraño. Lo leí por primera vez cuando tenía 14 años, luego lo retomé a los 18, luego a los 24, como tema de tesis. Y cada vez fue como si me volviera a vestir con ropas de niña, como si me plantara frente a un diseño de tiza, en el piso, con un pedazo de ladrillo o una piedra en la mano, dispuesta a jugar con la entrega y concentración con que lo hacen los niños, imitando, en el intento, a un superhéroe, a uno que viaja al mundo de los muertos.
Es así como la lectura de este libro requiere una especie de inocencia, una voluntad de saber y desprenderse, al mismo tiempo, de las ataduras del lenguaje. He ahí la empresa fallida, la esperanza puesta en enfrentarse a la derrota a la hora de organizar el itinerario heroico de Oliveira, la encrucijada de encontrarse en el momento de comprender o abandonar toda entelequia y dejarse ir, de nuevo, hacia la sorpresa, la duda, las preguntas.
Por qué si no a Cortázar, nacido hace 100 años, se le ocurrió ponerle el nombre de un juego a su obra. Porque “sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos” (Rayuela, 589).
En el principio fueron las palabras, verbos, sustantivos, el Logos entendido como absoluto, el sueño, la poesía y el juego, y así hasta la próxima lectura, mañana, el próximo año, en los próximos 100 años.
NOTAS
1. Todas las citas textuales de Rayuela corresponden a la edición hecha por Suma de Letras, 2001.
2. Para quienes encuentren contradictorias estas dos pasiones, pueden observar las pinturas ‘La esperanza’ y ‘El miedo’, del maestro Guayasamín. Siempre he creído que la mirada en los cuadros refleja la misma ansiedad.
3. Spinoza, Baruch (2005). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Editorial Trotta, Segunda Edición, página 196.