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César Moro: contra el poder

Una rosa fatigada soporta un cadáver de pájaro/

La mañana del dieciséis de abril de mil novecientos cuarenta y ocho César Moro regresó al Perú. Ponía fin, de esa manera, a una década de exilio en México, país al que había llegado tras la publicación de un boletín contra el fascismo español, firmado por él, y que generó una respuesta airada de la policía limeña: entraron a la fuerza a su casa para confiscar todos sus libros.

Ese tiempo de ausencia terminaría con el descenso de Moro a la pista del aeródromo de Limatambo, acompañado por una pequeña maleta de mano y un perro. Dos años antes, en una de las decenas de cartas intercambiadas con su entrañable amigo, el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, Moro había anticipado esa compañía canina: “¿Qué piensas si hiciéramos un negocio juntos? Como uno probable pienso en la venta de perros de raza, objetos, pinturas, joyas del siglo XIX. ¿Se conocen acaso en Lima los ‘royal poodles’ o ‘caniche real’?”. Su propuesta era una forma de hacerle frente a ese pasado limeño atiborrado de angustia y escasez, del que había intentado escapar tantas veces pero al que terminaba retornando sin remedio. “¿Es en la realidad tan horrible, tan abrumadora Lima? Sé que es un páramo, que lo cursi, lo mediocre, lo falso imperan sin recurso. Pero, ¿y los seres humanos? O no hay un solo ser humano, ¿no existe un solo rostro que valga el exilio?”, preguntaba ansioso, un mes antes de su retorno.

Esa inquietud no era gratuita. Años antes del exilio forzado en México, Moro inició una serie de expatriaciones al territorio íntimo y personal, que lo dotó de un comportamiento solitario y crítico contra las normas de vida establecidas. En la esencia de esos confinamientos reposaba el misterioso espectro de Lima: la horrible, la ajena, la llena de ojos y prejuicios, la que lo había emparentado con la tristeza y que aprovechaba el menor instante posible para ensañarse con él. Como lo hace ahora, cuando de pie en el puerto de El Callao, César Moro aguarda dos baúles enviados desde México en barco, días antes de su retorno: en el primero, espera encontrar toda la producción pictórica de su temporada en Centro América; en el otro, libros, apuntes y algo de ropa. “¿No es acaso todo ello profundamente triste? ¿Cómo podría ser de otra manera para mí? No veo apenas en toda vida noble sino un fracaso profundo. El mío viene de tan lejos que data de antes de mi nacimiento”, confesaría a Westphalen como un presagio de su abatimiento, que, en aquel momento, volvía inútil la espera: los baúles nunca llegarán.

/El lenguaje afásico y sus perspectivas embriagadoras/

“Moro nació extranjero el Lima en 1903 y murió en Lima, extranjero, en 1956”, diría el poeta peruano Américo Ferrari, en clara alusión a los desplazamientos naturales de Alfredo Quízpez Asín Más, nombre con el que sus padres lo bautizaron apenas venido al mundo. Fue el tercero de los hijos de Jesús Quízpez Asín, médico de profesión, y de Elvira Más. Ya en la adolescencia escribió algunos poemas que resultaron discretos frente a la pasión que le entregaba al dibujo y a la pintura, espacio sobre el que desplegó su primer desafío: a los dieciocho años firmó un dibujo con apariencia de Art Nouveau con el seudónimo de César Moro, nombre del personaje de una de las novelas de Ramón Gómez de la Cerna.

De ahí en adelante, Alfredo Quízpez no existirá más: su presencia no solo será borrada en el Registro Civil de Lima, en el que Moro se cambiara legalmente de nombre a los veintiún años, sino que será olvidado en lo más hondo de la historia, salvo por algunos familiares que rumorearan la afrenta de ese extraño pariente que se cambió de nombre porque el suyo le parecía muy indio.

Cierto o no, César Moro empezó así una sostenida vocación por desafiar lo constituido, lo que en apariencia no es dado a elección, enfrentando la cara del poder con el argumento de su propia vida.

/Como un camino que se pierde en otro continente/

El poeta argentino Enrique Molina, habrá de recodar la visita que en su juventud realizó a Moro en un poema titulado Allí no hay sombras”. Molina sentenciará: “César Moro en su atmósfera carnívora de las constelaciones (…)/el salvaje testimonio de una aventura de lo absoluto”. Carnívoro, Salvaje y Absoluto, adjetivaciones puntuales que describen el abismo sobre el que el poeta peruano dará su siguiente paso al vacío: el cambio de lengua.

Moro no será el único poeta de habla castellana que, tras las luces del vanguardismo condensado en París, decidirá abrazar el francés como lengua propia. Antes lo habían hecho el chileno Vicente Huidobro, el español Juan Larrea y el ecuatoriano Alfredo Gangotena, entre otros. Sin embargo, la del peruano será una transición definitiva y radical: iniciará en 1925, con su viaje a Francia y no concluirá hasta el día de su muerte. Salvo un paréntesis brillante, titulado La Tortuga Ecuestre (1938), toda su producción literaria la escribirá en francés.

A París llegará con algunos dibujos y unos cuantos poemas bajo el brazo. Durante su estancia recibirá el apoyo de una amiga de infancia: Alina, esposa del músico peruano Alonso de Silva. Junto a ellos, Moro acudirá a uno de los cabarets frecuentado por los surrealistas donde conocerá a André Bretón, a quien el joven limeño leía y admiraba. “Era naturalmente surrealista, en el sentido vital, existencial, dirían algunos, de la palabra”, dirá en referencia a Moro, André Coyné, fiel compañero del poeta en sus últimos días. Esa naturalidad estaba plasmada en su carácter rebelde y furioso, lo que implicará una sintonía con los postulados antitradicionales y anticonvencionales difundidos por los surrealistas, y en los que Moro encontrará una libertad propia, hecha a la altura de sus ambiciones infinitas.

Se une a ese grupo en mil novecientos veintiocho: luego de un silencio prolongado que coincide con su llegada a Francia, Moro vuelve a escribir y lo hace en un francés fluido y limpio. Recoge el resultado de esos escritos en dos libros que entrega a Bretón y a Paul Éluard, y de los que nunca se volverá a tener noticia. “Mi querido Moro, estas líneas solo para manifestarle con qué placer estoy leyendo sus admirables poemas, del primer cuaderno que usted me ha confiado –Bretón se ha quedado con el otro– son la poesía lo que me gusta por encima de todo, sus versos siempre sorprendentes, pocas cosas son las que pueden unirme tanto con lo que conservo de mi juventud. Me daría la mayor alegría que en caso de tenerlos, me mandara más”, fueron las palabras de Éluard tras la lectura de los poemas.

/Nada puede hacerme sufrir más que el espectáculo del amor/

“Moro era un príncipe en la poesía y en la vida”, recuerda en una entrevista Olga Orozco, poeta argentina y acompañante de Enrique Molina en aquella visita realizada al Perú. Describía así al dueño de una figura delgada, recortada en los huesos hasta parecer un tallo de rosa que terminaba en una cabeza amplia, abultada en la frente como si estuviera sedienta de todo lo que tuviera que ver con la luz. Moro, el poeta, era homosexual, silencioso y se comunicaba mejor con las mujeres que con los hombres.

Quizá este desafío, el del género, hubo de producirle sus mayores dolores y desprecios tanto en Lima, ciudad embebida en su añoranza virreinal, como en el mundo, donde la normalidad tilda a todo lo que se le escapa como comportamiento sospechoso.

Una vez aceptado en el grupo surrealista, por ejemplo, una incomodidad secreta lo asaltaba: Bretón, líder del grupo, no aceptaba a los homosexuales. El peruano debió envolver con mucha discreción sus aventuras por los bares parisinos, las cuales, en más de una ocasión, le impidieron llegar a las sesiones con sus compañeros. 

Ocho años duró esa vida francesa en la que Moro debió buscar sustento en las más diversas ocupaciones que lo llevaron a ser pintor de brocha gorda, jardinero, profesor de idiomas, niñero, pareja de baile, entre otras, y que lo hallaron viviendo entre los bares, las tertulias, las casas de amigos y las posadas compartidas en algunos talleres de arte.

A su regreso a Lima en mil novecientos treinta y tres, Moro conoció al joven Westphalen, con quien, dos años después, y siguiendo la chispa de lo aprendido en Europa, organizó la primera exposición surrealista en Latinoamérica. En aquella ocasión, al final del catálogo que acompañó a la exposición, Moro colocó bajo el título de “Aviso Final” un texto de su autoría en el que culpaba a Vicente Huidobro de arribismo y plagio. En fuertes términos, el poeta peruano desafiaba al chileno llamándolo “ratón del movimiento literario moderno”, “imitador de Pierre Reverdy”, y lo acusaba de copiar un poema de Luis Buñuel denominado Una Jirafa.

La respuesta airada de Huidobro no se hizo esperar. “Pero tú, triste sirviente del surrealismo, tú sí que eres plagiario y seguidor vulgar… y esto lo digo, no por manía criolla de buscar antecedentes, sino porque es la verdad. Citas en tu catálogo a Petrus Borel porque Bretón cita a Petrus Borel. Citas a Rimbaud y a Lautréamont porque Bretón cita a Rimbaud y a Lautréamont. ¡Pobre lacayo!, no sabe que nosotros desde 1913 citábamos en nuestros libros y revistas a Rimbaud y a Lautréamont. Citas a Young porque Bretón cita a Young.  Si Bretón hubiera citado a Pirum Pin Pum, el hediondito Mo-ro, estaría citando a Pirum Pin Pum”, acusaba el chileno como parte de la extensa respuesta publicada, un mes después de la exposición, en la revista Vital.

Este enfrentamiento es visto como otro de los desafíos de Moro al poder establecido, identificado en la figura de Huidobro, punto de intersección desde el que se marcaba influencia hacia la forma de escritura poética del continente.

/Cierro los ojos y tu imagen y semejanza son el mundo/

Es mil novecientos treinta y ocho y la policía limeña ha decomisado todos los ejemplares del panfleto en contra del fascismo, fraguados por Moro en compañía de Westphalen; por tal abuso Moro se proscribe en México, país en el que vivirá entregado por entero a la escritura. Ya no intentará nada más que eso: escribir de forma continua, desesperada, corregir lo escrito en su larga estancia en Francia y en Perú. Aunque no volverá nunca más a París, seguirá escribiendo en lengua francesa y desfigurando –con ese ejercicio– la presencia del castellano. “Debes haber rezivido ya carta mía, la puse al correo hace unos diaz después de aberla tenido guardada. Convensido de que la avía enbiado ya. [...] Reciviste la rebista “Mañana”? No? Por qué? Cuándo? Porque cuando la recibas hasme fabor de dezirme que te parese”, escribe en una misiva dirigida a Westphalen, cuidando que el uso del español sea en realidad una afrenta contra las palabras, una nueva forma de confrontar ese dominio heredado del que ha buscado, en todos los aspectos y con insistencia lúcida, liberarse.

La enfermedad, la pobreza y el desamor morderán las carnes maduras de Moro en el país azteca. Dormirá poco, será presa de la fiebre ocasionada por un mal que lo va carcomiendo con un ritmo frenético y del que encontrará salida únicamente en los brazos de Antonio Martínez (A., como lo identificará en las cartas dirgidas a Westphalen), un joven cadete mexicano a quien habrá de dedicar la escritura de los poemas que integran La Tortuga Ecuestre, único libro escrito en español y al que Moro no vería publicado por falta de recursos.

“Te quiero con tu gran crueldad, porque apareces en medio de mi sueño y me levantas y como un dios, como un auténtico dios, como el único y verdadero, con la injusticia de los dioses, todo negro dios nocturno, todo de obsidiana con tu cabeza de diamante, como un potro salvaje, con tus manos salvajes y tus pies de oro que sostienen tu cuerpo negro, me arrastras y me arrojas al mar de las torturas y de las suposiciones”, reza una de las cinco Cartas a Antonio, en las que el poeta deja sentada la huella del profundo desgarramiento que le produce ese amor.

Años después, A. contraerá matrimonio y tendrá un hijo, al que Moro querrá como suyo y al que, se sabe, no dejará de enviar un poco de dinero por su cumpleaños, a pesar de su acrecentada pobreza.

/Como un difamado establo en ruinas/

En mil novecientos veintinueve, a cuatro años de su estancia en París, Moro pinta una acuarela sobre cartón a la que no da título. En ella se distingue una figura, pequeña y ocre, dominada por su sombra, más ancha y obscura, y en la que se identifica un angosto espacio de luz, como un ojo, para captar a la figura que la engendra. Al fondo, los destellos de la noche parecen anticipar las intenciones de esa obscuridad: perseguir a la figura para devorarla.

Así, Lima -“el charco natal”- como aquella sombra había arrinconando a Moro de tal modo que no lo dejaba respirar: en mil novecientos cuarenta y ocho y de regreso a Perú, la vida continúa con esa tonalidad parca de la que Moro tanto ansiaba huir. Pero su resistencia ante ella será también producto del oficio de desafiar al poder, afinado en tantos detalles y avatares experimentados en sus continuos exilios. Moro, el poeta, seguirá escribiendo y hablando en francés, sin dar su brazo a torcer, aun cuando esto le signifique un aislamiento casi completo: los testigos de la época dicen que hablaba un francés muy confuso, casi inentendible.

Por ese tiempo logrará trabar amistad con el joven francés André Coyné, interesado en investigar la obra de César Vallejo, y quien terminará siendo compañero hasta el último día de su vida.

En una de sus últimas cartas, el poeta parece definir lo que ha sido su camino: “Todo lo que puede sufrir un ser humano que a veces desconozco y que siento como un extranjero enloquecido dentro de una casa vacía”, diría, para referir su soledad absoluta y definitiva.

El diez de enero de mil novecientos cincuenta y seis, víctima de una enfermedad desconocida, dejará de existir en Lima.

A su muerte, Andre Bretón, le dedicará una nota luctuosa en su revista Le Surréalisme Même, a la que acompañará con un poema y un dibujo de Moro. El dibujo es el de una tortuga, animal totémico y testigo del constante desafío de Moro a las reglas. Una tortuga que mirando al horizonte lo ve irse: como una piedra, sobre una isla, que se hunde.

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